En estos últimos años hemos visto/leído el término “movimiento social” en todos lados. De repente, como setas tras la lluvia, nos han surgido movimientos sociales por todas partes. Es cierto que en tiempos recientes la participación ciudadana en protestas políticas ha aumentado, así como el número de protestas en sí. También se han creado nuevas redes de activistas y renovado discursos políticos que animan a la participación de una forma u otra. No obstante, el indiscriminado uso del término “movimiento social” ha emborronado el significado sociológico del mismo, convirtiendo a toda protesta política en movimiento y configurando toda participación política como tal.
Habría que empezar reconociendo que una protesta política no es un movimiento social de por sí. Una protesta, en el mejor de los casos, es una técnica dentro del repertorio de técnicas de normal uso de los movimientos sociales occidentales. La protesta por tal o cual bosque en las montañas, o la protesta por tal o cual ley injusta, no son movimientos sociales ni tienen por qué darse desde movimientos sociales. En la historia de eso que llamamos Occidente, el término “movimiento” ha venido a significar “cambio”: nos vamos de un punto a otro, no se sabe tal vez a qué punto llegaremos, pero nos ponemos en marcha. Frente a una concepción cíclica o estática de la sociedad, como la que se tenía en la antigüedad, la sociedad industrial empezó a concebir que grupos humanos podían poner en “movimiento” el cambio social, es decir, moverse hacia un punto deseado produciendo asimismo un cambio esperado. Aquí nacen los movimientos sociales “modernos” (relativamente modernos, pues el término también es usado para aquellos movimientos sociales centrados en valores post-materiales que surgen desde la década de 1960). Lo que caracteriza, pues, a un movimiento social son tres características comúnmente aceptadas en la sociología actual. Estas características son: prolongación en el tiempo de sus campañas colectivas, enfocadas a instituciones o autoridades oficiales, sentimiento de pertenencia a un grupo caracterizado por una serie de objetivos concretos e ideas/valores compartidos, y finalmente un repertorio más o menos flexible de prácticas de participación política bien conocidas (desde manifestaciones, pasando por recogidas de firmas, hasta apariciones en los medios de comunicación). La esencia, pues, de un movimiento social es su carácter colectivo y demandante, así como su prolongación en el tiempo con la finalidad de “mover” a la sociedad hacia un destino deseado por el movimiento.
Dicho esto, queda claro que una manifestación puntual no tiene por qué suponer la existencia de un movimiento social. Por ejemplo, profesionales de clase media protestando puntualmente por tal o cual medida del gobierno no significa, automáticamente, que conformen un movimiento social. Dichas personas pueden muy bien defender el sistema socio-económico y las estructuras políticas en su conjunto global, protestando al mismo tiempo contra medidas puntuales y específicas que realmente no modifican el sistema vigente. Pero por el contrario bien podrían conformar un movimiento social si se cumple con lo definido más arriba. Un ejemplo de movimiento social de clase media podría ser el movimiento anti-nuclear en Alemania, el cual sostiene a lo largo de varias décadas una campaña en contra de la energía nuclear, realizando para ello apariciones en los medios de comunicación, recogiendo firmas, organizando marchas, etcétera. A la dimensión temporal se le suma también una dimensión emocional o sentimental de corte personal (que se extiende a lo colectivo). Una persona siente, pues, que es ecologista, “verde”, o tal o cual etiqueta, encontrando comodidad en la afinidad de descripciones que se manejan dentro del movimiento social. Otro ejemplo típico de movimiento social es el movimiento sufragista en Inglaterra a principios del siglo pasado.
Ahora, el estudio de movimientos sociales no es tarea fácil por el mero hecho de tener una definición más o menos aceptada universalmente. Los movimientos sociales, aunque siguen usando el repertorio de técnicas de participación/influencia “tradicionales”, también pueden incorporar nuevas tácticas a medida que la sociedad cambia (sobre todo en el plano tecnológico, aunque la tecnología a menudo no trae nada nuevo sino que re-define lo ya existente). Por otro lado vemos cambios en lo que se demanda desde los movimientos sociales (ya mencioné el cambio en los sesenta de una cultura de demanda materiales, a una cultura de demanda post-materialista). Pero lo que, tal vez, puede fascinar más es la imbricación histórica de movimientos sociales, los cuales pueden beber unos de otros heredando (y transformando) viejas ideas y tácticas de participación/influencia. Habiendo dicho esto, y teniendo en cuenta las tres características clásicas expuestas más arriba, queda por pensar (con actitud crítica) qué ha sido, o qué ha quedado, de los movimientos sociales clásicos como, por ejemplo, el movimiento obrero. Desde el principio de la historia de estos movimientos sociales ha existido, en la mayoría de casos históricos, un fuerte deseo de influir en las instituciones del Estado (desde las cuales se organiza la vida de la ciudadanía de un estado-nación). Para ello, muchos movimientos sociales optaron por una de dos alternativas: o bien influenciar un partido político ya existente en el juego parlamentario, o crear un partido nuevo (los partidos socialistas europeos son un buen ejemplo de esto). Hoy en día también vemos estas dinámicas, siendo el ejemplo en el Estado español muy claro.
En definitiva, esto viene a ser el resumen escueto de cómo algunas personas entendemos el estudio de los movimientos sociales. Sin duda es un campo de estudio apasionante y que necesita todavía recorrer un largo camino, pues mucho ha cambiado desde la sociedad industrial de antaño (incluyendo, por supuesto, la forma en la que las personas se asocian y demandan cosas). Sin embargo, una faceta en el estudio de los movimientos sociales queda todavía por explorar con seriedad: la deriva institucionalista que observamos hoy en día en lugares como el Estado español. ¿Qué consecuencias a medio/largo plazo tiene la institucionalización de movimientos sociales? ¿Qué resultados reales para los estratos más desfavorecidos de la sociedad tiene la parlamentarización de sus demandas? A fin de cuentas nos topamos, otra vez, con la misma cuestión que el anarquismo siempre ha planteado: el poder del Estado.