«Pero ¿qué es la democracia en la libertad sino la República?» —Miguel Bakunin; Federalismo, Socialismo y Antiteologismo.
La República siempre ha sido tomada, al menos en la modernidad, como la representación unívoca de justicia social. De una u otra forma, sigue siendo esa mujer semidesnuda que coronada por un gorro frigio guía al pueblo hacia la consecución de una mayor libertad e igualdad para toda la humanidad. Así mismo, tampoco puede desligarse a ésta de la razón, la ciencia, la laicidad y la democracia. No se puede divorciar, en fin, de todos los buenos y sanos hábitos, pensamientos y aspiraciones que el ser humano ha concebido para consigo mismo y para con los demás, en un intento manifiesto de unirse fraternalmente.
El grito político del siglo XVIII —de finales de siglo, eso sí—, XIX, XX, e incluso de nuestro incipiente XXI, se puede resumir con un portentoso ‘¡Viva la República!’. ¿Cuántos hombres y mujeres habrán muerto por esta declamación o por decirse resueltamente republicanos? Seguro que demasiados. Pero, como suele suceder, cada muerte pasa a ser una confirmación de la razón del ideal, de su necesidad. Cada régimen fecunda el siguiente con la sangre de los ideales más progresistas, es decir, más radicales, en cuanto que van a la raíz del problema. De tal manera, el Antiguo Régimen quedó sepultado bajo la novedosa Monarquía Constitucional y ésta, la mayoría de las veces, quedó relegada a su vez por la nobilísima República; con la llegada de la última parece verse siempre el final del padecimiento, aun cuando no sea así, y la euforia es comprensible y humana. Sin embargo, el pensamiento humano sigue su curso, no totalmente ajeno a la realidad concreta, pero sí de una forma bastante independiente.
En España, cuando en el 1873 se proclamó la Primera República Española, a pesar de las numerosas esperanzas depositadas en ella, ya había personas que ansiaban más libertad e igualdad de la que ésta podía concederles: los llamados republicanos federalistas ‘intransigentes’, fervientes partidarios del republicanismo más radical, que para el caso venía representado, curiosamente, por el federalismo pactista y socializante esbozado por Pi y Margall en su impresionante libro La Reacción y la Revolución, escrito casi veinte años atrás. La revolución era, pues, inminente y así comenzó a los pocos meses de la proclamación de aquélla la Revuelta cantonal. La libertad, incompleta aún, se situaba ya por delante de los timoratos que se refugiaban en el Congreso y que la rehuían a toda costa. Con todo, el conato de revolución fue reprimido por el Estado; aunque sin duda alguna dejaba el camino expedito para que surgieran ideas más radicales, más avanzadas si cabe. La Comuna de París no tardaría en demostrar esto que digo. Mas volviendo a España, no sería hasta la Segunda República Española que se renovarían todas las ensoñaciones republicanas: parecía abrirse un nuevo horizonte para el obrero, el campesino, la mujer, el niño, etc. Pero las ensoñaciones son eso, entelequias. No hace falta extenderse demasiado aquí, pues los hechos acaecidos en Casas Viejas, así como la aplastada Revolución del 34, guste ésta más o menos, así lo evidencian. El Estado, que es reaccionario en sí mismo, más allá de todas las empresas educacionales llevadas a cabo y que eran de agradecer, mostraba su verdadero rostro. Si argüía hace un rato que cada régimen fecunda el siguiente con la sangre de los ideales más altos, he aquí la prueba. Y da igual cómo se muestre la República mientras en su seno se distinga todavía al Estado, que siempre termina por frena al ser humano. El caso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) es paradigmático. La República, imbuida por el Estado hasta el paroxismo, demostró ser más reaccionaria que muchos otros Estados constituidos en régimen liberal, por no decir la mayoría.
Pero ¿a qué viene este exordio? Mi intención es simplemente denotar cómo la República, tal como se ha concebido hasta ahora, esto es, bien como elemento meramente político sustraído de la realidad económica (véase la noción republicana liberal), o bien como unión de ambas, pero con un Estado omnímodo de por medio (véase la noción republicana soviética, o marxista si generalizamos), no sirven ni representan en última instancia los ideales que plasmaba en el inicio del escrito: Libertad, Igualdad, Fraternidad, en estos modelos republicanos, son palabras pintadas en una bandera o en una moneda, es decir, no son nada.
¿Y es que hay acaso otro tipo de República? Dejando de lado todos los esquemas republicanos que son en sí mismos derechistas, sí, sí la hay. En principio puede parecer extraño que un anarquista vindique un tipo de modelo republicano, mas no es así, ya que ateniéndome a su significación etimológica, la palabra República, de res; cosa o asunto, y publica; del pueblo, puede casar con suma perfección con una visión de la sociedad con rasgos claramente ácratas. Lo primero que hay que tener en cuenta es que lo público no es lo estatal, como tampoco la sociedad es el Estado. Admitir que sociedad y Estado son una misma cosa pasa por ser el súmmum de la perversión ideológica, algo así como creer en una Santa Trinidad sin trío. De cualquier modo, esta República sui géneris e hipotética debería articularse indefectiblemente bajo dos nociones básicas:
– En primer lugar, bajo la bandera del socialismo, que permitiría, previa socialización de los medios de producción mediante la autogestión, es decir, sin Estado de por medio que usurpe nuevamente a los trabajadores su industria, el reparto equitativo y cooperativo de todas las funciones económicas, permitiendo y fomentando a su vez la ayuda mutua. A falta de desarrollarlo más, el socialismo permitiría, en cualquiera de sus formas anarquistas, conseguir que la igualdad se acercase más al ser humano.
– En segundo lugar, a través de un genuino federalismo, socavaría todos los poderes del Estado, si no destruyéndolos, pues esto parece a priori imposible, sí dividiéndolos todo lo que puede. Sólo se destruye lo que se sustituye, decía Malatesta, y en este caso el federalismo cumple perfectamente su función. El federalismo sería el esquema según el cual todas las relaciones económicas y sociales se estructurarían, despojando al centralismo, antidemocrático siempre por más que se insista, toda su fuerza y preponderancia.
Pero no sólo eso, ya que el federalismo sería el corrector de todas las imposturas de índole nacionalista que nos asolan. Por ejemplo, aunque no sea exactamente igual al federalismo anarquista, durante la Revuelta cantonalista, el Cantón de Cartagena solicitó a EEUU entrar en su federación, obviamente no por afinidad cultural, sino por afinidad ideológica. Por poner otro ejemplo, al Cantón de Valencia se unieron numerosas comarcas colindantes, pero no todas, pues algunas querían mantenerse independientes. Así, sin respetar pamplinas históricas, culturales, geográficas, etc., las federaciones y confederaciones serían absolutamente volubles en tanto que se basarían en un modelo volitivo y espontáneo y no en atavismos inexistentes y estúpidos.
Por tanto, y he aquí el motivo de este artículo, la República, alejada de todas las miserias estatales y centralistas; despojada también de todo parapeto capitalista y liberal, no es otra cosa que el ideal anarquista en toda su expresión. El federalismo mata el Estado; el socialismo, el capitalismo. Si éste representa la libertad, la igualdad y la democracia en la producción y en la economía, aquél representa la libertad, la igualdad y la democracia en la política. Y ambos, añadidos a todas las libertades sociales e individuales esenciales, no son otra cosa que la anarquía, es decir, la res publica en toda su extensión. En pocas palabras, nadie mejor que la anarquía representa los ideales republicanos de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Si en los siglos pasados el grito más radical y progresista era ‘¡Viva la República!’, el de éste debe ser el de ‘¡Viva la Anarquía!’.