“El secreto domina el mundo y, en primer lugar, lo hace como secreto de la dominación” (Guy Debord).
Día tras día, muy a pesar mío, me sumerjo en la insondable programación política televisiva –en sus sedicientes debates, se entiende- con la esperanza de encontrar algún disidente que, quizá por incidencia divina, arroje luz sobre una de las farsas más repetidas: la presentación, y representación, de que hay alternativas reales e ideológicamente diferenciadas sobre cómo asumir el poder o, en su defecto, de que todo distanciamiento ideológico ha de verse socavado en favor de un pacto por el crecimiento, la recuperación económica, etcétera. Realmente la diferencia de estas dos apreciaciones es mínima, de matiz, por lo que, en ningún caso, se las podría considerar disímiles entre sí.
La primera apreciación intenta hacer denotar al espectador que el poder, basado en un binario partidismo parlamentario, difiere en gran medida dependiendo de cuál de estos dos partidos ostente éste; de manera tal que de uno a otro las condiciones económicas –elemento último de imposición- variarán ostensiblemente, a pesar de que tomen exactamente las mismas posturas tanto en el poder como en la oposición. En verdad no sabría decir qué representación es más abominable: si la representación parlamentaria con disfraz de lucha dialéctica en sí misma, o más bien la representación de esa representación: la otra y pomposa pantomima dialéctica que se reproduce en los medios de tal o cual partido o ideología. En cualquier caso, queda claro que ambos partidos se someten al mismo poder hegemónico: el capitalismo, el cual no sólo implica un modelo económico basado en la libre relación mercantil entre Estados y/o personas, etcétera., sino que toma obligatoriamente un cariz ideológico y autoritario en tanto que se impone un modelo social basado en una rutilante iniquidad global, el acaparamiento del medio de producción, de la mano y medio de obra, por una minoría plutócrata, etcétera.
No podemos obviar, pues, que todo lo que se integre en este bloque hegemónico, que abarca desde el institucionalismo democrático hasta el más insignificante de los panfletos de los medios de comunicación sodomizados, queda contaminado por una ideología: la capitalista; y que, por tanto, no puede ofrecerse como cambio o modelo de oposición real, o al ofrecerlo se le valorará como una representación institucional sui géneris, es decir, se le tendrá por una pieza excepcional (en tanto que es una excepción, que no por buena) del engranaje de la megamáquina; se tornará un elemento más de esta desagradable performance. Que el sistema mismo sepa aglutinar tendencias más o menos antisistémicas no hace sino constatar esta realidad: pasan a ser una reproducción más, en mayor o menor medida, de aquello que combaten. Esta integración en ningún caso es anodina: puede resultar un verdadero cambio en situaciones puntuales o igualmente mostrarse incapaz para generar nuevos escenarios, enquistándose en el aparato institucional y burocrático. Cada escenario se verá necesitado de una u otra acción por lo que hablar en términos generales, como se suele hacer, me llevaría sin duda a errar. De cualquier modo, la tesis de este escrito no iría tanto a especular sobre estos supuestos, sino recalcar lo que en un principio podría resultar evidente, sobre todo para la persona ideologizada, pero no tanto por otras: el poder en ningún momento es algo neutral, algo que se muestra como natural, más bien al contrario, es una forma sutil de sometimiento que en el caso del capitalismo en concreto adquiere una sinuosa transparencia.
Como bien se ha dicho al principio, la segunda apreciación sería una consecuencia de la primera, un tentáculo proveniente del eje del poder, que lo sostendría en gran parte y que no se puede concebir sin el acaparamiento de éste (el poder mismo) de la estructura político-ideológica. Este aspecto no es más que otro banal teatrillo, otro espectáculo que consiste básicamente, y más aún en tiempos de crisis, en reflejar que han de eliminarse las no-diferencias ideológicas en base a una concepción utilitarista de la economía y de la sociedad (en este caso en favor del aclamado y sempiterno crecimiento económico, el cual, de forma irremediable e indudable, traerá la felicidad propia y ajena). ¿Por qué en ningún debate televisivo aparece alguien cuestionando esta, parece ser, verdad absoluta? Y si apareciese, ¿por qué no lo haría en más de un par de ocasiones sin oportunidad de que haya una presencia fija que en verdad permita el debate? Simplemente porque no conviene que la población cambie unos hábitos adecuados al modelo imperante. Y es que por desgracia la opinión pública no es más que la adecuación psicológica a la representación de su quehacer diario: medios de comunicación, principalmente. Se me podrá reprochar que los padres, amigos, profesores, el medios social en definitiva, también tiene una importancia sustantiva en el crecimiento intelectual, y es cierto, sin embargo, cuando estos son subproductos erigidos por el mismo sistema poco o nada influye en una opción diferente, más bien lo contrario, lo refuerza.
No he dicho nada nuevo ni especial, mas considero imprescindible la reiteración de esta escondida verdad (desde luego no en el ámbito libertario); haciendo hincapié en la cita de Guy Debord que he incorporado debajo del título y que viene a resumir en gran medida uno de los métodos más oscuros y sorprendentes de dominación jamás imaginados, y, así mismo, conseguir entrever entre esa oscuridad lo que se esconde: el capitalismo y sus mil formas de sometimiento humano.