No me siento amenazada

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Hace unos días asistía a un debate con activistas de Grecia, activistas locales (entre los que nos encontrábamos varios anarquistas), y gente varia. El tema era la represión policial y, como no, por ser la mayoría del grupo de origen griego salió el tema de Amanecer Dorado. Para mi sorpresa una chica griega afirmó rotundamente: “no creo que Amanecer Dorado sea un problema tan grave para Grecia, yo personalmente no me siento amenazada.” La pregunta que me vino a la cabeza fue inevitablemente: ¿qué esconden estas palabras?

El grupo enmudeció un instante cuando las palabras de esta chica se hicieron presentes en la sala. Nadie contestó; el debate continuó sin más. Pero tras el encuentro no pude resistir la tentación de escribir esta pequeña reflexión. Como dije, el debate tenía como tema la represión policial, la cual intenté ligar con la represión estatal en términos de clase, pero mi intento se quedó en mera anécdota por no recibir el apoyo del grupo. Una vez que cambiamos al tema del fascismo creciente en las calles de Atenas, el grupo se dividió al instante en dos posturas bien diferenciadas: aquellas personas que defendían la acción directa contra les facistas, y las personas que argumentaban por una vía institucional acorde con las leyes vigentes.

Un chico griego daba en el clavo: “¿cómo nos vamos a proteger de los fascistas si actúan impunemente, apaleando en la calle a inmigrantes y homosexuales?” La citada chica replicó: “llama a la policía.” Pero lo que ella no sabía, o tal vez no quería saber, es que la policía en Atenas está profundamente ligada a los grupos fascistas. El chico siguió: “llama tú a la policía cuando diez nazis vienen corriendo con palos y armas.” Les que defendían la no-violencia se sumaron argumentando que contestar con violencia es rebajarse al nivel de les fascistas. Como si la violencia en su sentido más puro y abstracto fuera universalmente perversa. Como si la violencia no pudiera ser un medio para la consecución de un mundo mejor. Como si una agresión violenta y la autodefensa fueran la misma cosa.

No obstante, sea une misme partidario de la acción directa violenta o no, lo que no se puede argumentar con rigor y seriedad es que los nazis de Amanecer Dorado no son una amenaza simplemente por el mero hecho de no sentirse amenazade a nivel personal. Desde luego que ella no se siente en peligro cuando vuelve a su Atenas natal de visita: es blanca, de clase media-alta, educada, y griega. Además no viste con una estética que podríamos definir “de izquierdas.” ¿Por qué se iba a tener que sentir amenazada si perfectamente podría pasar por un miembro de Amanecer Dorado? Pero el problema de fondo, que es el que quiero esbozar en este texto anecdótico, es la falta de solidaridad para con otros seres humanos que sufren cualquier tipo de opresión. Como el joven Mario, homosexual y fascista declarado, la chica griega no entendía que su libertad personal se ve absolutamente negada en tanto que la libertad de otras personas es pisoteada, sean estas personas turcas, moldavas, u homosexuales. Lo que no parecía comprender es que la libertad personal se construye de manera social.

La solidaridad se limita hoy en día a puro teatro. La gente acude a manifestaciones pro Palestina pero luego siente indiferencia hacia el sintecho de su barrio. La gente dona dinero para les afectades de algún monzón en el lejano Sudeste Asiático pero luego le da igual si su vecino está desempleado y tiene tres hijes que mantener. Pareciera que la solidaridad solamente se pudiera ejercer a distancia, como evitando establecer relaciones humanas que nos pudieran suponer algún coste social. Donar dinero para personas del otro lado del globo no supone coste alguno más allá del monetario; establecer una relación social con tus vecinos supone invertir en tiempo, conversaciones, empatía emocional, comprensión, convivencia…

No estoy aquí negando la necesidad de establecer lazos de solidaridad internacional, sino que estoy intentando subir a la palestra algo tan sencillo como la cercanía humana, la cual escasea en nuestras ciudades capitalistas (en eso que llamamos “civilización”). Caminas por la calle y la gente evita mirarte a la cara; te montas en el metro y la gente busca sitios que no impliquen sentarse al lado de otra persona; si saludas a un desconocido en el autobús lo más seguro es que te miren con suspicacia. Ahora, buscamos lazos humanos en la distancia de la Cruz Roja o Médicos Sin Fronteras; buscamos amistades por Facebook (donde precisamente no hay coste social alguno más que hacer click en un botón); intentamos reafirmarnos como seres humanos significantes en un mundo que nos enseña a no ser solidaries con nuestro entorno social.

Tal vez esa chica griega no se sienta amenazada hoy por los nazis de su ciudad, pero lo que es una realidad objetiva e innegable es la miseria moral de su actitud; un hecho que no depende del individuo como tal sino de una sociedad enferma que, guiada por los principios liberales ya bien socializados, nos conduce a una vida asocial centrada en la propia persona. El fascismo es una amenaza para todes, se dé donde se dé; afecte a quien afecte directamente. La opresión debería gatillar lazos de solidaridad humana de forma automática, despertar sentimientos de ayuda mutua en las mentes menos oprimidas. Por ello nuestra revolución es social, no simplemente material.

 

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