M.G., participante del procés Embat
Las revoluciones son grandes transformaciones sociales que ocurren una vez cada varias generaciones. Al menos vienen sucediéndose así desde la Revolución francesa de 1789. Son fuertes cambios de relaciones humanas que trastocan lo establecido que tienen una poderosa influencia en el imaginario colectivo. De modo que cuando una revolución es derrotada, se desanima la intentona de nuevos ensayos revolucionarios durante mucho tiempo. Y al contrario, cuando hay una revolución ganadora otros pueblos se ven animados a intentar la suya propia.
Se puede intentar ganar un avance hacia la construcción de un proceso revolucionario mediante la vinculación simbólica, ideológica o estratégica con esa revolución triunfante. Paralelamente, de revolución derrotada hay que extraer todas las lecciones posibles y difundirlas. Corresponde a l@s revolucionari@s de aquí y ahora realizar análisis de los errores y aciertos que hayan cometido los movimientos revolucionarios de otras partes y de otras épocas, y asimilarlos para la propia experiencia política y estratégica.
En nuestros días hablar de estas cosas parece poco menos que fuera de lugar; una utopía lejana e inalcanzable. Pero la fuerza de la historia hace que se produzcan insurrecciones, revueltas y revoluciones sin que se lo espere nadie. Los procesos históricos son difíciles de predecir. Nadie en su sano juicio precedería un mayo del 68 el día antes de que estallase. Lo único que se puede hacer desde nuestra posición es estar lo mejor preparad@s posible para que estas insurrecciones puedan desembocar en un proceso revolucionario completo.
Hegemonía
La idea de que la revolución es imposible viene de la propia hegemonía que tienen hoy en día las ideas capitalistas. Se trata de una construcción cultural, igual que podría serlo, por ejemplo, la idea de que la revolución está a la vuelta de la esquina. ¿Acaso no se podía pensar eso en 1848, 1919 o en 1968?
La hegemonía es un concepto que elaboró el marxista italiano Antonio Gramsci. Viene a decir que para que una clase (o una parte de la sociedad) controle la dirección de un pueblo no solamente hace falta la fuerza bruta (lo que llama la dominación) sino que también hace falta una hegemonía. Esta hegemonía es un hecho cultural y se basa en la educación, en el control de los medios de comunicación y en la propaganda, de tal manera que la sociedad en su conjunto (la mayoría de la sociedad) asumirá los valores propios de la clase dirigente.
Marx y Bakunin por su parte también llegaron a la misma conclusión. Ninguno de los dos dio con una definición del concepto tan buena como Gramsci. Por ejemplo, Bakunin hablaba de la “dictadura invisible”, que tendrían que instaurar los revolucionarios en la sociedad. Pero el nombre que eligió no fue muy afortunado. El resto de anarquistas posteriores pasaron bastante por encima de este concepto, pero asumiendo que se podrían conformar “sociedades paralelas” dentro de la sociedad burguesa. Marx también entendía las cosas de este modo, es decir, que la sociedad nueva, la sociedad sin clases, se está cociendo ya dentro de la sociedad burguesa capitalista. Si Marx emplea el término hegemonía, sin embargo, lo hace para equipararlo a la dictadura del proletariado sobre la burguesía, y no para referirse al proceso en el cual ambos mundos conviven y se disputan la legitimidad social.
Hoy en día nos parece bastante normal el hecho de que unos señores y señoras con toga condenen a la gente a ser encerrada entre cuatro paredes por infringir normas impuestas por otros señores y señoras en un parlamento. El poder estatal ha normalizado la existencia de las cárceles, del poder judicial y de los parlamentos, que deciden sobre las vidas del común de los mortales. Y la sociedad ha interiorizado que todo este entramado es necesario para la buena convivencia. El Estado ya no se legitima por la fuerza bruta (aunque no la descartará nunca, ya que la deja como último recurso), sino que entran en juego otros factores más sutiles.
La creación de contra-hegemonías
Hace unos 40 años en el País Vasco y en Cataluña cuando se lanzaba el concepto de “Euskal Herria” o de los “Països Catalans” se pensaba en una utopía lejana. Lo que les rodeaba era la España “una, grande y libre” salida de la Cruzada Nacional de la Guerra Civil en la que no había sitio para disensiones exóticas. Hoy en día gran parte de la juventud catalana o vasca es capaz de responder que vive en los Països Catalans o en Euskal Herria a pesar del hecho de que siguen siendo entidades culturales, y que no están refrendadas por los poderes públicos. ¿Qué ha pasado aquí?
Se trata de un proceso de creación de una contra-hegemonía. Es una idea que ha sido impulsada durante más de 40 años, y que en Euskadi ya en los años 70 y en Catalunya entrados los 2000, logra calar entre una buena parte de la población. Se trata de una idea cultural y política, (de carácter inter-clasista) a la que ayudaron muchos factores. Desde los gobiernos de la derecha nacionalista y los partidos independentistas de izquierda, y también algunos movimientos sociales y, añadiríamos, una subcultura juvenil, musical y de referentes simbólicos autóctonos (idioma, tradiciones, nomenclatura, etc.). Sirva como ejemplo.
Así pues la hegemonía cultural no es eterna, siempre se tendrá que actualizar conforme la sociedad y el mundo van cambiando. Ahora se admiten legalmente los matrimonios entre personas del mismo sexo. Pero detrás hubo una larga lucha aún no acabada, y un lento proceso de educación social de gran parte de la población para tratar de normalizar la situación. El racismo o la xenofobia también son factores culturales y si la población es bombardeada mediática y políticamente estos “valores” serán normalizados. La sociedad se adapta a la visión o cosmovisión de diferentes sectores de la sociedad.
El movimiento libertario
Con el anarquismo también podemos hablar de algo parecido. A veces nos preguntamos, ¿cómo vamos a hacer una revolución social libertaria si en el estado español solo hay 10.000 anarquistas (y aunque hubiera 50.000)? Parece que en los últimos tiempos se llega a la conclusión de que si no tenemos más influencia es por que no estamos organizados. Pero falta entender que quien hace una revolución social es el pueblo organizado. Y la hace cuando existe un “ambiente” de revolución. No se entra en un proceso revolucionario de la noche a la mañana, sino mediante una lucha constante y creciente. Estas organizaciones (formales e informales) creadas por el pueblo serán la clave en el futuro.
En nuestra historia tenemos el caso de la CNT. No fue un invento en particular de los anarquistas, sino un lento proceso de gestación, maduración y unificación de sociedades obreras que duró más de una década. En algunas había anarquistas, pero en otras había republicanos, y en otras, socialistas, y en la mayoría gente sin ideología previa. Cuando se funda la CNT, ésta no es un sindicato “anarquista” aunque haya una fuerte corriente en este sentido, si no una herramienta útil para la clase trabajadora. Si la CNT acepta el anarquismo en el bienio 1918-19, será porque una gran parte de sus miembros ven que las ideas libertarias son un instrumento válido para la liberación de la clase trabajadora. Y es entonces cuando el movimiento obrero se empieza a identificar con el anarquismo. Si los anarquistas de la época hubieran sido militantes encerrados en los ateneos, habrían dejando los sindicatos en manos de otra gente de otra ideología.
El anarquismo logró que su cosmovisión, su cultura, fuera aceptada por grandes capas de la población obrera de la época. Y así fue creando una contra-hegemonía, que la gente de la época entendía como una “sociedad paralela”, una sociedad en construcción, un pueblo en movimiento. Esta sociedad nueva se basaba en la acción sindical y social de los sindicatos y sociedades obreras, en la acción cultural de los ateneos y escuelas racionalistas, en la incansable propaganda de su prensa y sus revistas, en la acción comunitaria de los grupos excursionistas, naturistas, vegetarianos, esperantistas… que crearon un magma enorme de iniciativas libertarias. Incluso cierta parte del movimiento se decantaba por llegar a la “anarquía” mediante la convicción y la educación del pueblo, y no mediante una revolución violenta. Crearon su propia contra-hegemonía que se desató en 1936.
Lo que se necesita para que las organizaciones populares aspiren a la revolución es que l@s revolucionari@s estén en ellas, que sean parte de ellas y no se comporten como agentes externos que les dicen a los demás lo que tienen que hacer. L@s militantes en su quehacer diario y en sus relaciones cotidianas van creando una “periferia” de simpatizantes, un grupo de personas que poco a poco ven que las ideas-fuerza de l@s militantes se pueden poner en práctica, y que se sitúan naturalmente como aliados receptivos.
Podríamos decir que hoy en día tenemos algunas de nuestras ideas-fuerza influyendo en los movimientos sociales y en ciertos sectores activistas. El mérito no fue de ningún movimiento libertario en concreto, sino del anarquismo aplicado a la práctica en los años 60 y 70. Los movimientos post-1968 fueron acogiendo progresivamente la forma de funcionar propugnada por l@s ácratas, que aplicaron a sus colectivos. Aunque el proceso tardara un par de décadas en madurar, desde el cambio de siglo casi cualquier colectivo que se crea hoy en día es asambleario, tienen tendencia a creer en la autogestión, algunos asumen la acción directa, otros creen en la democracia directa, son horizontales, y cuando se organizan en escalas superiores casi todos son federalistas… Se pudo ver de manera clara en la organización del 15M y de los movimientos Occupy, que tuvieron estructuras poco menos que anarquistas. Anarquistas de “a pequeña” que diría David Graeber.
Pero no es suficiente. No podemos caer en la auto-complacencia ni en pensar que el trabajo se hace solo. Realmente lo importante son los objetivos. Por ejemplo, cuando los Hermanos Musulmanes pierden el poder en Egipto, y pasan a la oposición, toman las plazas. Crean contrapoder en la calle y adoptan sin rubor la forma de protesta de sus rivales y enemigos políticos de la semana anterior. En este aspecto, hoy en día nos podemos encontrar con grupos socialdemócratas o trotskistas con una práctica asamblearia ejemplar, con neo-nazis que defienden la autogestión y la “autonomía” e incluso que adoptan la estética de sus enemigos, comunistas de partido con ideas horizontales y federalistas defendiendo la democracia directa… Adoptan rasgos anarquistas, pero no lo son en absoluto.
Lo que toca hacer (una vez visto que nuestras prácticas cotidianas se están asumiendo) es difundir nuestros objetivos. Porque si no lo hacemos, otros grupos políticos que tengan los objetivos bien claros lo harán, impondrán su agenda. Se trata de eso. Los anarquistas que estuvieron en aquella primera CNT del ejemplo tenían unos objetivos bien claros. La revolución social no se veía muy cercana y lo que tocaba era crear una organización de clase que la organizara y la dotara de fortaleza para colocarse en un escenario más propicio a lanzar el desafío definitivo a la burguesía. La CNT se creaba para que la clase obrera hiciera la revolución, pero ya que era un sindicato, tenía que ser útil y resolver los casos concretos del día a día. Se reconocían unos objetivos a corto plazo, inmediatos, que no dejaban a un lado a los objetivos finalistas.
El colectivo
Creo que por aquí pasa el camino que tiene que seguir un colectivo anarquista hoy en día. Primero formarse políticamente, y analizar lo que nos rodea. Luego ser consciente que un grupo anarquista está inserto en una sociedad. Hay que pararse a mirar qué tenemos por ahí, y o bien participar o bien organizar (si no hemos encontrado nada) movimientos sociales y populares. Situarnos fuera del pueblo que lucha es un grave error que nos lleva al aislamiento. Entrar en una lucha social y que éste sea cooptado por otro movimiento político es una derrota. Pero una derrota es mejor que no intentarlo, puesto que a veces se “gana”.
La creación de un pensamiento contra-hegemónico se dará por la propia lucha diaria que da fuerzas y ánimos y crea un ambiente de resistencia y de victoria, eso es el poder popular. El poder popular influye en la creación de esa contra-hegemonía, que a su vez se retroalimenta de las ideas-fuerza de los movimientos populares. Si estamos en ellos, nuestras ideas tienen una posibilidad de calar hondo y, de que además de nuestro funcionamiento, se asuman nuestros objetivos finalistas.
Pongo un ejemplo. Una asamblea de barrio. Cuando se monta una asamblea de barrio la gente que llega es muy diferente la una de las otras. Si hay anarquistas metidos por allí, normalmente tendrán que bregar mucho para que ciertas ideas se vayan consolidando (rotación de cargos, autogestión, acción directa). Y cuando se ha conseguido, se puede pasar a una tarea diferente. ¿Cuál puede ser un objetivo a medio plazo? Por ejemplo el de servir de contrapoder en el barrio. Es decir, un ambicioso proceso mediante el cual la gente del barrio vaya dándose cuenta que si quiere algo tendrá que luchar para conseguirlo. El proceso pasa por ir consiguiendo pequeñas victorias simbólicas que animen a seguir avanzando. Y así, hacemos que la gente que participa en la asamblea acepte y asuma que no vale quejarse del ayuntamiento simplemente sin hacer nada. Las victorias le dan “prestigio” a la asamblea en el barrio, generan una cultura de lucha y la van conformando en la práctica como un contrapoder legítimo. Este contrapoder (la asamblea de barrio vs. la institución oficial) a su vez sirve para preparar una comunidad para una etapa superior. La lucha y la organización generará poder popular, que es simbólico y cultural. La contra-hegemonía llegará cuando existan miles de pequeños contrapoderes y una cultura de resistencia hecha por y para un pueblo puesto en pie. Y la hegemonía, llegará cuando la mayoría social acepte esta cultura (que hemos contribuido a crear).
A l@s anarquistas nos queda la tarea de dotar de una visión de conjunto a todas estas luchas, que normalmente están dispersas. Habrá quienes peleén desde los sindicatos, otros entre los parados, otros en las luchas por una vivienda digna, otras en la enseñanza, en los barrios, en las luchas de género, en los ateneos, en la cultura, etc. Esta militancia, para cristalizar en un movimiento potente y sólido, tiene que tener una coherencia discursiva, unos objetivos claros (que no es simplemente hablar de comunismo libertario, sino trazar los pasos intermedios que hay que dar hacia él) y tiene que ser capaz de colocarse en un escenario en el que sea más propicio derrotar al estado y el capital. Que, por cierto, no dejan de ser otras relaciones humanas con estructuras orgánicas (gobierno, parlamento, policía, ejército, aparato judicial, medios de comunicación, empresas, patronal…).
Es una ardua tarea, pero nadie dijo que iba a ser fácil.