El patriarcado, como sistema, tiene como función determinar ciertos aspectos y comportamientos de aquellos sujetos sometidos a él; esto es tanto la mujer como el hombre. No pretende este ser un ensayo de carácter científico-social como el excelente ejercicio al cual parafraseo en el título, sino más bien unas anotaciones en torno a unas influencias, quizás menos estudiadas, de las jerarquías de género en la sociedad capitalista contemporánea.
Los tentáculos del patriarcado no sólo succionan e inmovilizan a la mujer en una posición determinada del organigrama vertical de género, sino que encasillan, como consecuencia, también al hombre. Quizá puede pensarse, y se tendrán grandes dosis de razón superficial, que su situación es de privilegio, si consideramos el ejercicio de dominio como una circunstancia positiva. No obstante, la dominación, aunque a corto plazo pueda resultar beneficiosa para el poderoso y dañina para el desposeído, es un fenómeno maligno bidireccional.
Los imaginarios creados por el patriarcado vinculan tanto a la mujer como al hombre, aunque en graduaciones diferentes. A la simplificación y asignación de roles (que afectan por igual), las mujeres han de sufrir la estigmatización, circunstancia de la que los hombres tienen la lógica oportunidad de librarse por situarse en el pedestal jerárquico. No obstante, como digo, los roles impuestos afectan a ambos sexos, y no precisamente de forma emancipadora. Si bien la mujer ha de ser sumisa y débil, el hombre ha de ser dominante y fuerte. A priori, los hombres pueden pensarse beneficiados por este reparto cultural de papeles. Sin embargo, la dominación y la fortaleza son armas de doble filo que empobrecen su capacidad de relación social.
Los hombres, desde su infancia, crecen en la creencia de que mostrar algún signo de empatía o sentimentalismo supone ausencia de virilidad. Llorar en público, abrazar o besar a un amigo, no poseer destrezas deportivas, jugar con muñecas, vestir alguna prenda color rosa, no tener una complexión atlética o mostrar simpatía hacia los animales o hacia canciones románticas, por citar algunos comportamientos o aficiones, es sancionado en base a una supuesta pérdida de la masculinidad (cuyo germen es la penalización de la homosexualidad y la atribución de fragilidad femenina), eliminando o alterando la identidad del niño. Estos imaginarios sociales se perpetúan durante gran parte de la vida del hombre -si no toda-, afectando a su capacidad de amar y a su creatividad. Generan tabúes, limitaciones a la libertad. Las representaciones que difunde el patriarcado -y que soportan tanto mujeres como hombres- empobrecen las interacciones entre ambos sexos y entre iguales. Si el sistema concibe una dicotomía entre el Bien (el hombre) y el Mal (la mujer), todo aquel comportamiento asociado a la mujer alejará al hombre de sí mismo, es decir, del Bien.
Además, el Estado posee los mecanismos necesarios para beneficiarse de los roles de género masculinos en su autodefensa. La propaganda militar o policial se nutre de valores ya existentes en la sociedad -la virilidad como sinónimo de gallardía y como antónimo de feminidad- para cumplir el primero de sus propósitos: persuadir al hombre común de que debe ir a/apoyar la guerra. Los diez mandamientos de la propaganda de guerra de Lord Ponsonby, que pueden resumirse en todo lo que haga yo está bien y todo lo que haga el enemigo está mal, finalizaba con un recurrente “los que ponen en duda la propaganda de guerra son unos traidores”. Es decir, quien contravenga las leyes de la masculinidad será una mujer y, por tanto, será una traidora. El honor, la valentía, el patriotismo, el orgullo, etcétera, son valores que pueden practicar tanto hombres como mujeres, pero serán los primeros quienes lo adopten como característica innata, y aquellas mujeres honorables o valientes habrán adoptado roles viriles -y tendrán que comportarse como tal, reprimiendo sus sentimientos y su identidad-.
Así, se repite necesario hacer pedagogía feminista para evitar caer en la maniquea percepción de la guerra entre sexos (concepción habitualmente compartida entre los hombres [1]) y comprender que el enemigo a batir es un fenómeno cultural, no biológico, y que la lucha en defensa de la igualdad de género no es un acto solidario del hombre hacia la mujer, sino un frente común de afectación general.
Adrián Tarín
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[1] Algunas teorías feministas atribuyen a causas naturales la aparición de la guerra, haciendo hincapié más en una serie de características biológicas del hombre que en la atribución cultural de roles, así como observan una prolongación fálica en la morfología de misiles y balas. En mi opinión, no son teorías adecuadas.