Cuando hablamos de heteropatriarcado solemos entenderlo como un sistema de opresión hacia las mujeres que las posiciona en una situación de inferioridad frente al hombre. Sin embargo, en esta concepción olvidamos que, si bien es cierto que nosotras somos las principales afectadas, esto no significa que los hombres no sufran ninguna consecuencia de este sistema desigual. Así, de la misma forma que el patriarcado construye e impone unos cánones y una forma de ser específica para las mujeres, también los hombres (en su posición de machos dominantes) se ven obligados a seguir unas reglas que les conviertan en “hombres de verdad”.
La idea de cómo debe ser un “hombre” es conocida en la actualidad como “masculinidad”, descrita desde el feminismo como la construcción cultural de género que designa el rol de los varones en la sociedad (estrechamente relacionada con la “feminidad”, el papel que el patriarcado otorga a las mujeres). Uno de los elementos claves que conforman la masculinidad es la violencia, y todo lo que ello engloba: desde pensar que se es físicamente más fuerte hasta eliminar los sentimientos en detrimento de la otorgada superioridad de género, pasando por la obtención de poder a través de esa supuesta fuerza.
Esta construcción del hombre como ser fuerte se inicia desde la infancia, con imposiciones como “los niños no lloran, eso es de chicas”. ¿Cuántas veces no habremos oído esa frase? Desde pequeños se nos enseña que los niños no pueden mostrar sus sentimientos, mientras que las niñas deben ser completamente sentimentales. Esta idea lleva al niño a ocultar todo aquello que no demuestre dureza, fuerza (en el fondo, violencia), convirtiéndose después en un adulto ahogado por sus sentimientos: incapaz de expresar su malestar, acumulará interiormente el dolor y el daño de toda una vida. Este tipo de enseñanzas, sumadas a la capacidad de los niños para imitar todo lo que ven (padres que no lloran, que son fuertes, verdaderos machos), suponen el principio de una formación de la persona completamente condicionada por la presión social y el machismo imperante.
Conforme vamos creciendo, la presión se hace cada vez mayor y comienza a aparecer de forma más evidente. La forma en que actúas, cómo te comportas, todo tiene un significado y, si te sales de los patrones establecidos, unas consecuencias. De esta forma, en la adolescencia la construcción de la masculinidad a través de la violencia se orienta en mayor medida hacia la construcción corporal. Partimos de la base de que el físico, la forma en que nos vemos y nos ven los demás nos afecta en la construcción del género, no solo a las mujeres (concebidas como bellas, delgadas, etc.) sino también a los hombres. La sociedad actual percibe al hombre como un ser de complexión fuerte, que es bueno en los deportes (en especial en el fútbol) y un competidor nato. Los hombres, y en especial los jóvenes, por lo general se relacionan entre sí a través de la competición, intentando demostrar quién tiene más fuerza, quién corre más, quién salta más… en definitiva, quién es el más macho de todos. La visión de algunos adolescentes ante esta competitividad, en el caso de que se den cuenta de su existencia, es la de relacionarla con el deseo de sobresalir entre el resto para impresionar a las chicas. De esta forma, el hombre humano hace como el macho animal, compiten entre ellos porque el más fuerte es quien se lleva a las mujeres. No solo encontramos aquí la conversión de la mujer en un objeto, un trofeo que puede ser ganado en una competición; sino que observamos también la presión a la que están sometidos los jóvenes a la hora de “conquistar” a una chica. En vez de enseñarles que cuando se quiere a una persona lo mejor es decírselo, tratarle bien, etc.; se les enseña, primero, que hay que ganar a una mujer y, segundo, que para ganarla hay que demostrar que se es el más fuerte, el más macho. Asumir estos principios, como sucede en la sociedad actual, conlleva a pensar que la violencia del hombre, su masculinidad, no es una construcción social que puede ser modificada, sino que viene dictaminada por la biología. Es decir, nos lleva a biologizar la situación masculina, aceptando que el hombre es violento por naturaleza y la mujer es pasiva y débil por lo mismo, asumiendo con ello la superioridad del hombre.
Es interesante en este punto retomar el tema del deporte, mencionado levemente en el inicio de la construcción corporal dentro de la masculinidad. Desde las clases de educación física hasta la vida adulta posterior, los chicos consideran vergonzoso el hecho de ser vencidos en cualquier ejercicio físico, más aún si la ganadora es una mujer. Vemos por tanto de nuevo la importancia del físico y la fuerza en la formación del género masculino. No obstante, existe un daño mayor para los hombres dentro del deporte y, en concreto, del fútbol: el culto al cuerpo. En la época actual, amar el futbol como deporte estrella es uno de los pilares básicos de la masculinidad, y el sistema se aprovecha de ello para construir mejor esa idea de lo masculino. De esta forma, se nos muestra la figura del hombre perfecto como el futbolista fuerte, musculoso, exitoso, que tiene a todas las mujeres a sus pies, que no se deja ganar por nadie. Esto es lo que ven los niños, los jóvenes y los adultos día tras día y lo que luego tratan de reflejar en su vida. Pero la realidad es que no existen hombres “perfectos” (entendiendo como perfecto lo que dicta el sistema), lo cual lleva a los adolescentes a entrar en una espiral de presión e infelicidad cuando no son lo suficientemente musculosos, no les gustan las mujeres o no se les da bien los deportes. La consecuencia es que unos se convertirán en machos que se presionan a sí mismos por ser como esos deportistas de la tele, mientras que otros se culparán y se sentirán mal por no poder ni tan siquiera acercarse a ese canon de perfección.
El resultado final, tras las imposiciones en la infancia y la adolescencia, es un adulto fuerte, valiente, viril, triunfador, seguro, competitivo… en definitiva, un hombre. Este, forzado por la sociedad a ser de esta manera (a riesgo de ser humillado y marginado), levanta una fachada de macho tras la que se esconde su verdadero ser, ese que le enseñaron que debía estar oculto. Después de un aprendizaje de años y años, las ideas de violencia, fuerza y superioridad están tan arraigadas en el cerebro que el verdadero yo oculto tras la máscara se siente como algo despreciable, en vez de como lo bueno. Es en esta zona donde más vemos las consecuencias negativas que tiene el machismo para los hombres, en ese intento por guardar el equilibrio en ellos mismos. Todo gira en torno al miedo a la exclusión social por salirse de las reglas establecidas: es una lucha constante entre lo que deben ser y lo que verdaderamente son y sienten; entre intentar ser libres y vivir bajo la presión social que no les deja serlo.
Es por esto que una de las acciones básicas para romper con el heteropatriarcado y el machismo es romper con las masculinidades hegemónicas, y no solo con la feminidad; es decir, romper con los esquemas de género, permitiéndonos ser personas, ni hombre ni mujer. Es importante que comprendamos que no somos dos seres que se complementan, es decir, la mujer no le da la parte femenina que no tiene el hombre, al igual que el hombre no le da la parte masculina que no tiene la mujer, y ninguno de los dos tiene algo que el otro jamás podrá tener. Hombre y mujer se reflejan el uno al otro, ambos son masculinos y femeninos al mismo tiempo, porque tanto la masculinidad como la feminidad no son sino simples construcciones sociales cuya única función, en el fondo, es oprimirnos y distanciarnos.
Dedicado a una persona que me recordó que ellos también sufren, haciendo que rescatase este artículo del baúl de los recuerdos.
Nota de la autora: este artículo es sólo una aproximación a la construcción de la masculinidad, por lo que sus ejemplos y temas tratados se deben entender como una pequeña parte de un todo más complejo aún de lo presentado aquí. Es decir, que debido a la falta de espacio me he dejado muchas cosas en el tintero sobre las que trataré de escribir en otra ocasión.
La niña que grita