A raíz del problema que recientemente sacude todas las agendas políticas internacionales, esto es, el posible ataque que Estados Unidos perpetrará contra Siria, la impotencia me llevó a pensar que, para el pueblo, eterno desgraciado, tal situación no era, para nada, justa.
El pueblo estadounidense (el pueblo, no el Estado, se entiende) no ataca ni quiere atacar al pueblo Sirio. De igual manera, y obviamente, el pueblo sirio no quiere ser atacado, ni por Estados Unidos ni por cualquier otro posible agresor. Y si uno no quiere atacar, y el otro no quiere ser atacado, ¿por qué, prácticamente con total seguridad, en los próximos días morirán tantas personas en vano? No es justo.
La respuesta no es muy difícil. Es el Estado el que, lejos de querer la paz entre los pueblos, excita la cólera de otros para justificar su existencia, y poder decir: “estamos en peligro, pero yo os protegeré y atacaré al enemigo”; actúa así y no puede actuar de otro modo porque su razón de ser estriba en la guerra permanente. Aunque ciertamente, el Estado recibe presiones. Los petrodólares todo lo pueden, pero no hablaré hoy de esto.
Una cosa me llevó a otra. Si lo que ocurre y ocurrirá no es ni será justo, ¿dónde está la justicia y por qué la gran mayoría ni dicen nada ni tienen intención de hacerlo? Y todavía más, ¿por qué algunos creen justo lo que ocurrirá en Siria?
Naturalmente, se tendrá que definir el término justo. No es mi intención hacer de este breve escrito un quebradero de cabeza con metafísicas y quintaesencias varias. Creo que la justicia se podría definir con la siguiente fórmula, que tomo prestada de Ricardo Mella: “la libertad como base, la igualdad como medio, la fraternidad como fin.”
Aparentemente sencillo. Pero todos sabemos de sobra, y la historia universal es suficiente prueba de ello, que la civilización humana dista con creces de cumplir ninguno de estos requisitos; ni en el pasado ni en el presente existieron ni existen. ¿Por qué? No me andaré con rodeos para no postergar demasiado el asunto. He aquí el por qué de este artículo; las personas situamos fuera de nosotros la idea y el hecho de justicia cuando realmente está situado en nosotros mismos. Me explico.
En los albores de la humanidad, la ignorancia y la credulidad de aquellos humanos hicieron aparecer la idea de Dios. Habiendo salido de ellos mismos, se postraron ante la idea divina declarándose sus siervos. Esta idea ha extraviado durante mucho tiempo todo tipo de sentimientos humanos, no haciendo aflorar otros sino aquellos que eran más propios de nuestra animalidad remanente que de nuestra humanidad. Las religiones, todas, nos acostumbraron a creer que la idea de justicia solo podría venir de lo alto. Con razón Bakunin afirmó: “Dios aparece, el hombre se anula, y cuanto más grande se hace la divinidad, más miserable de vuelve la humanidad, porque contra la justicia divina no hay justicia terrestre que se mantenga“ Y para sentirnos identificados con el sentimiento de justicia divino, se nos educó para el bien con el temor a aquella autoridad.
Pero resulta que este miedo fue descendiendo con el tiempo. Bien pronto se produjo una revolución, y el principio de justicia pasó de la divinidad a la sociedad, y se encarnó en el Estado. Pero entonces, al igual que antes, se nos impuso el bien por el miedo a la autoridad, por el temor a los nuevos poderes humanos, no mucho mejores que los poderes divinos. Obedientes una vez a la voz de la altura, se acomodaron fácilmente a los mandatos de los hombres (y digo hombres, porque entonces lo eran todos).
Dios se llamó Estado. Los estatistas justifican su existencia mediante una filosofía de monismo político, según la cual el Estado es Dios en la tierra, la unificación bajo la planta del divino Estado es la salvación, y todos los medios tendientes a tal unificación, por más perversos que intrínsecamente sean, son justos y pueden emplearse sin escrúpulos. Con razón Franco, dictador durante cerca de cuarenta años, dijera que era caudillo de España por la gracia de Dios. Porque parafraseando a Bakunin: “basta un amo en el cielo para que haya mil en la tierra”
Cuando la ignorancia está en el seno de la sociedad y la obediencia en los espíritus, las leyes llegan a ser numerosas. La personas lo esperan todo de la legislación y cada nueva ley ha sido un nuevo engaño; piden sin cesar a la ley, al Derecho, al Estado, lo que sólo puede venir de ellos mismos, de su educación y del estado de sus costumbres.
Mientras creyeron que la justicia venía de lo alto, tuvieron respeto por la divinidad. Y como resultado hubieron matanzas sangrientas y crimen. Tal idea de justicia no podía tener otros resultados. Más tarde se relegó el papel de la justicia al Estado, y entonces se repitieron y se repiten todavía hoy los mismos sucesos; guerras, crimen y barbarie. Continuamos poniendo la justicia fuera de nosotros cuando realmente está en nosotros mismos; la justicia se ha extraviado. Quizás esto que digo pueda parecer cosa inocua, pero a mi parecer es, sino la base, una de las bases y una de las razones por las que el Estado y la idea de Dios siguen vigentes aun hoy.
Sigamos. ¿Y cómo puede estar la justicia en nosotros mismos? No me hagáis definir qué es la justicia, aunque arriba lo he intentado. Simplemente fijaros en su obra. La moral no basta; es la justicia inmanente, el único imperativo, el solo motor que puede regular la vida social e inspirar la conducta individual. La idea de la dignidad personal, fruto del sentimiento de justicia inmanente, hace que estimarse a sí mismo sea idéntico a estimar a los demás. En vez del animal religioso, o del ciudadano sumiso, afirmo la persona justa. Y me remito al primer filósofo revolucionario, Proudhon, porque nadie lo podría haber dicho mejor que él.
“La justicia es para todo ser racional principio y forma de pensamiento, regla de conducta, objeto de saber y fin de la existencia. Es sentimiento y noción, manifestación y ley, idea y hecho; vida, espíritu y razón universales. Así como en la Naturaleza todo concurre, todo conspira a un fin, todo marcha de acuerdo; así como, en una palabra, todo en el mundo tiende a la armonía y al equilibrio, así también, en la sociedad, todo se subordina a la Justicia, todo la sirve, todo se hace según sus mandatos, según su medida y su consideración; sobre ella se constituye, y a este fin de los conocimientos; en tanto que ella ni está sujeta a nada, ni reconoce quién la mande, ni sirve de instrumento a poder alguno, ni aún a la misma libertad. Es de todas nuestras ideas la más inteligible, la más constante y la más fecunda, es de todos nuestros sentimientos el único que honran los hombres sin reservas y el más indestructible. Percíbela el ignorante con la misma plenitud que el sabio, y por defenderla se hace un momento tan sutil como los doctores, tan valiente como los héroes. Por eso la edificación de la Justicia es la gran empresa del género humano, la más magistral de todas las ciencias, obra de la espontaneidad colectiva mejor que del genio de los legisladores, obra que jamás tendrá fin.”
Es de todos nuestros actos, en todas nuestras determinaciones, el espíritu de justicia se manifiesta vigoroso. Aun en los mayores extravíos que cualquiera pudiese imaginar (que no son pocos), algo de equidad siempre pugna por abrirse paso. Sólo la divinidad religiosa y la autoridad del Estado han podido debilitar la justicia en nosotros y nosotras. La montaña de una falsa educación pesa sobre la humanidad civilizada. La dignidad personal ha muerto en manos de la religión primero, del Estado después.
Necesita la humanidad un ideal y el ideal lo lleva en sí misma. La justicia los emancipará definitivamente. Ella vive en el individuo y en la especie aun por encima de otros vicios. Admitimos, pues, esta idea, este sentimiento de justicia que no nos deja reconocer la preocupación tanto religiosa como política y veréis claramente que de conferirlo unas veces a la divinidad y otras al Estado proceden todas las perturbaciones tanto individuales como sociales. Me parece imposible que vayan a pretender una revolución religiosa, o una renovación política. La derrota de estos ideales es definitiva.
Así, la dignidad personal descansa en el fundamento de nuestras aspiraciones. Cuando la personas se estime a sí misma cuanto vale, estimará de igual modo a los demás y rechazará todo acto de injusticia. La moral habrá dado un gran avance subordinándose al principio inalienable de justicia. Ahora bien, ¿en qué condiciones hemos de llegar a esta exaltación de la dignidad personal, tan rebaja por siglos de abyección religiosa y gubernamental? ¿En qué condiciones este ideal de la justicia puede llegar a realizarse?
Para no extenderme más, contestaré de forma sencilla a estas dos preguntas: las condiciones necesarias de esta gloriosa transformación son: la libertad, el pan y la ciencia. La libertad, porque ella restituirá al ser humano a su soberanía, a la integridad de sus actos, a la autonomía de su conciencia y a la razón, arrancándole de la esclavitud de la Iglesia y del Estado. El pan, porque sin la plena satisfacción de las necesidades de la alimentación, vestido, etc., no puede haber personas dignas y libres, sino seres disminuidos, sumisos al que paga y al que manda, agotados por la miseria. La ciencia, porque ella edificará en la conciencia y en la razón de las personas todo lo que no han podido edificar ni la religión ni el Estado: mutualidad, respeto, bondad, equidad y justicia.
Dejemos de creer en líderes y guías, bien sean divinos, bien sean terrestres. Dejemos de creer en la autoridad y empecemos a creer los unos en los otros. Por todas las víctimas, por toda la sangre que injustamente ha brotado, por todas las vidas arrancadas antes de tiempo.
No a la guerra.
Radix