“Es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella.”
Julio Cortázar
Recordemos que el dominio, además de ejercerse mediante el consenso, también es impuesto a través de la violencia. Podemos ver esta violencia estructural en los desahucios, en la precariedad laboral, en las prisiones, en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, en la desigualdad social y económica, etc. Esta violencia no es nada comparable a aquella que se ejerce desde las clases explotadas contra la clase dominante y siempre será legítima en cuanto suponga un medio de liberación, un freno a la opresión. Pero en torno a ella surgen voces discrepantes que cuestionan la violencia revolucionaria y provienen principalmente desde el moralismo pacifista. Esta es la falsa moralidad que no tiene en cuenta las relaciones de poder existentes en la realidad social y pone a la misma altura la violencia estructural con la violencia como medio de autodefensa y liberación. Los argumentos de ambas partes los tenemos bien sabidos y creo que no hace falta repetirlos. Partiendo de que la expropiación a la burguesía solo podrá realizarse mediante la violencia, así como las conquistas revolucionarias, ¿por qué existen numerosos casos de fuertes disturbios que no desembocaron en cambio social y político alguno? ¿La radicalidad se mide de acuerdo al grado de violencia desarrollada por los movimientos populares? ¿Por qué pese a su legitimidad la gente huye de los métodos violentos? Para contestar acertadamente a este tipo de preguntas, sería necesario trascender la dicotomía entre pacifismo y violencia, y por ello sería imprescindible que incluyamos un tercer componente para completar los análisis: la estrategia política.
La estrategia política se juega en el terreno social y va más allá de la confrontación directa con el sistema, es decir, en una lucha abierta de tú a tú. Implica buscar alianzas, definirnos ideológicamente, posicionarnos en el escenario político, crear estructuras orgánicas/organizativas, plantearnos por dónde comenzar a caminar, en qué frentes de lucha incidir, en qué espacios políticos meternos, cómo comunicar nuestras reivindicaciones a la sociedad, etc, que conformaría la estrategia de acumulación de fuerzas, crear movimiento y ser una fuerza política con capacidad material de cambio. Teniendo en cuenta ésto, la coyuntura social es determinante a la hora de optar por una táctica u otra. Pasemos ahora a incorporar el elemento “estrategia política” para un análisis más pormenorizado y sustancial de la violencia y el pacifismo.
La violencia revolucionaria no siempre ayuda al avance de la lucha social, incluso puede llegar a obstaculizarla. Esto se da cuando la violencia invisibiliza el trasfondo y las reivindicaciones políticas que haya detrás de una serie de protestas a través del culto a la violencia, o simplemente se mide la radicalidad con base en el grado de violencia desatada. Como suelo decir, “una turba cabreada de borrachos puede arrasar una ciudad entera sin provocar ningún cambio político y social a favor de la clase trabajadora”. La violencia sin estrategia política es pura pantomima, una suerte de válvula de escape para desesperadas y aventureras que buscan el desahogo inmediato frente a la violencia estructural del sistema capitalista, aquellas personas que no ven más allá de romper escaparates y quemar sucursales, perdiéndose en el morbo de la destrucción y el fuego. Sin embargo, hay que reconocer que las luchas recientes como Gamonal y Can Vies, por nombrar las más cercanas en el Estado español, tuvieron éxito gracias al uso de la autodefensa. Pero esto no hubiese ocurrido de no ser por la existencia de un tejido social.
La vía pacífica es criticada desde el anarquismo como una táctica de lucha en las calles que no produciría ningún cambio radical, siquiera un cambio más o menos importante. Esto se puede corroborar en las protestas ciudadanistas totalmente pacíficas en las cuales solo han estado recibiendo porrazos y ninguna de sus reivindicaciones se llevaron a cabo. No obstante, también ha tenido sus puntos a favor y no podemos omitirlos: es accesible para diversas personas que compartan inquietudes comunes, lo que implica que la gente que esté cuestionándose el sistema pueda comenzar a actuar y crear nuevas relaciones; deja en evidencia que la violencia siempre la provocan las fuerzas represivas; y permite que los mensajes que se transmitan no se vean desplazadas y desacreditadas por los métodos usados para transmitirlas. Casos como los desahucios parados o las huelgas en algunos sectores podrían ilustrar que desde la vía pacífica o la resistencia pasiva también se pueden conseguir victorias, aunque sean pequeñas.
Una breve conclusión, que servirá como pincelada para unas nuevas perspectivas sobre el tema, podría ser; lo primero, superar los debates estériles entre violencia y no violencia, ir más allá y atender más al trasfondo de los actos y la estrategia política. Luego, que la violencia revolucionaria no sea objeto de culto, que es una táctica que debe emplearse cuando exista un soporte, es decir, un tejido social amplio que lo respalde y un pueblo fuerte que lo articule. Solo así permitirá que nuestras reivindicaciones no sean desplazadas por las calumnias y la criminalización del poder dominante. Y que la vía pacífica es una buena táctica en cuanto permite que la gente comience a movilizarse, conocerse para tejer lazos solidarios y su contacto con las luchas sociales. Tanto una vía como la otra tienen validez según qué coyunturas. No es la misma situación en el Kurdistán que en Chile, España, EEUU u Oaxaca. La cuestión es saber leer bien los mapas y mover adecuadamente nuestras fichas pero sin llegar a la obsesión de querer controlar todas las situaciones e ir dictando los métodos de lucha. Siempre hay que tener en cuenta que las acciones espontáneas pueden ocurrir, pero en el gran tablero del Risk que es el espacio político y social, nos vemos obligadas a jugar la partida, a no ser que queramos perdernos en el ostracismo para siempre.