Desde jóvenes se nos imbuye a determinadas creencias que son en sí mismas inevitables y necesarias para el conjunto de la sociedad -en cuanto que la mantienen-; desde la escuela hasta el último día de nuestra vida se repite la misma verborrea delirante en torno a qué nos conviene, qué nos perjudica y qué es execrable. No hay escapatoria a esta ingeniería social a menos que nuestros tutores, aquellas personas con las que nos criamos, hayan podido liberarse de este aherrojo. Dado que esta situación requiere de un alto grado de abnegación, así como una serie de costos personales inevitables e independientes a cada individuo, la cantidad de personas que consigue liberarse de toda creencia superflua adquirida sin un previo razonamiento es ínfima. Aun así, aunque pudiera erigirse un individuo con la mayor libertad de pensamiento posible, es de esperar que, debido a su necesidad social, acabe alienado en el sistema. Si bien el individuo pudiera mantenerse libre, puro, cosa que como hemos dicho es muy improbable, se vería abocado a la estigmatización por parte del sistema, en el cual los individuos previamente engullidos actúan como glóbulos blancos y plaquetas que atacan a aquellas moléculas que consideran extrañas, aun cuando pudieran ser las más límpidas y bellas, execrándolas y regurgitándolas después hacia fosos oscuros. Es decir, no quedaría para el individuo más que dos opciones: la total o parcial asimilación del sistema o su expulsión de éste. Es de esperar, por tanto, que sólo una nimia porción de humanidad quede libre de cualquier atadura y pueda definirse a sí misma según las vicisitudes de su trayectoria vital. De este modo, una amplísima masa quedaría en manos de los legisladores de turno: políticos, religiosos y demás secuaces de la creencia preestablecida y, no pudiendo elevarse por encima de estos al haber aceptado el sistema, no les queda más opción que aceptar agazapados todas las convenciones morales, leyes, creencias, normas, procesos, elementos y, en definitiva, una serie de axiomas que reducen la persona a un mero tránsito burocrático.
Los métodos que siguen todos estos santos, hombres de Estado, servidores de la sociedad, altruistas al fin y al cabo, son del todo sabidos por la población; mas siendo así, ¿por qué los seguimos con tanta devoción e inconsciencia? La única respuesta posible a esta adulación es la desidia; vivimos en una inercia continua que nos impide nuestra propia realización como seres humanos, como individuos. No hay elemento más pernicioso para la humanidad que éste, pues en vez de obtener seres libres, obtenemos autómatas que se mueven entre la rutina y la satisfacción momentánea, no buscando más allá que un nuevo coche, un nuevo sofá, en definitiva, objetos materiales que sirven de motivación como la chuchería motiva al niño. Los únicos instantes de verdadera libertad de los que podemos presumir están en nuestra infancia, donde nos embriaga un querer saber continuo, así como una incipiente capacidad de cuestionamiento de todo lo que nos rodea; sin embargo, al ser ésta una etapa prelógica del pensamiento humano, los niños aceptan sin más las respuestas que les dan. Es aquí donde el sistema actúa, en forma de familiar mayoritariamente, por primera vez y donde comienza una labor que no terminará nunca, una labor que tiene como fin último crear mentes lo más similares posibles, ¡cuantas más personas acepten lo mismo, más se perpetuará el sistema y más los parásitos que lo forman y que se hacen llamar gobernantes! Es una verdad tácita ésta.
Ahora bien, ¿cuáles son las herramientas destinadas a tan deleznable objetivo? Existen una infinidad de detalles que sirven para adormecer al intelecto, mas es uno el que se alza por encima de todos: la educación; ese ente antipersonal que se erige inquisidor del sistema y amolda a jóvenes con una álgida flexibilidad mental hasta dejarlos secos, rígidos y grises. Nunca escucharás al maestro, salvo quizá en la universidad donde la libertad es relativamente mayor, decir a sus alumnos que critiquen todo, que sigan esa duda metódica de Descartes al parecer ya olvidada; es más, pregonan todo lo contrario, es decir, la sumisión moral e intelectual del joven en favor de la autoridad, el profesor, el policía, el legislador, el cura, el padre o la madre, etcétera. Es una imposibilidad desarrollar un pensamiento crítico en base a una premisa limitadora y autoritaria. ¡El profesor no ha de ser una figura incuestionable como se pretende, ha de ser un guía para el joven desprovisto de herramientas! Claro está, la guía deber ser necesariamente personal, única e individual. Es aceptado por todo científico que cada individuo posee unas capacidades latentes únicas y diferentes entre sí, ¿por qué no es explotado esto? ¿Por qué todos siguen la misma instrucción antipersonal? ¿Por qué mutilan a la bella personalidad que late en cada individuo? Por una sencilla razón: si cada individuo se desarrollase a sí mismo en libertad, esto es, sin creencias y premisas a priori, la proporción de estos que darían de lado al sistema aumentaría sustancialmente. ¡Qué sería del Estado, del parlamento, de cada una de las instituciones! Y si todos los individuos al ver lo abyecto del Ejército renegasen de él, ¡qué sería de la nación! ¡Pobre Estado! ¿Quién defendería al pueblo? Y lo más relevante, ¿quién defendería a la clase dirigente? He aquí el punto ulterior a la sinrazón del sistema educativo. Asimismo, por si entre diez y quince años de educación no bastasen para modificar el débil intelecto del niño, ya se cuenta con otras vías como la televisión, la prensa, los padres y la misma sociedad que inconscientemente remueve al que realiza un conato de desacuerdo.
El individuo, el ego en su sentido más hermoso, ha quedado reducido a la nada; constantemente es vapuleado y vejado por la religión, por el Estado, por las creencias falaces, ¡y menester que no se atreva a relucir entre la apatía del pensamiento único, porque se le reprenderá con una rapidez inusitada y su autor caerá en la más absoluta soledad!
La llamada opinión pública es otro de los factores que tienden necesariamente al conservadurismo pues ha sido criada en él. Así, la piedra angular de este sistema no es otro que la falta de pensamiento libre e individual, toda sociedad de la historia se ha visto degradada debido a esta cuestión; desde la Alemania Nazi hasta las mayores democracias del mundo son sostenidas por la falta de individuos libres, es decir, que no hayan sido emponzoñados por sus respectivos sistemas educativos y sociales. Empero, podríamos afirmar que existe una diferencia radical entre ambos sistemas, mas no es así, ambos se basan en la manipulación, ciertamente una más ominosa e inicua que la otra, pero las dos tienen como base la mentira, la falacia, el engaño, el robo, la muerte, la degradación humana y demás actitudes gubernamentales que, sepamos o no, acaecen cada día y a cada hora.
Es risible cómo se critica fervientemente las guerras en Oriente Medio por el petróleo, cómo nos estremecemos ante atentados, secuestros y masacres de todo tipo, cuando somos nosotros mismos los que estamos sujetando los fusiles desde nuestra casa, nuestro coche, nuestra calefacción, etcétera. No hace falta un gran intelecto para llegar a la conclusión de que, si existen este tipo de guerras, es por los países que nos hacemos llamar desarrollados, los cuales somos los mayores consumidores de productos tales como el petróleo. ¿Cómo no podemos darnos cuenta de algo tan evidente? Claro que todos lo sabemos, pero es preferible obviarlo. ¿Qué podríamos hacer nosotros? Nada. Además, ya tenemos un ejército divino que se ocupará de establecer la paz universal, de eliminar toda iniquidad que resplandezca fuera de nuestras fronteras y establecer democracias a su imagen y semejanza por todo el mundo; la guerra por la democracia ha acabado con más vidas que las dictaduras que podrían tener los países intervenidos. Cualquier individuo caería en esta aporía, pero, como ya se ha dicho, pocos son los individuos existentes. Podrán llamarse libres hasta la saciedad, podrán creerse libres, pero ése es el primer paso para no serlo; como aquél que se dice sabio no lo es. Por ende, hemos de ir en pos de la libertad individual, la cual traerá inevitablemente la libertad social, para poder eliminar de una vez la mayor parte de los problemas que atacan a la humanidad.
Imaginemos que la educación estuviese destinada a crear individuos libres y diferentes, en cuanto que cada uno posee unas aptitudes determinadas y dispuestas a eclosionar; imaginemos así también que el objetivo último no es crear autómatas, trabajadores del capital, o meras estadísticas que engorden al conjunto del sistema, esto es, crear personas antes que ciudadanos. Sin duda, si esto sucediese, el Estado se habría suicidado, pues no sería difícil vislumbrar para estos individuos de pensamiento libre las incongruencias del sistema en el que viven, así como por propia determinación luchar contra éstas. Pero claro, si por algo se caracteriza el sistema es por su resistencia a educar e instruir a sus jóvenes en el pensamiento crítico; es en este punto verdaderamente consecuente consigo mismo, pues: para qué tratar a los sujetos como individuos dotados de conciencia propia, de razón propia, ¡no! Lo mejor será tratarlos de rebaño, para así perpetuar esta lacra estatal. Es por este hecho una obligación la de eliminarse a sí mismo, es decir, eliminar de nuestra psique todo onerosa creencia, axioma, pensamiento en definitiva, que no haya surgido de nuestra propia actitud, de nuestra singularidad, o más simple, que haya sido impuesta, ya sea consciente o inconscientemente, por la sociedad. Una vez conseguida la emancipación total -no parcial como pretenden muchos- se podrá hablar de libertad, se podrá hablar de razón, se podrá hablar del fin de la sumisión del individuo.
Es necesaria pues una profunda reflexión introspectiva que llegue hasta la piedra angular de nuestras creencias, de nuestros saberes adquiridos, no con el fin de despreciarlos sin más, sino más bien como método de cuestionamiento: se aprehenden, tras el estudio concienzudo correspondiente, unos, y se desechan otros, los más superfluos. Esta introspección es única a cada persona, aunque posea ciertos parámetros que se reiteran, y no podrá servirse de elementos exteriores –psicólogos, psiquiatras, ministros del señor, brujos y demás adalides del conocimiento propio y ajeno- que le confundan y le adviertan sobre quién es y cómo ha de encontrarse. ¿Pero hasta qué punto hemos llegado? ¿Necesitamos de personas que nos guíen en estos asuntos? ¿Realmente estamos tan hundidos que no podemos esperar nada de nosotros mismos? Es sorprendente cómo la familia arroja a sus hijos, o cualquiera sea el particular, a ‘’profesionales de la conciencia’’, por así decirlo, para que le guíen en su búsqueda. Ciertamente no podemos comparar como iguales al psicólogo con el brujo o el religioso, que vienen a seguir el mismo principio, pues el primero posee unos instrumentos científicos o cuasi científicos que podrán ayudar, en muchas ocasiones, al paciente que acuda a él. Sin embargo, no es éste el caso en el que el psicólogo podrá actuar, ya que, como se ha dicho anteriormente, si para llegar al ‘’Yo profundo’’ necesitamos de alguien o algo que esté fuera de nosotros mismos, éste Yo no podrá sino ser el suyo y no el nuestro; si tomas la respuesta de otro como tuya, por mucho que creas que es tuya, no lo será jamás. Así, la virtud estará en saber deshacerse por sí mismo de todo el acervo cultural, espiritual y moral que nos estrangula desde dentro y que, en la mayoría de los casos, no se suelta hasta el mismo día de la muerte.
Llegados a este punto: el de la muerte; me gustaría llamar la atención sobre cómo la religión, sobre todo la cristiana, la judía y la musulmana, reniegan del ‘’Yo terrenal’’ para con ‘’Yo celestial’’. ¿Para qué llegar a Ser en la materialidad más inicua, detestable y ominosa; si llegaremos a Ser tras la muerte? ¡Será el reino de las esencias de Platón; el jardín celestial de Cristo o la abstracción metafísica de los judíos el verdadero momento en el que dejaremos de parecer o directamente de No-Ser para Ser! Nosotros no somos nosotros, en cuanto que nuestro Yo terrenal es la mera caricatura del Yo celestial, del Yo esencial, del Yo substancia. ¡Animo, pues, a todo aquel que quiera llegar a Ser cuanto antes a que tome las medidas correspondientes para vanagloriarse en su esencia!
Dicho esto, la utopía personal de verse reflejado en nuestro iris está resumida, a mí parecer, en la siguiente reflexión de Eduardo Galeano:
‘’Me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos, y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. A pesar de que camine, no la alcanzaré nunca. ¿Para qué sirve la utopía? Sirve para esto: para caminar’’.
Tened claro entonces que nunca llegaréis a ser vosotros; sólo el día en el que la muerte os aceche y en que exangües y apocados dejéis de caminar, así también dejará la utopía, el Yo, de alejarse, y podréis, al fin, sonreír en el albor de la muerte y exclamar: ¡Muero siendo Yo y no otro! ¡Sé que no me espera nada detrás de la oscuridad! Muero contento, feliz, por haber llegado a Ser. Ése es mi fin último.