Uno lee el periódico y se extraña de que las noticias no se expandan como una llamarada que incendie todas sus páginas. Si uno de verdad leyese y no se limitase a posar la vista y suspirar ante los desastres cotidianos, se quemaría las manos. Cada uno de nosotros tiraría el diario al suelo y se levantaría para extender la deflagración por el vagón, la oficina o la plaza donde se encontrase leyendo. Cada uno de nosotros se vería imbuido de una irresistible pasión incineradora que, junto al deseo abrasador de nuestros semejantes, calcinaría esta realidad opresiva de una vez y para siempre.
Pero no ocurre así, y hay motivos. Las verdades dolorosas se limitan ya a ser molestas. Hoy las noticias se sufren en silencio. O, si uno aprende a destacar la bazofia insustancial y abstraerse de lo significativo, ni siquiera se sufren. Uno podría gritarle al presentador de las noticias, pero no lo hace porque sabe que nadie escucha tras la pantalla. Así que es mejor seguir comiendo sin alteraciones, menear el bigote y, como mucho, decirse a uno mismo que esto no puede ser… sin mover un dedo para que deje de serlo. La mayoría aún prefiere el arrullar de sirena de la miseria cotidiana que el discordante sonido atronador del cambio. La victoria de la apatía no es total, pero le anda cerca.
La teoría de la insurrección espontánea, que ve en cada individuo un resorte a punto de salirse de sus ejes, se demuestra también equivocada. El enfrentamiento cotidiano, vanguardista y de baja intensidad, no se extiende. Más bien al contrario, se criminaliza, se le apunta con el dedo acusador del poder y se le convierte en el Goldstein de turno para los minutos de odio. La vanguardia se aisla y acaba encerrada sin que una sola voz discordante se alce, porque para alzarse habría de tener la fuerza para hacerlo y esa fuerza, sin acumulación, no existe. El señor Assange nos dice que un nuevo orden se forma allí donde la gente se arma con la verdad. A esto cabe decir ¿De qué sirve sembrar verdades en el terreno baldío de la desidia? O lo que es peor ¿Quién tiene la capacidad de ser escuchado?
Esa falta de respuesta no es casual pero tampoco es parte de nuestra naturaleza. Se trata de una estrategia política derivada de una respuesta psicológica bien estudiada: La indefensión aprendida. Como esa profesora que plantea problemas irresolubles a sus alumnos solo para mostrarle cómo después tiran la toalla ante aquellos que sí tienen solución. Cuando nuestra acción deja de tener conexión con cualquier tipo de resultado, el aspecto motivacional que nos lleva a actuar decae; nos sentimos pequeños e incapaces y dejamos de responder. Las condiciones materiales que permiten que la ruptura se manifieste en actitudes valientes, solidarias, justas y revolucionarias parten de la existencia de herramientas que sustenten la lucha: Espacios de socialización, medios de subsistencia, redes de apoyo y aprendizaje conjunto en cada lucha. Y alegría por las victorias, aunque sean exiguas. Esa es la acumulación que puede servir de base para las insurrecciones cotidianas y convertirlas en rebeliones conscientes, en situaciones prerrevolucionarias.
Acumular es una palabra maldita. Parece que todo debiese ocurrir ya, en este mismo instante. Hijos de nuestro tiempo estamos acostumbrados a la recompensa instantánea, como de videojuego, y esperamos un cambio revolucionario a la vuelta de la esquina. Si no ocurre haremos arder los barcos, tiraremos por la borda todas las teorías y formas organizativas, daremos la vuelta a todo para empezar desde la nada. Como Sísifo, rodaremos eternamente la piedra ladera abajo para volver a cargar con ella… Nos cuesta aceptar que suele ser mejor encender una vela que maldecir a la oscuridad. Pero esas pequeñas velas, que individualmente a duras penas iluminan la habitación, quizá le sirvan a alguien para encontrar el lanzallamas oculto en una esquina; ese preparado para calcinar esta realidad opresiva de una vez y para siempre.