La mala yerba (humilde homenaje a Yerma)

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ESCENA I

Sala de estar, paredes encaladas. En el tabique zurdo, el
hueco de una ventana. Al fondo, de izquierda a derecha, un
armario, una puerta con una cortina estampada recogida,
una mecedora y un pequeño sofá. Sobre este, colgados, dos
cuadros: un bodegón y una cacería de ciervos. Iluminación
total.
Isabel, desplomada en la mecedora, se seca sus últimas
lágrimas con un pañuelo de tela. Viste de luto, con pantalón
y rebeca. Concha, sentada en el sofá, rígida, permanece
callada, sin mirar a su hermana, y también ataviada para un
velatorio. Lleva mantilla, con la cara descubierta y un
anticuado traje negro.
Es la mañana de un domingo de noviembre de 1973, en el
campo andaluz occidental.

ISABEL. Bueno… pues ya está.
CONCHA. Sí.
ISABEL. (Reflexiva) Adiós a toda una vida.
CONCHA. Ajam.
ISABEL. ¿Te acuerdas de aquella vez en que casi quema el pajar entero para matar a una arañilla? (sonríe, intentando reponerse del llanto).
CONCHA. (Continúa pasiva) Claro.
ISABEL. Llevaba varias semanas enfermo, ¿verdad?
CONCHA. Ay, mira, déjame en paz. Qué más dará… ojalá esto fuera mi mayor problema.
ISABEL. No me extraña que te dé igual, nunca le has querido.
CONCHA. (La mira a los ojos) Para ti es muy fácil querer a papá, no has tenido que vivir con él todo este tiempo. A ti te dio la ciudad, ¡toda la ciudad! En cambio, a mí… a mí me dejó encerrada en esta casa, en este pueblo muerto.
ISABEL. Ya hemos hablado de esto muchas veces, no empieces con lo mismo, ¡qué aburrimiento! (CONCHA vuelve a mirar hacia otro lado. ISABEL le coge una mano. Inquieta, trata de cambiar de tema) Si no es papá, ¿cuál es ese problema?
CONCHA. No es nada. (Aparta la mano. Contradictoria) Es por papá.
ISABEL. No, no es por papá. A él no le quieres, ya lo has dejado claro antes. Tu mantilla, tu luto… tu velatorio es por otra cosa. Tu duelo está por dentro, en tu cabeza. (Pausa) Llevas toda la mañana perdida.

CONCHA suspira. Pierde la tensión en sus músculos. Se
desinfla. Parece que va a llorar.

¿Y bien?
CONCHA. Verás… mi marido…
VOZ DEL MARIDO. ¡Mujer, El chambergo! Que voy ya a la faena.

CONCHA va hacia el armario, lo abre de par en par y
descuelga la única prenda que hay dentro: el chambergo.
Recorre todo el escenario y sale por la derecha. Vuelve sin
el abrigo. Antes de sentarse se oye un portazo que asusta
visiblemente a las hermanas, que dan un respingo. Se
sienta, de nuevo, en el sofá. Disimula. ISABEL le da un
tierno empujón en el hombro, para que hable.

CONCHA. Estoy preñada.
ISABEL. (Contenta) ¡Encinta!
CONCHA. ¿De qué te alegras? ¡Es una tragedia!
ISABEL. (Burlona) Una tragedia, una tragedia… no dramatices. Es verdad que a esta edad puede ser peligroso, pero ¡es tan bonito! ¡una vida nueva!
CONCHA. Esa vida nueva nos va a devorar la nuestra.
ISABEL. Qué terrible eres (pausa). ¿Ya lo sabe tu marido?
CONCHA. No, y no va a tener noticia.
ISABEL. No vas a poder esconderlo para siempre. Además, él también tiene derecho a saberlo.
CONCHA. A ti siempre se te llena la boca de derechos, de justicia, de esto y de lo otro. ¿Pero cuáles son mis derechos? ¿Y los de mi marido? ¿Morirnos de hambre? ¡Ya no queda nadie en este pueblo! Todos se fueron a la ciudad, como tú, a las fábricas. Nadie quiere comprar ya nuestros animales o nuestras frutas. Tenemos que competir con toda esa comida mecánica, industrial. Se han vuelto todos locos. ¿Y tú quieres que tengamos otro hijo? No hay futuro en el campo, Isabel. Las manos del niño que viene nos van a ahorcar en lugar de ayudarnos a sostener la azada.
ISABEL. No estás hablando tú, yo sé que no estás hablando tú. No se cómo puedes decir esas cosas. Siempre te han gustado los niños… todavía no perdonas que Basilio se ordenara y no te hiciera abuela.
CONCHA. Sí, pero mi marido dice…
ISABEL. (La interrumpe) Ah, tu marido.
CONCHA. Sí. Mi marido.
ISABEL. Entiendo.

Silencio.

CONCHA. ¿Qué quieres decir con entiendo?
ISABEL. No tienes que tenerle miedo, lo comprenderá. Él también es parte de lo que llevas en tu barriga.
CONCHA. (Resignada) Me gritará. Toda la culpa es mía.
ISABEL. ¡No!
CONCHA. ¡Sí! (solloza). Yo desee a ese niño mientras le hacíamos. Pero mi marido… él nunca ha querido tener un hijo conmigo, ni siquiera a nuestro Basilio. Pensé empezar de nuevo, con otra criatura, educarla, mimarla. Por eso estoy embarazada. Pero tiene razón. Un hijo ahora… me va a abandonar cuando lo sepa.
ISABEL. Debes tratar de hablar con él, seguro que no se marcha. Aunque, si no, siempre te queda… lo otro.
CONCHA. ¿Lo otro?
ISABEL. Londres.
CONCHA. ¡Por los clavos de Cristo! Yo nunca podría hacer algo así…

Se va haciendo el OSCURO…

ESCENA II

Tarde en la plaza mayor del pueblo. Papel pintado sobre el
fondo, con varias casas blancas. Albero en el suelo.
Iluminación total.
CONCHA y dos VECINAS, ancianas, zurcen retales sentadas
en unos taburetes de mimbre. El de la VECINA 1 es más
pequeño que los otros dos. CONCHA está en medio de ambas. Ya no viste de luto.

CONCHA. …pero bueno, también me dijo que estaba la posibilidad de, ya
sabéis… lo otro.
VECINA 2. ¿Lo otro?
CONCHA. Londres.
VECINAS. ¡Por los clavos de Cristo!
CONCHA. (Simulando diversión) Lo mismito dije yo.
VECINA 2. Cómo se le ocurre ni siquiera pensar que tú…
VECINA 1. (Interrumpe) La de disgustos que nos hubiéramos ahorrado nosotras si en su día también hubiéramos podido.
VECINA 2. Dime si tú serías capaz de hurgarte en las entrañas para matar a tu propio hijo.
CONCHA. Ay mujer, pero…
VECINA 1. Tu hijo, tu hijo. Pero si eso al principio no es más que una bolita.
VECINA 2. Al principio, tú lo has dicho.
CONCHA. (Tímida) Yo me lo noto desde hace 2 meses.
VECINA 1. ¿Ves? Dos meses no es nada, una bolita.
VECINA 2. Pues tú misma también fuiste una bolita con dos meses y seguro que no te hubiera gustado que te desparramasen por ahí como un flan estrellado en el piso.
CONCHA. (Empalidece) Eso… eso no es así.
VECINA 2. ¡Uy, que no!
CONCHA. Mi hermana nunca me ofrecería hacer algo así.
VECINA 1. ¿Y no crees que la Jacinta si hubiese podido elegir habría tenido al retrasado de su hijo?
CONCHA. No es tan bobo… es diferente.
VECINA 1. ¿Y Rosarito, la de la Luisa, que tuvo dos que se le murieron flaquitos, casi al nacer, de no tener nada que echarse al gañote?
CONCHA. Pero es que su marido se pasaba los días y las noches en la cantina.
VECINA 1. (A la VECINA 2) ¿Y tú, tú misma, nunca has pensado que si no hubieras tenido tan jovencita al primero de tus hijos no te habrías tenido que casar con un hombre que te desprecia? ¿Qué hubiera pasado si no lo hubieses tenido?
VECINA 2. (Se pincha varias veces la yema de sus dedos con la aguja y la refriega sobre la tela blanca que cose, manchándola. Trágica) ¡Esto! ¡Esto habría pasado! ¡Sangre! La misma que a las mujeres nos da la muerte dos veces, una cuando empezamos a sangrar y otra cuando lo dejamos para siempre.
CONCHA. Pero allí te operarán, será todo muy limpio, no como aquí. La gente está más preparada, más educada. Tienen más dinero. Y seguro que no duele.
VECINA 2. ¿Sabes qué es lo que te hacen en Londres? (CONCHA muestra su interés acercando la cabeza hacia su interlocutora) Te tumban en una camilla, te abren las piernas y con un ganchito, con una percha, te revuelven por dentro y te sacan al niño pinchado en el alambre.
CONCHA. (Se toca la barriga, con gesto de dolor) No puede ser…

Mira a la VECINA 1, que asiente con la cabeza y los ojos
cerrados. Pausa. CONCHA se resiste a creerlo.

¿Y tú eso cómo lo sabes?
VECINA 2. (Misteriosa. Confidencia) Por mi hija, la menor. ¿Te acuerdas que estuvo de criada de los Salmerón? Pues a la niña de la casa la preñó, dice, el párroco viejo, el que estaba antes, y para que nadie se enterara, ni el obispo ni los amigos de la familia, el cura le fue con el cuento de Londres al señor, y allá que se la llevaron. Y la niña volvió, sin hijo, pero sintiéndose todas las mañanas la percha por dentro.

Se repite la mímica anterior. Vuelve a asentir la VECINA 1.

VECINA 1. Con la Iglesia hemos topado.
CONCHA. (Preocupada. Chista) Que como te oiga alguien…. ¡Qué cosas tienes!
VECINA 1. ¿Quién? Si este pueblo está vacío. Echo de menos que alguien nos oiga… Pues anda que haberse ido la repipi tan lejos para hacerse esa chapuza.
CONCHA. Y con la cosa tal y como está (gesticula dinero, paseando el pulgar por el índice y el corazón de su misma mano).
VECINA 2. Mira, Concha, tú sabrás a quien quieres tener contento. A Dios o a tu marido.
VECINA 1. Lo que yo diga.
VECINA 2. Piensa. Piensa en ese pobre niño, ¡o quizá niña! Tu primera hija, que no quieres dejar nacer. Que quieres matar. Y Dios lo ve todo, y todo lo castiga.
CONCHA. Sí, pero, también puede ser lo mejor. No tenemos ni para nosotros, si encima tenemos un bebé… lo deberá comprender.
VECINA 2. Dios no entiende de los problemas de la tierra, que por serlos, tienen menos valor. Él se encarga del alma, de tu alma, y la verá negra cuando la reciba si haces lo que estás pensando.
CONCHA. Yo no estoy pensando nada.
VECINA 2. Sí piensas, y piensas mucho. Eres curiosa, como Eva. La curiosidad no mató al gato, mató a la mujer, a la Humanidad. Las mujeres deben ser menos curiosas y más trabajadoras. Y deberse a lo que se tienen que deber.

La VECINA 1 se ríe, pero nadie le acompaña. Pierde
progresivamente la risa. Comprende que el parlamento de
la VECINA 2 es sincero y compartido. Breve silencio. Recoge
sus telas y ovillos. Se despide. Mutis.

¿Ves este escabel? (señala la banqueta de la VECINA 1) Se ha quedado vacío. Vacío. Nada. El espejo de su vida, solitaria. De la
sequedad. Quiere que no tengas al niño, como ella, para que estés así hasta que mueras, sin nadie. Con la silla vacía. Pero no le hagas
caso, y sigue cosiendo. Deja ya ese vestido ridículo que quieres hacerte, tú misma sabes que no lo vas a poder estrenar nunca. Eres
una madre, no una de esas de las revistas. (Cambia el tono, más cariñosa) Sin embargo, puedes hacerle unos zapatitos al bebé. Tengo en casa lana rosa.
CONCHA. (Nostálgica) Sería bueno que fuera una niña.
VECINA 2. Una preciosa niña, viva. A la que arropar cuando tenga frío. Que se ría cuando le hagan cosquillas. Que llore cuando tenga miedo, y quiera que le enciendas un candil. (Le acaricia la cabeza, entrelazando sus dedos por el cabello) Cuídala. Cuídala mucho. Estar embarazada es una recompensa, no un castigo. Pero ya notarás esa satisfacción, no te preocupes. Sabrás que no te has equivocado cuando la balancees entre tus brazos, como una luna menguada, noche tras noche.
CONCHA. Noche tras noche. Balanceándola…

Se va haciendo el OSCURO…

 

ESCENA III

Noche en el mismo escenario que en la Escena I. Penumbra.
Iluminación tenue.
CONCHA permanece de pie, cerca de la ventana, inquieta.
Porta una vela encendida sobre un plato. El MARIDO está
sentado en el sofá. Afila una estaca con una navaja.

MARIDO. Pues no que me dice que el pecado original de los andaluces es la pereza. ¿Te lo puedes creer?
CONCHA. No.
MARIDO. Pues créetelo, créetelo. Este patrón cada vez está más insoportable. Estoy en planta a las cinco de la mañana para darle de comer a la burra, a los pollos y a los puercos, que por no comer ni como, y luego me voy a la labranza a echar allí todo el día, llueva o truene. Catorce horas del día con la herramienta en la mano y el mindundi este solo se llena las botas de tierra cuando viene a cobrar. La ciudad sí que ha traído nada más que ladrones y flojos. (Pausa) ¿Qué has hecho de cena?
CONCHA. Caldo de puchero y patatas hervidas.
MARIDO. ¿Con yerbabuena?
CONCHA. No. ¿Quieres?
MARIDO. Échale, anda.

CONCHA sale por la puerta de la cortina recogida.

MARIDO. (A voces, para que CONCHA le oiga). La pereza, la pereza… ¡la vida entera enfangado de mierda hasta las rodillas! Que hasta me huele el sudor a abono. ¿Sabes lo que tendríamos que hacer? No, no, nada de irles a los concejales, los politicastros no sirven para nada. Tendríamos que denunciarle a la Guardia Civil. ¡Que baje Dios y niegue que este diezmo que nos cobra no es un robo en toda regla! Y que lo metan en Carabanchel o por ahí, no en El Puerto, no vaya a ser que se junte con los vagos y los maleantes (Ríe, satisfecho).

CONCHA regresa por la misma puerta y se acerca, de
nuevo, a la ventana. Mira a través de ella.

(Hacia CONCHA, explicándole) Los vagos y maleantes, nosotros, los andaluces, según el tipo este, claro. Bueno, da igual. A ti nada de esto te hace gracia, ¿no es así? Siempre te ha dado igual todo. ¡Claro! Como el que tiene que trabajar soy yo… tú aquí, en casita, con tus
animalitos y tu comidita.
CONCHA. Oye…
MARIDO. Y encima tengo que decirte yo cómo tienes que hacerlo, que todavía no has tenido tiempo para enterarte de que el consomé me gusta con yerbabuena.
CONCHA. Escucha…
MARIDO. Y las papas, sosas, como siempre. Y no será porque no tenemos sal, que todos los días vienen de los esteros con carretas llenas de sacos.
CONCHA. (Deja el plato con la vela en el remate. Se da la vuelta; le mira) ¿Puedo…?
MARIDO. (Importunado) Qué.
CONCHA. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Silencio.

Hoy, en la plaza, esta tarde, me he cruzado con Carmina, la gallega, y me estuvo contando que en una tierra que tiene, detrás del establo, en su casa, que la tenía baldía, está empezando a salir un tallo. No se lo esperaba. Dice que parece que es de rosa, pero cree que se le va a marchitar antes de florecer. Y eso: no sabe qué hacer, porque tendría que cuidarla, fertilizarla, regarla, protegerla de los pulgones, que ahora que empieza a refrescar tampoco debería haber muchos, pero nunca se sabe. ¿tú qué piensas?
MARIDO. ¿Las rosas se comen?
CONCHA. No.
MARIDO. ¿La va a vender?
CONCHA. No.
MARIDO. Entonces, no va a sacarle dinero a cultivarla, ¿no?
CONCHA. No…
MARIDO. Pues ¿hace falta que te diga entonces lo que pienso?
CONCHA. Bueno, pero… la rosa adorna. Y es bonita. Y vive.
MARIDO. No todo lo que vive es bueno, Concha. Dices que creció en tierra muerta, ¿no es así? Pues de lo muerto solo puede salir algo peor que un muerto. Gusanos, podredumbre. No merece la pena prestarle más atención.
CONCHA. Pero…
MARIDO. (Clava la navaja en la mesa, y comienza a contonear la estaca afilada como una lanza, tal que si fuera un florete) Mala yerba, Concha, mala yerba. O se corta de raíz, o la arrancas con tus propias manos, o ese campo ya no va a servir ni para soltar los bichos a trotar, ¿comprendes? (Pausa). La vida es otra cosa que andar entretenido en caprichos. Bastante tenemos con los quehaceres como para perder el tiempo en florecitas que tarde o temprano acabarán viejas, retorcidas o masticadas por alguna yegua.

CONCHA se da la vuelta. Apoya los brazos en la cornisa de
la ventana. Vuelve a mirar por ella. El MARIDO coge de
nuevo la navaja y raspa el palo.

Dile a Carmina que mate al tallo antes de que crezca. Y que no malgaste el material en una simple flor, teniendo todavía que labrar
todas sus tierras. (Pausa) De esas cosas se tiene que encargar su marido. (Pausa) ¿Qué andas mirando tanto?
CONCHA. Nada…
MARIDO. ¿Nada?
CONCHA. Sí, nada… La luna… que está menguando…

Se va haciendo el OSCURO…

 

ESCENA IV

Día en el mismo escenario que en la Escena I y III, pero la
cortina de la puerta no está recogida, y el armario está
abierto. Nadie. Iluminación total.

VOZ DEL MARIDO. ¡Mujer, El chambergo! Que voy ya a la faena.

Silencio.

VOZ DEL MARIDO. ¡Mujer, El chambergo!

Silencio.

VOZ DEL MARIDO. ¡Concha, joder!

Silencio. El MARIDO entra por la derecha, maldiciendo.
Recorre el escenario. Va hacia el armario. Le indigna que
esté abierto. Va a coger el abrigo y lo encuentra en el suelo
del ropero. No hay nada más. Confundido, lo recoge y se
viste. Inicia el mutis, visiblemente dudoso aunque tranquilo.
Suena un portazo. Por debajo de la cortina asoma un fino
hilo de sangre, que poco a poco invade la sala.
Se hace el OSCURO final.

Adrián Tarín

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