Una oda a la ociosidad presupone una crítica al trabajo[1]. Al ídolo trabajo, alabado por absolutamente todos. El debate y el problema entre ellos estriba en cómo organizar la producción; pero pocos ven el problema en el trabajo mismo. Una lección histórica es que no puede vencerse al enemigo apelando a su propia moral. La moral burguesa del trabajo no es una excepción. Por dos míseros puestos de trabajo, por dos empleados más, se justifica la destrucción de la naturaleza y de la persona. Todos, sin excepción, se ven arrodillados ante este ídolo que no acepta otro Dios a su lado.
Acometer esta crítica no es nada fácil. ¿Cómo hacerlo exactamente? Todo el mundo busca trabajo hoy en día, ¿y uno pretende criticarlo? Es tal la interiorización existente en cada uno de nosotros respecto al trabajo, a la productividad, a la ilusión cuantitativa del capital, que realmente es complicado darse cuenta. Lo rodea todo y a todas horas, incluso a uno mismo. Hasta el término “tiempo libre” es un concepto carcelario, que solamente sirve para que la fuerza de trabajo reponga energías y pueda seguir así produciendo infinitamente, fuera de toda lógica.
Cuando a cualquiera se le pregunta qué es (pregunta ambigua donde las haya, con una enorme cantidad de respuestas posibles), muy posiblemente, sin pensarlo siquiera, te responderá su oficio. “Yo soy peluquero”. “Yo soy profesora”. Eso es lo que somos. Nuestro trabajo. El capital, tras siglos de adiestramiento, ha sido terriblemente brillante al identificar por completo a la persona con su trabajo. De esta manera, la diversidad humana que se presupone que tenemos se ve reducida a su mínima expresión; al fin último de trabajar para conseguir dinero, para que de esta manera se pueda satisfacer la triste noción de libertad que se tiene actualmente; la de elegir qué mercancía escoger en los estantes de las tiendas.
En mitad de la ilusión cuantitativa del capital y de la abstracción metafísica del trabajo y del tiempo, surge una contradicción inmanente. Ciegos y sordos como son, se han perdido en el laberinto que ellos mismos han construido y no ven ni oyen los gritos de miseria de las tres cuartas partes de la humanidad. Por un lado, el sistema vive y sobrevive a raíz utilizar energía humana de forma masiva, mediante la explotación de la mano de obra en su maquinaria. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos y tecnológicos. Esta contradicción ha hecho que el edificio se derrumbe por su propio peso, y a pesar de todas las evidencias, los gobiernos de todas las ideologías siguen queriendo “dar un empujón” y “hacer lo que sea” para que el edifico en ruinas dé más de sí.
Todos aluden al trabajo como fin humano absoluto que, pase lo que pase, ha de seguir vigente, aunque hoy en día sea innecesario. El desarrollo tecnológico de la microelectrónica está haciendo cada vez más prescindibles a la mayoría de “los proletarios”. Este aumento del conocimiento tecnológico, junto con el aumento demográfico a nivel global, está produciendo que cada vez más sectores de la población queden excluidos de la vida moderna. Porque ya se sabe, el que no trabaja no es persona. No es útil, no es rentable, y por lo tanto es desechable. Surgen así núcleos de pobreza en medio de la abundancia, incluso dentro de las propias ciudades capitalistas. En medio de la riqueza reaparece la miseria. El capitalismo se está convirtiendo en un espectáculo global para minorías, y cada vez más minorías.
El trabajo no es una necesidad eterna, como quieren hacernos creer. No es una “ley natural”, como los apologistas claman a los cuatro vientos. Si fuera de esta manera, ¿por qué tres cuartas partes de la humanidad sufren de miserias debido a que el sistema del trabajo ya no necesita su trabajo? Es la absurdidad en la que nos encontramos inmersos; que en un momento histórico en el cual el trabajo se está haciendo innecesario se nos inculca que el trabajo es el fin absoluto ante el cual todos debemos arrodillarnos, aunque por meras contradicciones uno nunca llegue a trabajar. Lo importante para el poder es crear la mentalidad adecuada que posibilite la alabanza hacia el trabajo. El hacernos sentir culpables si, simplemente, no hacemos nada. ¿Quién de nosotros no se ha sentido culpable alguna vez por no estar haciendo nada “productivo”? La interiorización de los valores del trabajo y de la productividad en las propias personas excluidas del sistema de producción, el hecho de reducir nuestras existencias a la mínima expresión posible, son los mayores logros del capitalismo.
Hace tiempo que los “nuevos mercados” fueron saqueados. En el pasado estos cumplían la función de compensar la racionalización de las empresas y de superar las contradicciones del sistema de trabajo. Pero actualmente se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados. Como consecuencia lógica de la racionalización (impulsada esta a su vez por la competitividad), la electrónica sustituye la energía humana y las nuevas tecnologías de comunicación hacen el trabajo innecesario. Se impone de nuevo la contradicción, y como consecuencias el número de excluidos, de “personas sobrantes” en este mundo adorador del trabajo, crece de forma exponencial.
Por un lado más y más personas son desechadas del sistema productivo, y por otro se aumenta hasta un máximo nunca visto anteriormente la explotación de los que, por el momento, todavía conservan su preciado trabajo. El aumento de los conocimientos científicos y tecnológicos, junto con su aplicación práctica a la industria, presuponía lógicamente la disminución cada vez más pronunciada de los trabajos pesados y repetitivos. Oscar Wilde escribió que la tecnología sustituiría y liberaría a las personas de los trabajos pesados. Pero ha ocurrido lo contrario; las personas que todavía no han sido desechadas están más alienadas debido, precisamente, a la tecnología que supuestamente les liberaría. Las máquinas imponen su ritmo al trabajador en la fábrica, haciendo el tiempo así mucho más rentable debido a que la explotación crece enormemente. Con la aplicación de las máquinas en el proceso productivo, con el mismo tiempo se produce mucho más y a la persona se la comprime también mucho más. Por otro lado, la tecnología de las comunicaciones produce una completa dependencia del trabajo. Cuando el oficinista sale unos días, durante su “tiempo libre”, de esa cárcel de ordenadores alineados y se marcha de vacaciones (para que recupere energías y para que sea eficiente en el trabajo futuro, obviamente) se marcha con su ordenador, con su móvil y con todos los aparatos necesarios, por si a última hora se le presenta algún proyecto que no puede esperar. La alienación de los -de momento- incluidos en el sistema productivo es más grande que nunca; su explotación y dependencia es total, y la tecnología, contrariamente a toda lógica, está siendo usada no como medio de liberación humana, sino como medio y fin al mismo tiempo de alienación en pos del trabajo.
La racionalidad de la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden “sin trabajo” de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de “empleados” se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores.
Se ha de superar la noción entendida por propiedad privada. Solamente pensando que ésta es simplemente un “poder de disposición” en manos de los capitalistas, pudo surgir otra idea como la de afirmar que puede superarse la propiedad privada sobre la base de la producción de mercancías. Se creyó que el Estado es opuesto a la propiedad privada, cuando realmente la propiedad del Estado no es sino una forma derivada de la misma propiedad privada, puesto que el Estado no es sino la imposición general y abstracta de los productores de mercancías. Tanto la propiedad privada como la propiedad estatal quedan obsoletas, ya que ambas presuponen y se basan en el proceso de explotación.
Para los economistas de todas partes y de todas las posturas su sistema funciona a la perfección. ¿Pero se puede afirmar, acaso, que el sistema impositivo del trabajo global ha traído el bienestar, aunque sea de forma remota, a una parte importante de la población? Basta con echar una mirada en las consultas de los psicólogos y psiquiatras. La falta de salud mental es pandémica, debido a que millones de personas languidecen realizando un trabajo sinsentido y enfermando física y psíquicamente, y otros tantos millones de seres se ven excluidos y condenados a la miseria y a la marginación. ¿Se puede llamar funcionar al hecho de convertir al mundo en un vertedero para que la producción siga indefinidamente y poder así sacar dinero a partir del propio dinero? Así es como su maravilloso sistema funciona. Su lema siempre ha sido y es “credo quia absurdum”. Creo porque es absurdo.
Se argumentará, siempre falaces estos apologistas del trabajo, que sin propiedad privada, que sin competitividad y que sin los principios del trabajo, toda actividad se anularía. ¿Es esto la confesión de que todo su sistema se basa en la pura imposición? De ninguna manera cesará toda actividad cuando desaparezcan las imposiciones del trabajo. Lo que sí es cierto es que toda actividad cambiará su carácter, cuando ya no se vea encasillada en la esfera sin sentido y autofinalista de tiempos en cadena abstractos y cuando esté integrada en contextos de vida personales siendo la producción afín a las circunstancias y a las necesidades. Siempre habrá actividades necesarias y no todas serán agradables, pero esto no importa demasiado mientras estas mismas actividades ya no te consuman la vida ni se te imponga como “ley natural”. ¿Tan difícil sería encontrar el equilibrio entre la realización de actividades necesarias, de ocio y de actividades libremente elegidas? Recordemos que tanto el ocio como la actividad son necesarias; el cuerpo humano necesita tanto desconectar y descansar como liberar la energía sobrante, y nuestra naturaleza social requiere que nos sintamos útiles para con la sociedad, pero el sistema impositivo del trabajo se ha aprovechado de esta necesidad de actividad y la ha comprimido hasta dejarla vacía y distorsionada.
Mientras los humanos poblemos la tierra, se harán todas las actividades necesarias para vivir. Se cultivarán huertos, se educará a los más pequeños, se hará ropa, se construirán casas, etc. Esto es algo obvio. No es esto lo que se pretende criticar, porque sería una tontería. Lo que no es tan evidente, lo que los aduladores del trabajo no ven, o no quieren ver, es que elevan el trabajo a un principio abstracto que determina las relaciones sociales, sin importar las necesidades o las voluntades de los implicados. Se crea de esta manera un mundo aparte, abstracto. El tiempo ya no es vivido; es puesto a disposición de la productividad, de la eficiencia, de la producción, del trabajo.
El trabajo es un cadáver al cual se niegan a enterrar, de manera que su olor pestilente nos afecta a todos, contaminando nuestras mentes, nuestras vidas y los ecosistemas naturales. Pero como buen cadáver que es, está rodeado de carroñeros dispuestos a aprovecharse de él. Tenemos que hacer ver que el uso sensato de las posibilidades no pueden ya ser dirigidas por una “mano invisible” abstracta e impredecible, sino simple y únicamente por una acción social consciente. La riqueza producida es aprehendida directamente según las necesidades, y no según la “capacidad de compra”. Para poder aprehender según las necesidades, es necesario antes formar asociaciones libres y consejos que determinen cuándo y qué se coge. Junto con el trabajo, desaparece la generalización abstracta del dinero así como la del Estado. El trabajo ya no sería el eje central sobre el que gira el fin de la vida.
Radix
Notas
[1] El término “trabajo” no está usado en este artículo en el sentido de actividad natural y deseable, sino en sentido negativo de imposición autofinalista.