No vemos por dónde comienza una insurrección. Sesenta años de pacificación, de suspensión de los cambios históricos, sesenta años de anestesia democrática y de gestión de los acontecimientos han debilitado en nosotros una cierta percepción abrupta de lo real. Para empezar, debemos recobrar esta percepción. Es inútil protestar legalmente contra la implosión consumada del marco legal. Es preciso organizarse en consecuencia. [1]
No hay que comprometerse con tal o cual colectivo ciudadano, en éste o aquel callejón sin salida de la extrema izquierda, en la última impostura asociativa. Todas las organizaciones que pretenden contestar el orden actual tienen, como los fantoches, la forma, las costumbres y el lenguaje de un Estado en miniatura. Todas las veleidades de “hacer de la política otra cosa” nunca contribuyeron, hasta hoy, más que a la extensión de los seudópodos estatales. No hay que reaccionar a las noticias diarias, sino comprender cada información como una operación que descifrar en un campo hostil de estrategias, operación concerniente a suscitar en tal o cual lugar, tal o cual tipo de reacción; y efectuar esta operación para conocer la información veraz que está contenida en la información aparente.
No hay que esperar más (una calma, la revolución, el Apocalipsis nuclear o un movimiento social). Esperar todavía, es una locura. Es de vital importancia entender el hecho de que el Estado se está organizando dentro de una realidad social que tiende hacia una forma siempre más estática, rígida e irreversible, contra la cual será cada vez más difícil combatir. La catástrofe no es lo que llega sino lo que ya está ahí. De ahora en adelante nos situamos en el movimiento de desplome de una civilización. Tenemos que tomar partido. No esperar más, es, de una u otra manera, entrar en la lógica insurreccional. En esta realidad que se forma ante nuestros ojos, es cada vez más evidente y necesario hacer algo, aquí y ahora, no cuando todos estemos encerrados por completo en el proyecto de control del capital y del Estado. Es escuchar de nuevo, en la voz de nuestros gobernantes, el ligero temblor del terror que nunca les abandona. Pues gobernar nunca fue otra cosa que aplazar con mil subterfugios el momento en el que el pueblo les colgará, y todo acto de gobierno no es más que un modo de no perder el control de la población.
Partimos de un punto de aislamiento extremo, de extrema impotencia. Todo está construyendo un proceso insurreccional. Nada parece menos probable que una insurrección, pero nada es más necesario.
Constituirse en comunas.
La comuna es lo que pasa cuando los seres se encuentran, se escuchan y deciden caminar juntos. La comuna, puede ser lo que se decide en el momento en que sería habitual separarse. Es la alegría del encuentro que sobrevive al agobio de rigor. Es lo que hace que se diga “nosotros” y que sea un acontecimiento. Lo que es extraño no es que seres que concuerdan formen una comuna sino que se separen. ¿Por qué no se multiplicarían hasta el infinito? En cada fábrica, en cada calle, en cada pueblo, en cada escuela. ¡Finalmente, el reino de los comités de base! Pero comunas que aceptasen ser lo que son allí donde lo son. Y si es posible, una multiplicidad de comunas que sustituyesen a las instituciones sociales: la familia, la escuela, el sindicato, el club deportivo, etc. Comunas que no temiesen, más allá de sus actividades propiamente políticas, organizarse para la supervivencia material y moral de cada uno de sus miembros y de todos los extraviados que les rodean. Comunas que no se definiesen (como hacen generalmente los colectivos) por un dentro y un afuera, sino por la densidad de los lazos en su interior. No por las personas que les compongan sino por el espíritu que les anima. Una comuna se forma cada vez que algunos, liberados de la camisa de fuerza individual, se comprometen a no contar más que con ellos mismos y a ajustar su fuerza a la realidad. Cualquier huelga salvaje es una comuna, cualquier casa colectivamente ocupada fundada en motivos claros es una comuna, los comités de acción del 68 en Francia eran comunas como lo eran las aldeas de esclavos negros en Estados Unidos. Toda comuna quiere ser su propia base. Quiere resolver la cuestión de las necesidades. Quiere romper, al tiempo que cualquier dependencia económica, cualquier sujeción política y degenera desde que pierde el contacto con las verdades que la fundan. Existen todas clase de comunas, que no esperan ni la fama, ni a los medios, ni todavía menos al “buen momento” que nunca llega, para organizarse.
Hay que ganar dinero para la comuna, de ninguna manera por ”ganarse la vida”, es decir, mediante el trabajo asalariado. Todas las comunas tienen cajas negras. Las combinaciones son múltiples. Existen los subsidios, las bajas por enfermedad, las bolsas de estudios acumuladas, las primas obtenidas por los partos ficticios, los tráficos y muchos otros medios que nacen de cada cambio del control. No nos tienen a nosotros para defenderles, ni nosotros (podemos) instalarles en los abrigos de la fortuna o mantenerles como un privilegio de iniciado. Lo que es importante cultivar, difundir, es esta necesaria disposición al fraude y a compartir las innovaciones. Un mundo que se proclama tan abiertamente cínico no podía esperar ninguna lealtad de los proletarios. Para el común, la cuestión del trabajo no se plantea sino en función de los demás ingresos posibles. No es necesario descuidar los conocimientos útiles que el ejercicio de ciertos oficios, formaciones o buenos empleos nos procuran. La exigencia de la comuna es la de liberar para cualquiera el mayor tiempo posible. Exigencia que no se contabiliza, no esencialmente, en número de horas libres de cualquier explotación salarial. El tiempo liberado no nos da vacaciones. El tiempo ocioso, el tiempo muerto, el tiempo del vacío y del miedo a la vida, es el tiempo del trabajo. En adelante no hay un tiempo que llenar, sino una liberación de energía que ningún “tiempo” contiene; líneas que se dibujan, que se acentúan, que podemos prolongar en el ocio, hasta el límite, hasta verlas cruzarse con otras.
Saquear, cultivar, fabricar. Por un lado, una comuna no puede contar eternamente con el “Estado providencia”, por otro no puede contar con vivir mucho tiempo del robo de productos, de la recuperación de los cubos de basura de los supermercados o las noches en los depósitos de las zonas industriales, de la malversación de subvenciones, de las estafas a las aseguradoras y de otros fraudes, resumiendo: del pillaje. Debe preocuparse pues de incrementar permanentemente el nivel y la extensión de su auto‐organización. El sentimiento de la inminencia del derrumbe es tan viva por todas partes como el esfuerzo por enumerar cada experimento en curso en materia de construcción, de energía, de materiales, de ilegalidad o de agricultura. Existe todo un conjunto de saberes y técnicas que sólo espera a ser saqueado y arrancado de su embalaje moralista, canalla o ecologista. Pero este conjunto no es aún más que una parte de las intuiciones, de las habilidades, del ingenio propio de las chabolas que necesitaremos desplegar si esperamos repoblar el desierto metropolitano y asegurar la viabilidad de una insurrección a medio plazo.
Formar y formarse. Nunca será muy temprano para aprender y practicar lo que tiempos menos pacíficos, más imprevisibles, van a requerirnos. Nuestra dependencia de la metrópolis (de su medicina, de su agricultura, de su policía ) en el presente, es tal que no podemos atacarla sin ponernos en peligro. Es la consciencia no formulada de esta vulnerabilidad la que provoca la espontánea autolimitación de los actuales movimientos sociales, a que hace temer las crisis y desear la “seguridad”. Debido a ella, las huelgas han cambiado el horizonte de la revolución por el del retorno a la normalidad. Deshacerse de esta fatalidad apela a un largo y consistente proceso de aprendizaje, de múltiples, masivas experimentaciones. Se trata de saber pegarse, saltar cerraduras, curar fracturas además de anginas, construir un emisor de radio pirata, montar comedores en la calle, aspirar a lo justo, pero también reunir los saberes dispersos y constituir una agronomía de guerra, comprender la biología del plancton, la composición de los suelos, estudiar las asociaciones de plantas y recobrar, en fin, las intuiciones perdidas, todos los usos, todas las relaciones posibles con nuestro medio inmediato y los límites, más allá de los cuales, le agotamos; (hay que hacerlo) desde hoy y en los días en que los necesitemos para obtener algo más que una parte simbólica de nuestra alimentación y de nuestros cuidados.
Crear territorios. Multiplicar las zonas de opacidad. El territorio actual es el producto de varios siglos de operaciones policiales. Se ha expulsado a la gente fuera de sus campos, después de las calles, después fuera de sus barrios y finalmente fuera de los patios de sus edificios, con la loca esperanza de contener cualquier vida entre las cuatro pringosas paredes de la privacidad. La cuestión del territorio no se plantea para el Estado como para nosotros. No se trata de poseerle. De lo que se trata es de densificar localmente las comunas, las circulaciones y las solidaridades hasta el punto de que el territorio se vuelva ilegible, opaco a cualquier autoridad. El territorio no es un asunto a ocupar sino de ser. Cada práctica hace existir un territorio: territorio del trapicheo o de la caza, territorio de los juegos infantiles, amorosos o del motín, territorio del campesino, de la ornitología o del paseante. La regla es sencilla: cuantos más territorios se superponen en una zona determinada, hay mayor circulación entre ellos, y el Poder encuentra menos posiciones. Bares, imprentas, gimnasios, solares, librerías de viejo, tejados de edificios, mercados improvisados, kebabs, garajes, pueden escapar fácilmente a su vocación oficial a poco que encuentre suficientes complicidades. La auto‐organización local, imponiendo su propia geografía a la cartografía estatal, la confunde, la anula: produce la propia secesión de la autoridad.
Viajar. Establecer nuestras propias vías de comunicación. El permanente movimiento entre los amigos comunes es de estas cosas que les protegen del desencantamiento tanto como de la fatalidad de la renuncia. Acoger a los/as compañeros/as, tenerse al corriente de sus iniciativas, meditar en su experiencia, incorporar las técnicas que ellos dominan hace más por una comuna que los estériles exámenes de conciencia a puerta cerrada. Se cometería el error de subestimar lo que de decisivo puede elaborarse en las tardes pasadas confrontando nuestras visiones sobre la guerra en curso.
Derribar, poco a poco, todos los obstáculos. Como es sabido, las calles desbordan groserías. Entre lo que son realmente y lo que podrían ser está la fuerza centrípeta de cualquier policía, que se esfuerza por restablecer el “ orden”; y en frente, estamos nosotros, es decir el movimiento opuesto, centrífugo. No podemos sino alegrarnos, por donde quiera que surjan, del arrebato y el desorden. Rutilante o destrozado, el mobiliario urbano materializa nuestra común desposesión. Perseverante en su nada, no pide realmente sino regresar. Contemplamos lo que nos rodea: todo espera su momento, la metrópolis adquiere de golpe aires melancólicos, como sólo los tienen las ruinas.
Que se conviertan en metódicas, que se sistematicen, y los incivilizados se agrupen en una guerrilla difusa, eficaz, que nos devuelva a nuestra ingobernabilidad, a nuestra indisciplina primordiales. Respecto al método, retenemos del sabotaje el siguiente principio: un mínimo riesgo en la acción, mínimo tiempo, máximos daños.
Es inútil extenderse sobre los tres tipos de sabotaje obrero: ralentizar el trabajo; romper las máquinas o entorpecer su marcha; divulgar los secretos de la empresa. Ensanchados hasta las dimensiones de la fábrica social, los principios del sabotaje se generalizan desde la producción a la circulación. La infraestructura técnica de la metrópolis es vulnerable: sus flujos no sólo consisten en el transporte de personas y mercancías, información y energía circulan a través de redes de cables y de canalizaciones, a las que es posible atacar. Sabotear con alguna consecuencia la máquina social implica hoy reconquistar y reinventar los medios para interrumpir sus redes. ¿Cómo inutilizar una línea del TGV, una red eléctrica? ¿Cómo encontrar los puntos débiles de las redes informáticas, como interferir las emisiones de radio y convertir en nieve la pequeña pantalla?
En cuanto a los obstáculos serios, es mentira tener por imposible cualquier destrucción. Lo que tiene de prometéico se resume en una verdadera apropiación del fuego, fuera de cualquier ciego voluntarismo. En el 356 a C., Eróstrato quema el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo. En nuestros tiempos de consumada decadencia, los templos no tienen más de imponente que la fúnebre verdad de que ya son las ruinas. Destruir esta nada no es una tarea triste. Hacerlo devuelve una nueva juventud. Todo adquiere sentido, todo se ordena repentinamente; espacio, tiempo, amistad.
Huir de la visibilidad. Regresar al anonimato en posición ofensiva. La visibilidad está en huir. Pero una fuerza que se incorpora en la sombra nunca puede esquivarla. Se trata de aplazar nuestra aparición como fuerza hasta el momento oportuno. Pues cuanto más tarde nos encuentra la visibilidad, más fuertes nos encuentra. Y una vez ingresados en la visibilidad, nuestro tiempo está contado. O estamos en disposición de pulverizar su reinado en breve plazo o será ella quien nos aplaste sin tardanza.
Organizar la autodefensa. Vivimos bajo ocupación, bajo ocupación policial. Las redadas de sin‐papeles en plena calle, los coches camuflados surcando las calles, la pacificación de los barrios de la metrópoli con técnicas forjadas en las colonias, las declamaciones del ministro del Interior contra las “bandas” nos lo recuerdan cotidianamente. Son suficientes motivos como para no dejarse atropellar, como para enrolarse en la autodefensa. En la medida en que crece y brilla, una comuna ve poco a poco las operaciones para poder apuntar a lo que la constituye. Estos contraataques toman la forma de la seducción, de la recuperación y, en última instancia, la de la fuerza bruta. La autodefensa debe ser una evidencia colectiva para las comunas, tanto en la práctica como en la teoría. Impedir un arresto, reunirse rápidamente en gran número contra los intentos de expulsión, esconder a uno de los nuestros, no son reflexiones superfluas para los tiempos que se acercan. No podemos reconstruir nuestras bases sin parar. Que se deje de denunciar la represión, que se prepare todo esto.
La policía no es invencible en la calle, simplemente tiene medios para organizarse, entrenarse y probar continuamente nuevas armas. En comparación, nuestras armas siempre serán rudimentarias, chapuceadas y, a menudo, improvisadas sobre la marcha. En ningún caso pretenden rivalizar en potencia de fuego sino que tratan de mantenerles a distancia, distraer su atención, ejercer una presión psicológica o abrirse paso por sorpresa y ganar terreno. Cualquier innovación desarrollada en los centros de entrenamiento de la gendarmería o de cualquier cuartel policial no basta y sin duda nunca bastará para responder con suficiente prontitud a una multiplicidad móvil que puede golpear en varios puntos a la vez y que siempre se ocupa de mantener la iniciativa.
Las comunas son evidentemente vulnerables a la vigilancia y a las investigaciones policiales, a la policía científica y a los servicios secretos. Las oleadas de arrestos de anarquistas en Italia y de ecoguerreros en los Estados Unidos han sido autorizadas por escuchas. Cualquier posible detención da lugar ahora a una toma del ADN y engorda un fichero cada vez más completo. Un squatter barcelonés ha sido reconocido porque dejó sus huellas en las octavillas que distribuía. Los métodos de ficha mejoran sin cesar, especialmente gracias a la biometría. Y si el carnet de identidad electrónico llegase a ser puesto en práctica, nuestra tarea sería todavía más difícil. La Comuna de París había arreglado en parte el problema del fichaje: quemando el Ayuntamiento, los incendiarios destruían los registros civiles. Basta con encontrar los medios para destruir para siempre las bases informáticas.
Una escalada insurreccional no puede ser más que una multiplicación de comunas, su conexión y su articulación. Según el curso de los acontecimientos, las comunas se fundan sobre entidades de mayor envergadura o incluso se dividen.
Obstaculizar la economía, pero adaptar nuestra potencia de bloqueo a nuestro nivel de auto-organización. Bloquearlo todo, es en adelante la primera reflexión de todo el que se alce contra el orden presente. En una economía deslocalizada, en la que las empresas funcionan por flujo tenso, donde el valor deriva de su conexión en red, donde las autopistas son los eslabones de la cadena de producción desmaterializada que va de subcontrato en subcontrato y de allí a la cadena de montaje, bloquear la producción es también bloquear la circulación. Pero no se puede tratar de bloquear más de lo que permite la capacidad de abastecimiento y de comunicación de los insurgentes, la organización eficaz de las diferentes comunas. ¿Cómo alimentarse una vez que todo está paralizado? Saquear los comercios, como se hizo en Argentina, tiene sus límites; por inmensos que sean los templos del consumo, no son despensas infinitas. Adquirir durante la vida la aptitud para procurarse la subsistencia elemental implica entonces apropiarse de sus medios de producción. Y en este punto, parece inútil esperar mucho tiempo. Dejar, como en la actualidad, al dos por ciento de la población el encargo de producir los alimentos de los demás es una estupidez tanto histórica como estratégica.
La cuestión para una insurrección es llegar a hacerse irreversible. La irreversibilidad se alcanza cuando se ha vencido, al mismo tiempo que a las autoridades la necesidad de autoridad, al mismo tiempo que a la propiedad el placer de tener, al mismo tiempo que a toda hegemonía el deseo de hegemonía. Esto sucede porque el proceso insurreccional contiene en sí la forma de su victoria o la de su derrota. En materia de irreversibilidad, la destrucción nunca ha sido suficiente. Todo reside en el modo. Existen maneras de destruir que inevitablemente provocan el retorno de lo que se ha destruido. Quien se encuentre con el cadáver de un orden asegura despertar la vocación de vengarle. Por eso, donde la economía está bloqueada, donde la policía está neutralizada es importante hacer el menor énfasis posible en el derrocamiento de las autoridades. Serán depuestas con un atrevimiento y una ironía escrupulosas.
Destituir a las autoridades locales. En esta época, el final de las centralidades revolucionarias responde a la descentralización del poder. El poder ya no se concentra en un lugar del mundo, es el propio mundo, sus flujos y sus avenidas, sus hombres y sus normas, sus códigos y sus tecnologías. El poder es la propia organización de la metrópolis. Es la impecable totalidad del mundo de la mercancía en cada uno de sus puntos. Por eso, quien le derrota localmente produce una onda de choque planetaria a través de las redes.
¡Todo el poder a las comunas!
Nota.
En consonancia con lo que se habla en el presente artículo, dejo tres libros [2] con el fin de expandir los conocimientos prácticos y útiles a la hora de “buscarse la vida” por uno mismo. Estos conocimientos pueden utilizarse tanto individualmente como colectivamente, y estoy seguro de que, para aquel que sepa apreciarlo, le aportarán habilidades fundamentales para la auto-organización. Los puntos que se tratan en los siguientes libros van desde la rehabilitación de una casa okupada, la manera de abrir una cerradura, hacer filtros de agua, estufas caseras, hornos de barro, hasta consejos sobre veganismo, falsificación de tickets del metro, serigrafía, higiene, propiedades terapéuticas de ciertos materiales, plantas medicinales, recetas variadas, pasando por seguridad básica de informática, permacultura, distintos trucos para robar y saquear, encuadernaciones, defensa personal y una infinidad más de conocimientos que pueden resultar muy útiles tanto en la vida cotidiana como en tiempos futuros más inciertos.
Radix
“Hazlo tú mismo” (Son dos partes): https://app.box.com/s/1d68t3y3fwliscx86qjn
“Manual de Okupación”: http://www.okupatutambien.net/wp-content/uploads/2011/11/ManualOkupacion1aEd.pdf
[1] El texto original del que se ha extraído parte del artículo se titula también “La insurrección que llega”. Ha sido modificado con el fin de reducir su extensión inicial.
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