Para muchas anarquistas las cuestiones acerca del poder son abordadas desde la oposición al concepto, considerando una característica del libertarismo la ausencia de poder –que es muy parecido a otorgar a cada persona el mismo grado de autoridad-. No obstante, ¿se está realizando esta declaración desde la comprensión científica del término? Nos aproximaremos a la teoría del poder para defender la compatibilidad del mismo con la anarquía.
Macropoder: el poder negativo
Si atendemos a la perspectiva clásica del poder, filosóficamente no hay acuerdo acerca de su necesidad humana. En la línea hobbesiana del egoísmo (2002), Robert Greene nos coloca frente a lo “insoportable” de “la sensación de no tener poder sobre la gente y los acontecimientos”, concluyendo que todos somos lobos para el hombre ya que “nadie quiere menos poder, todo el mundo quiere más”, y para conseguirlo nos ofrece un catálogo de conductas alejadas de toda solidaridad (2009). Esto no deja posibilidad alguna al contrato social (Rousseau, 2007) o a las ideas libertarias, según las cuales el bien común puede y debe anteponerse al individual. No obstante, sea individual o colectivo, la idea de poder subyace en el fondo de este debate no resuelto.
Esta noción de poder nos remite, además, a la obligatoriedad de que sea ejercido por las instituciones tradicionales, esto es, un príncipe comprometido con el Estado (Maquiavelo, 2006) o la maquinaria burocrática del Estado (Weber, 1998). Este poder, además, es violento (Tolstoi, 2005), y tiende a la autoconservación y a la expansión (Pineda Cachero, 2007:103-104), es decir, se dota de los mecanismos necesarios para su supervivencia y para administrar cada vez más terrenos, por lo que no ha lugar a ceder soberanía:
“Quien ostenta una vez el poder en las manos no se dejará imponer leyes por el pueblo” (Kant, 2011:75).
Micropoder: el poder positivo
No obstante, esta concepción negativa del poder es muy limitada, puesto que se basa fundamentalmente en la violencia física, en la represión palpable o en la burda alienación del mecanismo estatal. La intención de diseño de un sistema de poder más totalizante y menos evidente es algo sobre lo que Bentham ya reflexionó a la hora de diseñar su sistema penitenciario:
“Si se hallara un medio de hacerse dueño de todo lo que puede suceder a un cierto número de hombres, de disponer todo lo que les rodea, de modo que hiciese en ellos la impresión que se quiere producir, de asegurarse de sus acciones, de sus conexiones, y de todas las circunstancias de su vida, de manera que nada pudiera ignorarse, ni contrariar el efecto deseado, no se puede dudar que un instrumento de esta especie, sería un instrumento muy enérgico y muy útil que los gobiernos podrían aplicar a diferentes objetos de la mayor importancia” (1989:33).
Bentham resume clarividentemente esta idea de vigilancia total al afirmar que “estar incesantemente a la vista de un inspector, es perder en efecto el poder de hacer mal, y casi el pensamiento de intentarlo” (1989:37), por lo que de esta manera se estarían controlando no sólo los actos, sino también las opiniones susceptibles de ser vertidas por la población. ¿Es posible, entonces, la existencia de un poder más allá de los límites del Estado y el gobierno?
“La teoría del Estado, el análisis tradicional de los aparatos del Estado, no agotan sin duda el campo de ejercicio y funcionamiento del poder. Actualmente éste es el gran desconocido: ¿quién ejerce el poder?, ¿dónde lo ejerce? Actualmente, sabemos aproximadamente quién explota, hacia dónde va el beneficio, por qué manos pasa y dónde se vuelve a invertir, mientras que el poder… Sabemos perfectamente que no son los gobernantes quienes detentan el poder. Sin embargo, la noción de clase dirigente no está ni muy clara ni muy elaborada (…) Asimismo, sería preciso saber hasta dónde se ejerce el poder, mediante qué relevos y hasta qué instancias, a menudo ínfimas, de jerarquía, control, vigilancia, prohibiciones, coacciones. En todo lugar donde hay poder, el poder se ejerce (…) no sabemos quién lo tiene exactamente, pero sabemos quién no lo tiene” (Foucault, 1988:15).
Pineda Cachero, quien también se asoma y aproxima al poder, responde a la pregunta planteada por Foucault de manera descriptiva, explicando que el poder lo detenta “una entidad organizada, ya sea unipersonal o colectiva” (2007:108), y no de forma sustantiva. Esta indefinición sobre el origen y autoría del poder será fruto de una de las preguntas que quedará sin resolver, pero que asimismo refleja su propia naturaleza. Para el filósofo francés, al menos, parece claro que “el poder no está localizado en el aparato del Estado” puesto que existen “mecanismos de poder que funcionan fuera de los aparatos del Estado” (1991:108), lo cuál no significa que, automáticamente, el Estado haya perdido su importancia dentro de la arquitectura del poder:
“No tengo ninguna intención de disminuir la importancia y eficacia del poder de Estado. Creo simplemente que al insistir demasiado en su papel, y en su papel exclusivo, se corre el riesgo de no tener en cuenta todos los mecanismos y efectos de poder que no pasan directamente por él” (Foucault, 1991:119-120).
Si existe poder fuera del Estado, ¿puede la anarquía ser un poder?; prosigamos. Este poder, que “no es una institución ni una estructura, o cierta fuerza con la que están investidas determinadas personas; es el nombre dado a una compleja relación estratégica en una sociedad dada” (Foucault en Acanda, 2000:11) y cuyo “funcionamiento es microscópico, capilar” (Foucault, 1991:89), es un poder cuya principal diferencia con el definido por la concepción clásica, es ser más productor que censor.
“Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa sólo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de como una instancia negativa que tiene por función reprimir” (Foucault, 1981:137).
Poder: ¿destrucción o producción?
Acordar la necesidad o no de la represión es una de las tareas pendientes del anarquismo, por lo que reconocer el poder como algo positivo o negativo –liberador o represor, represor del mal o represor del bien- es labor importante. Para autores como Manuel Castells, el poder “es siempre el poder de hacer algo contra alguien, o contra los valores e intereses de ese alguien que están consagrados en los aparatos que dirigen y organizan la vida social” (2011:37),es decir, es siempre autoridad y, por tanto, represión. No obstante, Van Dijk considera el poder como algo que puede emplearse de manera beneficiosa: “Es evidente y sabido por todos que el poder puede emplearse en muchos propósitos inocuos o positivos, como cuando los padres o los maestros educan a los niños, los medios nos informan, los políticos nos gobiernan, la policía nos protege y los médicos nos curan, cada uno con sus propios recursos especiales” (2009:41).
El poder, que “significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Weber, 2005:43) puede producir saberes, construir:
“El poder se construye conformando la toma de decisiones, por coacción o por construcción del significado, o por ambos a la vez” (Castells, 2011:257)
De hecho, si el poder descansase sólo en la figura de la represión más palpable, la de las balas y las porras, éste sería un poder fácilmente subvertible:
“Si el poder no tuviese por función más que reprimir, si no trabajase más que según el modo de la censura, de la exclusión, de los obstáculos, de la represión, a la manera de un gran superego, si no se ejerciese más que de una forma negativa, sería muy frágil. Si es fuerte, es debido a que produce efectos positivos a nivel del deseo –esto, comienza a saberse- y también a nivel del saber. El poder, lejos de estorbar al saber, lo produce” (Foucault, 1991:106-107).
Tanto es así, que “no es posible que el poder se ejerza sin el saber” (Foucault, 1991:100):
“Cuanto mayor es el papel de la construcción de significado en nombre de intereses y valores específicos a la hora de afirmar el poder de una relación, menos necesidad hay de recurrir a la violencia (legítima o no)” (Castells, 2011:35).
Además de ser un poder anónimo y constructivo, es, también, múltiple y difusa su dominación:
“Y por dominación no entiendo el hecho mazico [sic] de una dominación global de uno sobre los otros, o de un grupo sobre otro, sino las múltiples formas de dominación que pueden ejercerse en el interior de la sociedad. Y por tanto, no el rey en su posición central sino los sujetos en sus relaciones recíprocas; no la soberanía en su edificio específico, sino los múltiples sometimientos, las múltiples sujeciones, las múltiples obligaciones que tienen lugar y funcionan dentro del cuerpo social” (Foucault, 1991:142).
Este, en añadidura, no es un poder poseído, sino ejercido, algo en lo que coinciden Foucault (1991:135) y Castells (2011:39), a pesar de que Lukes considere esta perspectiva como incursa en la “falacia del ejercicio” (Lukes, 2007:130). El ejercicio del poder es realizado de manera reticular, en cadena, por lo que puede afirmarse que es relacional y no individual:
“El poder tiene que ser analizado como algo que circula, o más bien, como algo que no funciona sino en cadena. No está nunca localizado aquí o allí, no está nunca en las manos de algunos, no es un atributo como la riqueza o un bien. El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular. Y en sus redes no sólo circulan los individuos, sino que además están siempre en situación de sufrir o de ejercitar ese poder, no son nunca el blanco inerte o consistente del poder ni son siempre elementos de conexión” (Foucault, 1991:144).
Poder y discurso
Una de las principales armas de la propaganda anarquista es su retórica, puesto que a través del convencimiento y la concienciación es que esta ideología toma sentido y se hegemoniza. Es por ello por lo que es de vital importancia entender que el poder, además de poseer “su propio discurso”, tiene la potestad para ejercer su dominio sobre los de los demás. Para conseguir ocultar los discursos alternativos o rivales, el poder emplea, entre otras herramientas, el control del contexto:
“(…) defino esencialmente el poder social atendiendo al control, es decir, al control que ejerce un grupo sobre otros grupos y sus miembros (…) Si entre las acciones se cuentan las que son comunicativas, es decir, el discurso, estamos más específicamente ante el control ejercido sobre el discurso de los otros” (Van Dijk, 2009:30).
La importancia que tiene para el poder controlar los discursos, la comunicación, algo que Castell considera fundamental al asegurar que “el poder se basa en el control de la comunicación y de la información”, a pesar de que éste sea algo más que comunicación y la comunicación sea algo más que poder (2011:23), radica en que puede significar su intervención sobre la mente y sobre las opiniones de los individuos:
“El control no sólo se ejerce sobre el discurso entendido como práctica social, sino que también se aplica a las mentes de los sujetos controlados, es decir, a su conocimiento, a sus opiniones, sus actitudes y sus ideologías, así como a otras representaciones personales y sociales (…) Quienes controlan el discurso pueden controlar indirectamente las mentes de la gente” (Van Dijk, 2009:30).
No obstante, aunque sea una cuestión fundamental tanto a nivel científico como a nivel táctico para el poder, no existe unanimidad entre los teóricos de la propaganda al respecto de si es indispensable llegar o no a este estadio. Por su parte, Lasswell, admite que “durante el período de guerra” se concretó que “la movilización de los hombres y de los medios no era suficiente”, puesto que se hizo necesario “movilizar la opinión” (en Mattelart, 1993:87). Opuesta a esta apreciación se encuentra la obra de Jacques Ellul, para quien “the aim of modern propaganda is no longer to modify ideas, but to provoke action. It is no longer to change adherence to a doctrine, but to make the individual cling irrationally to a process of action” (1965:25)
Construcción del consenso
Si damos por válida la concepción positiva del poder, esta es, al margen de autoridades institucionales y censoras, así como la necesidad de ganarse el corazón y las mentes de los subordinados a este poder para que triunfe, la compatibilidad con el anarquismo es más que plausible. No obstante, ¿ello significa que bajo el poder no puedan existir rebeldes? ¿cómo se genera el consenso deseable para que el poder no sea meramente represor?
Entendemos el consenso como la aceptación, activa o pasiva, de la dominación del poder, siendo para éste uno de los pilares básicos de su ser y existencia. Es, por tanto, a través del consenso que el poder se siente legitimado frente a la sociedad, algo que a nivel táctico le es útil para anular acciones de los poderes alternativos. El consenso es, de esta manera, consentimiento:
“Por ese motivo el proceso de legitimación, el núcleo de la teoría política de Habermas, es la clave para permitir al estado estabilizar el ejercicio de su dominación (…) La legitimación depende en gran medida del consentimiento obtenido mediante la construcción de significado compartido” (Castells, 2011:35-36).
Deben de ser tanto la sociedad política como, sobre todo, la sociedad civil, las que mantengan el statu quo y legitimen el poder con su consentimiento, sea cual sea la naturaleza represiva del mismo y la frecuencia con que utilice la violencia evidente.
“El ejercicio normal de la hegemonía en el terreno que ya se ha hecho clásico del régimen parlamentario, está caracterizado por una combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran, sin que la fuerza supere demasiado al consenso, sino que más bien aparezca apoyada por el consenso de la mayoría expresado por los llamados órganos de la opinión pública” (Gramsci, 1985:124).
Es así que el poder se mantiene no sólo gracias a la coacción, sino también al consenso, a la compartición de imaginarios sociales (Rodríguez Prieto y Seco Martínez, 2007:6); sólo entonces podría desarrollarse la hegemonía del sistema.
Para ilustrar esta idea, Gramsci buscó ejemplos históricos y halló el modo por el que, durante la Revolución Francesa, la cuestión nacional que dividía a girondinos (federalistas) y jacobinos se resolvió favorable a éstos últimos, quienes controlaban París, y el papel que en ello tuvo el respaldo a la burguesía capitalina por parte del campesinado:
“La provincia aceptaba la hegemonía de París, esto es, los rurales comprendían que sus intereses estaban ligados a los de la burguesía” (Gramsci, 1985:117).
Para lograr que la burguesía, el proletariado y el campesinado aceptasen y comprendiesen que sus intereses han de ser comunes –o así lo pretende el poder para alcanzar la hegemonía-, se hace necesario, también, que la clase dominante entienda y ceda cierta soberanía, aunque sea de manera aparente (por ejemplo, a través de elecciones parlamentarias):
“El hecho de la hegemonía presupone tener en cuenta los intereses y la formación de un cierto equilibrio, es decir, que el agrupamiento hegemónico hace sacrificios de orden económico-corporativo, pero estos sacrificios no pueden afectar a lo esencial, porque la hegemonía es política pero también y especialmente económica, tiene su base material en la función decisiva que el agrupamiento hegemónico ejerce sobre el núcleo decisivo de la actividad económica” (Gramsci, 1981:173).
De hecho, la dominación económica es vital para la hegemonía, puesto que ésta descansa también en lo cultural. Alcanzar la hegemonía cultural es mucho más efectivo que el simple dominio (Rodríguez Prieto y Seco Martínez, 2007:3), y para lograrlo, es central el control de la producción económica. Gramsci vuelve a revisar la historia para realizar tal silogismo:
“Precisamente hasta el XVI Florencia ejerce la hegemonía cultural, porque ejerce una hegemonía económica” (Gramsci, 1985:145).
Gramsci también se ocupó del papel de los intelectuales en la construcción del consenso, como parte fundamental de la producción de la industria cultural. Mattelart lo explica así:
“A través del concepto de hegemonía, el marxista italiano señalaba que no bastaba con apoderarse del Estado y cambiar la estructura económica para transformar el orden antiguo; que en las sociedades democráticas, la cultura era un campo donde el consenso se construía a diario y que los intelectuales, mediadores modernos, jugaban un papel esencial en esa construcción” (1993:100).
Como podrá haberse advertido, la propaganda es fundamental en la construcción del consenso y, por tanto, también lo es la ideología transmitida, a pesar de que ésta sea entendida por algunos autores como un mero pretexto, dada la volatilidad con la que el poder es capaz de transmitir discursos ideológicamente incoherentes en función de cada coyuntura:
“La ideología dominante cumple con una función práctica: confiere al sistema cierta coherencia y unidad relativa. Al penetrar en las diversas esferas de la actividad individual y colectiva, cimenta y unifica (según palabras de Gramsci) el edificio social. Dotándolo de consistencia permite a los individuos insertarse, de manera natural, en sus actividades prácticas dentro del sistema y participar así en la reproducción del aparato de dominio, sin saber que se trata de la dominación de una clase y de su propia explotación” (Mattelart, 1986:32).
Es la hegemonía, por tanto, algo mucho mayor que el propio poder político, que el propio poder clásico institucionalizado y representado en la figura del Estado y de sus aparatos de represión. De esta manera, puede engarzarse el concepto de poder de Foucault que anteriormente hemos comentado con la idea de hegemonía gramsciana: ambos atañen a una significación relacional, expresada de múltiples formas. De hecho, Gramsci propone su propia diferencia entre el dominio y la hegemonía:
“Gramsci distingue entre dominio y hegemonía, entiendo al primero expresado en formas directamente políticas, que en tiempos de crisis se tornan coercitivas; y al segundo como una expresión de la dominación, pero desde un complejo entrecruzamiento de fuerzas políticas, sociales y culturales que constituyen sus elementos necesarios” (Hernández en Escobar Domínguez, 2011:19).
De esta manera, en torno al consenso anarquista, a la dominación anarquista de las relaciones económicas y culturales, puede construirse un poder libertador, positivo y creador manifestado en la propia dinámica libertaria y en cada pequeño paso que sirva para edificar la anarquía. En definitiva, un poder anarquista, o lo que es lo mismo, podemos afirmar que la anarquía es también un poder –y no un antipoder-.
Adrián Tarín
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