La verdad de esta sociedad no es otra cosa que la negación de esta sociedad —Guy Debord.
El nacionalismo es, sin duda, la negación de la sociedad a la que dice representar, entendida ésta como el conjunto de individuos que se asocian voluntariamente para proporcionarse una mejor vida los unos a los otros; pues, mientras que los políticos estadistas e idolatras de su poder arrojan todas sus alabanzas, éste, solemne, aniquila el querer del cúmulo de individuos que lo conforman. Estos son importantes en tanto producen riqueza para la nación. Podemos afirmar entonces que el conjunto real-sociedad está subyugado al conjunto irreal-nación. Pero, ¿hasta qué punto es esta sociedad real y tangible? ¿No resulta igualmente una entelequia? ¿Qué lazos se extienden entre nosotros más allá de languidecer bajo el mismo Estado o nación? De ningún modo podemos separarlos y hacer una distinción clara de qué es cada uno. Ambos son negación del otro. Podemos definir nación como sociedad y sociedad como nación, son términos ambivalentes que tienen como fin común la negación de la singularidad vital. Siendo esta doble negación la afirmación de la infausta situación a la que se ve abocado el sujeto que la forma, ya sea por voluntad propia o por imposición. Resumiendo: ambos son lo mismo y su finalidad es compartida: engullir la vitalidad de los individuos que contiene, así como el esfuerzo de los pequeños grupos afectivos que en esta máquina aséptica se puedan desarrollar.
De tal forma, por ejemplo, el derecho a vivienda es un elemento aplicado al conjunto social, y por ende pretendidamente individual, aun cuando no sea así, que es, y esto es innegable, incumplido sistemáticamente o, mejor dicho, sistémicamente, ya que podemos ver mendigos e indigentes en cada esquina, de cada barrio y de cada ciudad del país. Probablemente estos individuos sepan de su derecho a la vivienda, surgido de su inalienable derecho a la vida, como así también lo son su derecho a la alimentación, a la vestimenta u otras, mas no son capaces de proporcionársela, pues están sujetos y atados de pies, manos y pensamiento por la sociedad que se lo niega. Las viviendas desocupadas son consecuencia de la iniciativa individual, corporativa o propiamiente estatal (ente social) y surgen por el no pago, por la invalidación de ésta, por su embargo, etcétera., pero es la sociedad la que evita que sean ocupadas por el que no posee nada. No es otra más que la sociedad la que teme que se ocupen de forma ilegal, ya sea por inseguridad, por supuestos principios morales, o porque a sus integrantes es lo que le han soplado al oído desde que tienen recuerdos, esto es, que no es relativamente importante que el congénere humano muera aterido de frío a la puerta del Palacio de Liria, siempre y cuando el cadáver no caiga en la propiedad privada de la duquesilla ni la podedumbre del exánime mancille sus suntuosos jardines nobiliarios. Por tanto, el individuo que no posee bienes vitales no ha de confiarse el conjunto irreal nación o sociedad, Estado, Dios, etcétera., [1] sino que ha de confiarse a sí mismo. ¿No tengo techo bajo el que abrigarme los gélidos días de invierno? Bien, lo ocuparé. ¿No poseo hoy qué comer? Bien, lo tomaré. ¿No tengo actividad que realizar? Bien, la realizaré. ¡Basta de conciliar el frío, el hambre o la abulia con la creencia de que vendrán a rescatarnos! Es bien seguro que llegará reiteradamente la nación, la sociedad, el Estado, a tirarte a la calle, a apresarte entre muros, a humillarte, pero no puede nadie cejar en su empeño de vivir con dignidad. ¡Si el sistema está tan degradado que no puede procurar vida digna a todos, que no sean todos los que se arrodillen, sumisos y asustados, a un futuro incierto! Y no nos confundamos, lo vital no es una televisión, ni un coche, ni un frigorífico, ni un opulento habitáculo, ni majestuosas viandas, etcétera., no pretendas quedarte ahíto de caviar todos los días, empero si no tienes qué llevarte a la boca, ¡no caigas en la limosna! (¿Hasta qué punto de degradación humana hemos llegado que podemos vivir, lastimosamente eso sí, mientras nuestros hermanos mueren por doquiera?) Únete a otros como tú y ocupa, roba, lo que sea, con tal de conseguir un sustento que te permita subsistir; y no te escondas, es más, ¡haz saber por qué robas comida, por qué ocupas viviendas, por qué, en fin, quieres vivir con dignidad! Haz saber a la sociedad, a la nación, que, o te procura lo mínimo para vivir o tú mismo, siendo humano e inteligente, lo tomarás.
Y se me podrá tildar de ser parcial y demagogo, de fomentar la violencia irracional o incluso de ser un sujeto antisocial. También se me podrá echar en cara que ciertas sociedades más avanzadas, dígase países nórdicos o helvéticos, sí cubren las necesidades mínimas a sus conciudadanos. ¿Cómo poder renegar de esas idílicas sociedades paternalistas? ¡Sólo un loco lo haría! Pues bien, yo reniego de esas cálidas y tiernas sociedades, tan deleznables como las sureñas o cualquiera que siga el modelo parlamentarista-capitalista. ¿Por qué? Porque, como se dijo en la introducción de la anterior reflexión, estas sociedades no son en verdad más que naciones con ciudadanos exaltados. Es decir, no van más allá de naciones, de estados, parasitarios del esfuerzo individual y colectivo de su pueblo, renegando del concepto humano. Estos países succionan con tanta vehemencia el esfuerzo colectivo e individual que después, ahítos de todo, procuran darles lo mismo a sus ciudadanos; regocijándose estos últimos de su lamentable suerte. ¡Todos, absolutamente cada país del mundo tiene como paradigma a los Estados nórdicos! Son el paraíso capitalista hecho asfalto, edificio, compañía, impuesto y lágrima. Sin embargo, de lo que no parecen percatarse estos ávidos políticos nacionales y supranacionales, tertulianos todos, y demás secuaces, es que es inviable, por no decir esperpéntico, el pretender la impronta de este modelo al mundo: ¡Es imposible! Para que esos nórdicos disfruten de su bienestar, y no digo yo que sólo sean ellos, otros han de sostenerlos. Es la clásica dicotomía capitalista: unos sujetan el peso de otros, los más de los menos, los muchos de los pocos. Así que esos países tan idolatrados y perseguidos por los progresistas de todos los lares no son sociedades en el sentido hermoso de la palabra, es decir, comunidades de individuos con lazos afectivos palpables y fraternales, sino industrias fiscales arraigadas en la psique humana mediante el concepto de nación, por lo cual resultan altamente repugnantes. Abrazarse o confiarse a tales concepciones quiméricas sólo nos podrá llevar a caer nuevamente en el pútrido parlamentarismo, en el inicuo capitalismo y en el anacrónico nacionalismo como, por otra parte, nos ha demostrado no pocas veces la historia.
[1] Creo que convendría aclarar que uso indistintamente sociedad, Estado y nación porque, a pesar de los fructíferos debates que se han llevado a fin de delimitarlos, son un todo. Al igual que Dios en la liturgia cristiana está conformado por otros entes quiméricos tales como el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo, y estos a su vez se encuentra dispersos de forma ecuánime en toda la realidad; para mí, Estado, sociedad y nación son un mismo todo que se reparte indistintamente entre los individuos, oprimiéndolos y subyugándolos, ya sea por creencia en uno u otro.