Me ha ocurrido más de una vez que al atacar con vehemencia la religión o el Dios de una persona, ésta se ha molestado –hasta el punto de llorar en una ocasión– y me ha tomado por intolerante e irrespetuoso, como si atentase contra su integridad. Es por ello que he decidido desquitarme un poco con este escrito, que a su vez, aunque esté estructurado como un breve ensayo desordenado, espero pueda servir para otros que se han visto en las mismas.
Si ya de por sí es bastante confusa para el creyente la noción misma de ateo –algunos, todo hay que decirlo: los más obtusos, incluso toman al ateísmo como un equivalente a la religión, o al teísmo, pero en un sentido negativo, confundiéndolo, ¡quién sabe!, con un teísmo negativo–, la de antiteísta termina por romper todos sus esquemas. Pero el desatino no llega sólo hasta aquí, no podría. Nuestro mundo, emponzoñado por ideas religiosas y teístas, llega a confundir convenientemente laicidad con ateísmo y ateísmo con antirreligiosidad. El juego es tan sencillo como estúpido y tan estúpido como eficaz. Con todo, el laico, ya en su sentido real, suele pasar por admisible; el agnóstico, también, pues no molesta lo más mínimo; en cambio, el ateo, en especial en ciertos círculos de la España pueblerina y ultramontana, aún ha de guardar su opinión las más de las veces: es un ente ajeno a la realidad familiar, escolar, etc. Todavía tolerable, pero no reivindicable. Así, el ateísmo debe permanecer oculto, cual creencia personal falaz, de tal modo que no hiera el orgullo de los deícolas (un pequeño homenaje a Meslier, mi cura favorito), tan sagrado y abultado como su Dios. El argumento es simple: Cuando tú reivindicas con vehemencia tu ateísmo, en tanto que considero tu ateísmo como inmoral o amoral, atacas mi teísmo, por lo que me atacas directamente a mí. ¡Pero qué tontería! Con la misma razón podría decir yo: Cuando con ahínco reivindicas tu teísmo, atacas mi ateísmo, en tanto que considero a tu théos como algo inhumano e irracional, por lo que me atacas directamente a mí. Podría reescribirlo de mil formas distintas, pero seguiría representando el mismo sinsentido. Sinsentido, por cierto, auspiciado por los mismos deícolas, no por el librepensamiento y, por tanto, por el ateísmo. Podría hacer prevalecer esta concepción sobre la suya, mas representaría una intolerancia que sólo la religión es capaz de mostrar.
Esta confusión, aunque mejor convendría tildarla como pérfida e intencionada interpretación, es arrastrada desde los primeros tiempos de la impostura religiosa y deícola. Si repasamos la historia del pensamiento occidental pretérito, podremos ver que todo filósofo que se dignara a concebir un Dios personal, alejado de todas las mistificaciones religiosas, es decir, manifiestamente herético, era tomado por ateo, por pagano, según la época, e inmediatamente sentenciado, o bien al ostracismo, tal como le pasó a Spinoza (a manos de las autoridades judaicas), o bien a la pena capital, como fue el caso del teólogo Miguel Servet. Los ejemplos se tornan en decenas y decenas de miles y se extienden por toda Europa en todo siglo. Así, hay que tener en cuenta que en España –desconozco lo sucedido en otros países– la última víctima de la Santa Inquisición fue un deísta, Cayetano Ripoll, que murió ejecutado por ahorcamiento en 1826. En esencia, lo que se condenaba no era tanto la negación total de Dios, que también la había, sino el mero cuestionamiento de los dogmas hegemónicos, en este caso, del catolicismo.
De hecho, el ateísmo en toda su dimensión es una teoría filosófica y científica bastante moderna. Si lo comparamos con la religión no sólo en el tiempo, sino en la influencia académica, en la edición de libros, etc., nos percataremos enseguida de que apenas ha tenido una pizca de influencia en la sociedad. En este sentido, Jean Meslier, Diderot, d’Holbach, entre otros, suponen una lúcida y brillante excepción de raigambre ilustrada. Sin embargo, es ahora cuando parece –recalco lo de parece– que el ateísmo si bien no es hegemónico, está ganando algo de terreno. Para afirmar esto me baso, principalmente, en estadísticas a nivel Europeo.
Pero cabría preguntarse qué tipo de ateísmo es éste. Es decir, ¿cómo se manifiesta en la cotidianeidad? ¿Se manifiesta acaso? Mi experiencia vital me dice que es un ateísmo abúlico, parsimonioso y fruto de la pereza más que fruto del convencimiento racional y lógico. Y algo que tiene su origen en la pereza y su base en la vacuidad, no puede ser esgrimido frente a nada, ni siquiera frente a lo irracional, a lo religioso. Es por ello que nuestros ateos son gente religiosa (piadosa, decía Stirner). Protágoras, aunque afirmaba que lo mejor era no preocuparse por asuntos teológicos, pues eran incognoscibles, no era ateo; se le puede adjetivar como guste, pero no era ateo. Un ateo que no tiene la base de su convicción en la razón, en los hechos, en la realidad, en la lógica, esto es, en la ciencia hermanada a la filosofía, no es ateo. También podrá adjetivarse como le guste, pero no es ateo. Toda negación supone una afirmación y viceversa. Los deícolas afirman a Dios, luego niegan al individuo. Los ateos negamos a Dios, luego afirmamos al individuo. Pero esta negación consciente de Dios no puede quedarse en el ámbito privado, no puede ser pasiva; debe ser, pues, efectiva. Si no es así, el individuo seguirá sometido fácticamente a Dios y sus veleidades: a la Iglesia, al Papa, al cura, a la religión, etc., lo que equivale a ser un ateo débil, pues no se tiene en cuenta la materialidad.
A partir de aquí podemos entrar ya al objeto del artículo: el antiteísmo. El antiteísmo, según The Skeptic’s Dictionary (El Diccionario del Escéptico), es lo siguiente:
‘Antiteísmo es la oposición activa y vocal a la creencia en dioses de cualquier tipo y a las instituciones construidas alrededor de la creencia en una deidad. Los antiteístas no son ateos pasivos, se deleitan en el ateísmo y en la denuncia de los errores, los absurdos y las pretensiones de los teístas. Los antiteístas consideran que todos los dioses son falsos y cualquier beneficio de la creencia en dioses no compensa por el daño causado por esa creencia para el individuo y la sociedad. Los antiteístas, no niegan que puede haber algunos beneficios para algunas personas parte del tiempo debido a su creencia ilusoria en una deidad o dos, pero categóricamente niegan que la fe en los libros o ideas religiosos sea una buena cosa’.
¿Es el antiteísmo un acto intolerable que no tiene en cuenta el respeto a los distintos cultos? Si es así, como decía en el primer párrafo, también lo es la vindicación de la creencia en los dioses de cualquier tipo y de las instituciones que alrededor de ellos se yerguen. La libertad de pensamiento quedaría así cercenada; y la libertad de expresión, su correspondiente en la realidad, totalmente muerta. Esto a un religioso podría no molestarle en demasía, empero para un anarquista mutilar la libertad de pensamiento y de expresión de tal manera resulta el mayor de los crímenes que se pueden cometer sobre el individuo. La libertad de pensamiento debe ser absoluta.
¿Por qué entonces los deícolas y religiosos de todo tipo se muestran reacios a la libertad? ¿Por qué les molesta que se ataque a sus fantasmas y lo toman como un ataque a su propia persona? En primer término, por nulidad argumentativa. Defender lo inexistente deber ser ciertamente complejo. En segundo término, porque estás atacando a algo sagrado. Idea perturbada donde las haya. En último término, porque en nuestro siglo prima un relativismo acrítico según el cual cualquier pensamiento, aun cuando sea a todas luces equívoco y pernicioso para el individuo y la sociedad (generalizando, claro), como lo es la religión y como lo es Dios, merece respeto. Cuidado: respetar no es lo mismo que tolerar, a pesar de que muchas veces se tomen como sinónimos. Toda idea religiosa y deícola es tolerable y no se tiene derecho a atacar a alguien por el mero hecho de tener esa idea. Sin embargo, uno sólo puede respetar aquello que para él es verdadero. Un católico puede no respetar una moral atea, pero debe tolerarla. Un ateo no tiene por qué respetar ningún Dios, y está en su derecho de atacar con todas sus armas dialécticas esa misma idea de Dios, de lo cual no se desprende que no deba tolerar que otras personas profesen una creencia religiosa. El ateo, para atacar a esa idea, no necesita sanción de nadie ni motivación exógena; necesita su sanción y su motivo, sea cual sea. Lo mismo se podría decir del religioso para con el ateo. Se mantiene, pues, una mutualidad.
¿No representa esto más bien la libertad y la reciprocidad? ¿Y no representa acaso la intolerancia el no permitir el sano debate entre las distintas ideas que surgen en el seno del pensamiento humano? En su enfermiza condición, la religión ha conseguido dar la vuelta a la cosa. Lo estático, ya que es benéfico para el deícola: no ataca su creencia, se torna lo deseable; lo cambiante, es decir, el pensamiento, en cuanto que duda de toda noción fija y ajena al análisis racional, se torna lo intolerable. Nuevamente queda demostrado que la religión y la creencia divina son enemigas del debate, del pensamiento dinámico, de la evolución, en fin, de todo lo humano.
Cambiando un poco las palabras del escritor francés, la única excusa que tienen es que Dios no existe.