En tiempos como los que nos ha tocado vivir es complicado sustraerse de una recurrente sensación de Déjà vu. Como si el eterno retorno nietzscheano tomara un tinte trágico y nos obligara en el breve lapso de una generación a repetir los mismos errores e ingenuidades políticas.
Que Podemos es un partido social-demócrata moderado es una realidad que ya ni ellos mismos se esfuerzan en ocultar. Hace un par de semanas podíamos escuchar a Pablo Iglesias, en la presentación del programa económico del partido, afirmar que: “Las propuestas que asumimos son las que hasta no hace mucho tiempo iba a asumir cualquier socialdemócrata”. Al menos, añadió, hasta la llegada del ex primer ministro laborista británico Tony Blair. Siendo así, ¿dónde queda esa ilusión que nos prometieron que recuperaríamos? ¿Acaso el sueño es volver a repetir una segunda transición que nos condene a otros treinte años de silencio y resignación? Aunque la historia nunca se repita de manera exacta, y nuestro país ha cambiado tanto que la situación es necesariamente diferente, el eco de la algarabía que produjo el ascenso al poder del PSOE de Felipe González resuena aún en este Podemos que promete que su asalto institucional cumplirá las expectativas de todos aquellos que se han situado a la contra del estado de cosas actual durante los últimos años. No olvidemos que dicha victoria tan sólo trajo una paz social injustificada, la devastación de los territorios y la desarticulación de formas de vida en la Península que sólo tiene parangón con la perpetrada por el franquismo durante la explosión desarrollista de los años 60.
Son muchas las preocupaciones que pueden surgir a la vista del meteórico ascenso de la formación de Iglesias. Desde el riesgo de desactivación de la protesta social (por desgracia no asociada a la consecución de sus objetivos políticos) hasta el peligro muy real de absorción de todo movimiento social en el seno del artefacto político de Podemos. Sin embargo por su gravedad y falta de miras me centraré hoy en los problemas asociados a la propuesta económica que, de mano de Juan Torres y Vicenç Navarro, Podemos hizo publica a finales del mes pasado.
Llevamos más de doscientos años inmersos en una catástrofe que no parece alcanzar su final. Desde que el proceso modernizador tomó impulso en el s.XIX, nuestro planeta ha sido testigo de una transfiguración generalizada que ha modificado territorios, formas de vida, valores e incluso deseos y sueños. Sería largo desgranar aquí las diferentes etapas de este proceso de expropiación generalizada, a la par que reivindicar a todas y todos los que se opusieron y oponen al mismo. En esencia se puede decir que el Capitalismo en su estadio actual ha olvidado, y necesita olvidar, que existen límites al crecimiento económico y material dados por la propia finitud del planeta Tierra.
Más de la mitad de la población mundial a día de hoy vive ya en ciudades. El impacto de esta realidad no debe ser en absoluto menospreciado, ya que lleva implícita el hecho de cada vez más seres humanos desarrollan su vida en un entorno basado en la movilidad permanente (elemento fundamental de las emisiones de gases de efecto invernadero), la total ausencia de producción de alimentos (que lleva como correlato la extensión y reforzamiento de la agricultura de corte industrial basada en los fertilizantes y pesticidas químicos confeccionados a partir de petróleo) o la mercantilización de todos los aspectos de la vida (el trabajo toma un papel central como garante de la satisfacción de todas las necesidades vitales, cada vez más asociadas a la esfera de lo económico) entre otros. Por otro lado, el proceso globalizador en gran medida culminado a lo largo de la última década, ha alumbrado un nuevo orden productivo en el cuál el consumo de los paises desarrollados descansa sobre la explotación humana y material del resto del planeta. La deslocalización de fábricas e industrias contaminantes ha permitido una ilusión de conciencia ecológica en los países occidentales, que en cualquier caso ha sido siempre hipócrita ya que no han dejado de situarse en ningún momento a la cabeza de los emisores de gases de efecto invernadero. De igual modo la carrera extractivista no ha dejado de tomar impulso, lo que se puede constatar dando un breve repaso a la enorme cantidad de luchas en defensa del territorio que se están desarrollando en toda Sudamérica frente a las grandes multinacionales energéticas, especialmente mineras.
No debería ser complicado darse cuenta de que todo esto es una gran locura. Desde que los valores de crecimiento económico, es decir trabajo y consumo a toda costa, comenzaron a subyugar a cualquier consideración de tipo político o moral hemos asistido al alumbramiento de una razón común que sólo se puede definir como delirante. Ante el ya manifiesto agotamiento de los combustibles fósiles nuestra sociedad se entrega en una desesperada huida hacia adelante a la extracción de casi cualquier cosa que se pueda quemar para producir energía (fracking, arenas bituminosas, etc.). Por otro lado el nivel de emisiones de gases de efecto invernadero no ha sido reducido en ningún momento, sino que ha seguido aumentado en las últimas décadas. Esto nos sitúa ante el horizonte de un seguro cumplimiento de las predicciones climáticas más pesimistas (subida del nivel del mar, desertización, caos climático, impactos en la producción de alimentos, etc.). A esta lista se podrían sumar la tecnificación generalizada de la vida, la contaminación química creciente, la desertización y agotamiento de los suelos por las malas prácticas agrícolas, etc.
Y todo esto es inseparable de la idea de que un crecimiento económico y material sin trabas es posible. Una concepción fundamentalmente ideológica que es condición de necesidad para que el Capitalismo pueda seguir teniendo pretensiones de constituir un discurso mínimamente creíble. Y asociado a este crecimiento va el problema del trabajo asalariado, que al ser una institución venerada e incuestionada obliga sin otra alternativa a la continuacióm de las dinámicas destructivas en las que nos vemos inmersos. Sólamente a través del trabajo es posible alimentar un consumo, a todas luces desmedido, que pueda dar algo de sentido a una vida en la que parece casi no existir nada, si acaso los sueños, que no pueda y deba ser comprado y vendido.
Y ante esto lo que Podemos viene a ofrecernos como alternativa es, por supuesto, más de lo mismo. Desde el momento en que el trabajo adquiere una prioridad total ante cualquier otro tipo de consideración y se entiende que acabar con la desigualdad social pasa necesariamente por la generación de más riquezas que puedan ser redistribuidas, la conclusión es esperable: reindustrializar nuestro país para que el tren del crecimiento pueda seguir su curso. Es en estos términos, en los de reindustrialización, es en los que Podemos se ha pronunciado en las últimas semanas al ser consultado sobre su plan económico para el país. En vez de cuestionar desde la base las necesidades y formas de vida que nos están abocando al suicidio, lo que nos han ofrecido es la clásica propuesta neokeynesiana de crecimiento más redistribución. La ilusión, muy en la línea de las propuestas de Attac (organización de la alguno de los ingenieros del plan económico son parte), es de nuevo que el enriquecimiento de los propietarios y empresarios a través de un nuevo proceso reindustrializador se transformará en un bienestar social generalizado a través del papel mediador del Estado como redistribuidor de la riqueza.
En primer lugar podríamos afirmar sin rubor que este escenario de perpetuación institucionalizada de la desigualdad es más que poco deseable, intolerable. Pero además de eso, es más que cuestionable que sea tan siquiera posible. Y no hablo aquí de una imposibilidad de tipo técnico como la que es enarbolada desde las filas de la derecha para intentar poner en tela de juicio la propuesta de Podemos. Más bien hablo de una imposibilidad material de volver a reactivar un proceso de crecimiento despilfarrador similar al que permitió al PSOE en la década de los 80 generar todo un entramado de bienestar. Dicho proceso ha devastado ya grandes extensiones de territorio que serán difíciles de recuperar. Por otro lado el ocaso de la energía y los materiales es una realidad. Seguir pensando que vamos a poder contar con energía barata y abundante, además de con recursos minerales de iguales características, para mantener una producción industrial en crecimiento es sólo una ilusión. Pero más allá de esta forma de determinismo energético técnico que suele ser habitual en las líneas de cierto ecologismo, es extremadamente relevante afirmar con rotundidad que nos oponemos a la perspectiva de continuar con la artificialización total del mundo sea esta o no posible. Si realmente nos planteamos una vida en la cuál la opresión desaparezca hasta los límites de lo posible, será necesario que el horizonte sea la conquista del mayor nivel posible de autonomía. En este sentido dicha autonomía debe mantener en mente no sólo la libertad de los actuales habitantes del planeta, sino que debe articularse de tal forma que no hipoteque la posibilidad de futura vida humana en la Tierra.
Pero para que dicha reformulación sea posible es necesario que dejemos de lado el trabajo asalariado como único mediador social y recuperemos un concepto más amplio de necesidad que se desacople del consumo. Si nos planteamos como horizonte el socialismo, este debe pasar necesariamente por la reapropación de las distantes facetas de nuestra vida para pasar a basarlas en la actividad comunitaria no monetaria. Se me puede tachar de iluminado, como ya hiciera Jorge Fonseca en el acto que Podemos realizó en la Universidad Autónoma de Madrid hace un par de semanas. Pero personalmente considero que, por mucho que queramos ser pragmáticos, lo anterior constituye un realidad que será una traba permanente para cualquier proyecto anticapitalista que no se sitúe con decisión frente a ella.
Para terminar me parece importante señalar que nada de esto resulta muy sorprendente. Al fin y al cabo al haber elegido Podemos la forma de partido político, y en ese sentido situarse en la conquista del poder estatal como terreno de batalla, sus límites estaban ya marcados de antemano. Recordando las reflexiones de Antonio Turiel en su articulo «Lo que no Podemos» la cosa es sencilla. Cuando la gran mayoría de la población no considera como problemáticas ningunas de las realidades de las que antes hemos hablado y nuestro único objetivo es conseguir la adhesión de dichas mayorías, ¿qué sentido tendría sacarlas a relucir?
Cronos