En noviembre de 2013, algunos nos despertamos con la noticia de que un terremoto de 3,5 grados en la escala de Ritcher había sacudido Alcorcón y el sur de la zona metropolitana de Madrid. No fue el primero, pero sí el más destacado, de una serie de pequeños seísmos que se estaban produciendo en una zona caracterizada precisamente no por su elevada actividad sísmica. Aunque la explicación pertinente nos dejó algo “fríos”¹, el suceso no pasó de ser una mera anécdota para la población y la noticia simpática del día para los telediarios. Sin embargo, no pasó tan inadvertida para el gobierno municipal, que enseguida puso en marcha su maquinaria mercadotécnica para hacer de ello algo para recordar. A comienzos de 2014, el ayuntamiento –con su alcalde David Pérez a la cabeza‐ anunciaba que el próximo año Alcorcón sería el escenario de un simulacro de terremoto. Más allá de la hilaridad que puede producir la visión de un simulacro en un municipio con más de 170.000 habitantes, la idea parece que tomó cuerpo entre diversos organismos y ya no asistiremos a una mera exhibición sino que el evento ha ascendido a la categoría de Congreso Internacional de Intervención en Grandes
Catástrofes
Este Congreso nace supuestamente bajo la necesidad de “coordinar, preparar y entrenar a nuestros profesionales” (fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, sanitarios, organismos públicos…) para dar una respuesta “rápida y eficaz” a las situaciones de emergencia y se reduzcan sus “trágicas consecuencias”. El mega‐evento de cinco días incluirá talleres y ponencias de diferente tipo con la presencia de especialistas en emergencias, ong’s, bomberos y militares de diversas partes del mundo y estará presidido por la mismísima reina en persona.
Lo terrorífico es la normalidad
Todas las estadísticas confirman que las catástrofes naturales son un suceso excepcional. No obstante, la proliferación de congresos de esta índole y la toma de medidas legislativas de carácter excepcional en todos los ámbitos parecen indicarnos que caminamos en la dirección opuesta. Casi a diario nos llegan noticias sobre catástrofes naturales de todo tipo a lo largo y ancho del planeta (algunas de ellas, y sin disimulo alguno, consecuencia directa o indirecta de guerras). La elección misma de la expresión catástrofe natural lleva implícito el sentido de aleatoriedad, de azar, de imposibilidad de prever. Bajo este paraguas quedan, por tanto, incluidas en teoría todos aquellos accidentes producidos por la naturaleza.
Como se entenderá, el problema podría pasar por definir qué puede considerarse catástrofe natural y qué no². Sin embargo, bajo la óptica en la que nos encontramos –la óptica de los congresos y de los profesionales de la emergencia‐ la importancia no radica en si son producto de la propia naturaleza o son producidas por efecto de la acción humana sobre el medio sino en su inclusión y asimilación como contratiempo inevitable en nuestro devenir cotidiano. No nos encontramos ya en la época de la negación de las catástrofes: éstas se producen sin más y, por lo tanto, se hace necesaria su gestión. Y ésta, pasa por acostumbrarnos a su presencia, es decir, a aprender a convivir con ellas³.
No albergamos esperanza alguna de que ponencias como “El accidente de Fukushima: lecciones identificadas” cuestione de raíz todo lo relacionado con la energía nuclear más allá de consideraciones preventivas o de carácter técnico. Tampoco esperamos que hablar sobre “La importancia de los sistemas de agua potable autogestionados” nos dote de las herramientas colectivas necesarias que nos permitan concebir dicho recurso de una manera distinta a la actual. Lo substancial de todos estos encuentros y congresos y de las enseñanzas de las situaciones de emergencia reside únicamente en la adquisición de mayores conocimientos sobre el desastre para su divulgación, convirtiendo la emergencia en normalidad.
Esta adaptación a la catástrofe se manifiesta de múltiples formas y avanza en todos los campos. La presencia en el Congreso de militares, y de la funesta Unidad Militar de Emergencias (UME) en particular, sólo puede ser conducente a la aceptación de la soldadesca en labores que anteriormente realizaba población civil y a su normalización en cada vez más facetas de la vida cotidiana, haciéndolos más útiles, más cercanos, en definitiva: humanizando lo militar. La clásica imagen de militares en contiendas bélicas ha sido transformada por la estampa de las misiones de paz y de ayuda humanitaria en zonas de conflicto, sumándose ahora las de auxilio y salvamento en zonas de catástrofe natural, convirtiendo algo que antaño se antojaba excepcional –la presencia militar fuera de los cuarteles‐ en una circunstancia cada vez más habitual. Y lo que tiene aún mayor calado: convirtiendo su presencia en necesaria dentro de los esquemas de las situaciones de emergencia. El estado de alarma implantado en Barajas durante la huelga de controladores aéreos (2010), el terremoto de Lorca (2011), los incendios forestales, su inclusión en los cuerpos de policía local (2014)…son sólo la cara más visible de esta incursión de lo militar. Siguiendo esta senda de excepcionalidad, podríamos hacer mención a la escalada represiva llevada a cabo tanto a golpe de legislación como de actuaciones policiales. La implantación del nuevo código penal y de la ley de seguridad ciudadana constituyen un paso más hacia la normalización de lo excepcional. La repugnante masacre del Charlie Hebdo, escenificada en forma catástrofe, es decir, como situación inevitable –no sabemos si natural o no‐ debe ser asimilada y nos debe hacer a todos partícipes de la constante situación de criminalidad permanente en la que vivimos. La presencia policial y militar en las calles de Francia, Bélgica o Dinamarca no nos tendría que sorprender; su falta es lo que nos debería empezar a preocupar, puesto que presagia la próxima llegada de algún tipo de cataclismo.
A partir de este momento, lo extraño será no pasear por las calles bajo la atenta mirada de funcionarios públicos y cientos de cámaras de seguridad. La simple existencia de peligros inminentes que penden sobre nuestras cabezas cual espada de Damocles justifica que así sea. Las numerosos redadas policiales llevadas a cabo a nivel local e internacional (presentes o futuras), convertidas en espectáculos públicos masivos al ser televisadas y radiadas prácticamente en directo, lo deberían poner de manifiesto. El ideal de seguridad aspira a imponerse como el principal y hegemónico, si no lo ha hecho ya. Como vemos, todas estas medidas auguran un nuevo período de planificación y control social –dentro de la normalidad‐ que alcanzará su culminación en el momento en que ya no sea posible distinguir entre normalidad o emergencia, cuando lo excepcional sea la regla.
Alcorcón, Estado de emergencia
La elección de Alcorcón como lugar para celebrar este congreso no podía ser más adecuada. No entendida en el sentido de sus altos índices de desastres naturales producidos por terremotos, inundaciones, actividad volcánica o incendios de miles de hectáreas, sino como metáfora visionaria que bien han sabido captar nuestros dirigentes municipales.
A diferencia de experimentos anteriores, el evento en cuestión no supondrá la creación de miles de puestos de trabajo ni será un motor de primer nivel para el desarrollo económico de la región. En esta ocasión, el Congreso de Catástrofes lo que logrará será situar en el mapa a Alcorcón como una ciudad comprometida en la “protección de la vida, la seguridad y la solidaridad humana”⁴. Dirigido a autoridades, directivos y cuerpos de emergencia, no supondrá siquiera la dinamización de la economía local (a no ser que queramos entender con ello el pago de los 250€ que cuesta asistir) pero nos reportará prestigio de cara a nuestra capacidad de organización futura en eventos de similares dimensiones. Lo de situar un territorio en el mapa no es algo que nos coja desprevenidos.
Viene siendo costumbre, con cierta antigüedad ya en tierras ibéricas, lo de promocionar el pueblo de uno ya sea mediante expos, eventos deportivos, parques temáticos o infraestructuras de cualquier tipo. Competir con otros lugares (por otra parte, idénticos en esencia al tuyo) para convertirlo en único y diferenciarlo de todos los demás es el guión asumido en casi todas partes: Alcorcón se limita a hacer, ni más ni menos, lo que hacen el resto de poblaciones. En este sentido, Alcorcón no es paradigmático en lo que se refiere a su comportamiento como entidad municipal particular sino como modelo normalizado de funcionamiento. La construcción de una imagen diferencial asociada a un territorio forma parte de la necesaria adecuación de las urbes de cara a poder competir en el mercado internacional de ciudades si lo que se quiere es acceder a inversiones y a la llegada de empresas e industrias. Esto, lo único que viene a demostrar es que las ciudades son un reflejo más de los cambios producidos en las relaciones económicas, cuya manifestación más palpable se da en forma de transformación del espacio urbano (tanto en lo que se refiere a su estructura como a su organización social). La ciudad se trasmuta en producto, producto que mercantiliza todo lo que ella contiene, habitantes incluidos.
Si la imagen que ahora se pretende proyectar es la asociada a la “protección de la vida” y la “seguridad”, antaño lo fueron la cultura, el deporte de base, la familia, la integración o la multiculturalidad⁵. Transitados ya todos estos escalones, imaginamos que algunos se repetirán en el futuro. (Únicamente echamos de menos –aunque seguro que por falta de memoria del que escribe esto‐ el argumento de la sostenibilidad, el medio ambiente y la ciudad verde). Lo cierto, es que la imagen que transfiere Alcorcón a sus habitantes en la actualidad –insisto, la misma que podría arrastrar otra población de cualquier latitud ibérica‐ se encuentra más cercana al concepto de decadencia. Quizá el calificativo de nicho sea excesivo, pero expresa bien la capacidad para almacenar personas en un mismo lugar y está más próximo al ideal securitario que las condiciones actuales confieren. Pasear por Alcorcón es ver cientos de locales y naves industriales vacías, desarrollos urbanos a medio hacer y esqueletos de edificios abandonados; es ver suciedad en las calles, arbolado enfermo, policía y banderas patrias ondeando en cualquier rotonda. Si a todo esto se le suma nuestra experiencia en proyectos megalómanos de la peor especie, podemos concluir que, efectivamente, Alcorcón no es noticia por sus cientos de casos de ébola sino porque nos encontramos sumidos en la catástrofe más absoluta. El perpetuo ruido de sirenas de ambulancia y policía solamente visibiliza el estado de emergencia permanente en el que nos encontramos (y no debido precisamente a los altos índices de criminalidad). No esperemos, pues, diluvios universales ni plagas apocalípticas, el desastre en ciernes que se nos anuncia no es tal, estamos instalados en él desde hace tiempo.
La transformación del espacio urbano en Alcorcón ha llevado siempre el sello indiscutible de la urbanización, de la expansión geográfica más allá de todo límite como receta única. Así podemos encontrarnos hectáreas completas dedicadas a centros comerciales (Parque Oeste y CC Tres Aguas) y kilómetros de atascos en torno a ellas, además de centros de ocio nocturno cerrados desde hace años (CC Opción), entre otros… Si por algo nos hemos caracterizado en los últimos tiempos, es por el empeño de nuestros regidores municipales por dejarnos grandes obras para la posteridad. Si a uno se le ocurrió la magnífica idea de levantar inmensas moles de acero y hormigón –todavía sin acabar y sin visos de hacerlo en un futuro próximo‐ para instalar un Centro de Creación de las Artes (CREAA), el actual soñaba con el excitante sonido de las máquinas tragaperras de Eurovegas.
Después de estos antecedentes, ¿qué mejor sitio para albergar un congreso de catástrofes de carácter internacional? Aún así, no nos hemos desviado ni un ápice de esta fórmula y se continúa tras la senda del progreso materializado en nuevos desarrollos urbanos: más casas para la zona de Retamar de la Huerta y la construcción definitiva del polígono industrial El Lucero (otro proyecto paralizado desde hace años). Por si esto fuera poco, empresas inmobiliarias como el Atlético de Madrid continúan al acecho –más aún si cabe después de saber que el magnate chino Wang Jianlin se ha hecho con los terrenos de Campamento‐ para urbanizar el último resquicio libre de cemento en Alcorcón, su zona norte. Si esa es la línea a seguir no debemos desfallecer por el fiasco que ha supuesto Eurovegas, en breve será sustituido –de forma mucho más humilde‐ por la nueva Ciudad del Bricolaje (¿o acaso pensabais que os ibais a quedar sin trabajar?). Más allá de todos estos episodios, concretos pero en esencia comunes a muchas zonas de las áreas metropolitanas de las grandes ciudades, la preocupación por la catástrofe pasa a nuestro entender por el papel que juegan las personas en este escenario. No hay peor situación que aquella en que la imagen proyectada por la ciudad es asumida en la práctica (y no hacemos referencia a la imagen de gran ciudad promovida por los ayuntamientos sino a la más cercana a la realidad, la decadente).
Conseguir que espacios y calles que todavía conservaban algo de bullicio y de encuentro entre las vecinas hayan sido reducidas al mero tránsito o sustituidas por la permanencia en nuestras casas, nos debería llevar a interrogarnos sobre nuestras verdaderas necesidades y deseos y el lugar al que han sido relegados. En definitiva, preguntarnos, tal y como lo hacía una canción de los años ochenta, cómo nos han convencido para llevar esta ridícula vida⁶.
Tal vez este congreso no suponga una transformación urbana al estilo de la vislumbrada en el proyecto Eurovegas, pero sí trasluce el deseo de normalizar cada vez más el desastre (este desastre cotidiano), de hacernos vivir bajo una cultura de la emergencia permanente. Somos conscientes de que un mayor grado de conocimiento sobre la catástrofe por sí mismo no mejorará nuestra vida ni presupone de entrada un factor de rebelión, más bien nos prepara para hacerla más sostenible e incorporarla a la cotidianidad. Por ello, si hemos de imponernos la tarea de reconstruir el territorio, de gestionar de manera común el espacio, deberemos ante todo arrebatarle su condición de mercancía: potenciar los pequeños espacios existentes que permanecen refractarios y ajenos al mercado, poner límites a lo urbano, paralizar todos los planes de ordenación territorial rechazando la institucionalización ‐por definición integradora y normalizadora‐ y combatir la degradación social recuperando la facultad usurpada para tomar decisiones y ponerlas en práctica desde lo colectivo. En las circunstancias actuales, no cabe duda de que caminar entre las ruinas (metafóricas y no metafóricas) formará parte de este periplo, lo que dependerá de nosotros mismos –los afectados‐ es determinar durante cuánto tiempo.
Alcorcón, febrero 2015.
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Notas
1.- Según el Jefe de Área de Geofísica de la Red Sísmica del Instituto Geográfico Nacional, el terremoto se produjo por la rotura de “una pequeña falla fría que no está cartografiada”. Otros científicos y expertos lo relacionan incluso con el Proyecto Castor.
2.- Para una visión de ello, puede leerse el texto ‘No existen catástrofes naturales’ incluido, entre otros, en el libro Si vis pacem. Repensar el antimilitarismo en la época de la guerra permanente (Ed. Bardo, 2011).
3.- Pasos para vivir con la catástrofe: 1º) Al principio, no hay ningún peligro en absoluto; 2º) Con el paso del tiempo, aparecen peligros pero la ciencia y la técnica serán capaces de dominarlos; 3º) Por último, es preciso considerar esos peligros como algo natural y vivir con ellos, pues no hay forma de dominarlos.‐Roger Belbeoch: Chernoblues. De la servidumbre voluntaria a la necesidad de servidumbre (Malapata Ed./ Hermanos Quero, 2011).
4.- Palabras del alcalde David Pérez en la bienvenida del congreso.
5.- Algunas quizás recuerden aquel “Alcorcón, municipio abierto” de los socialistas, cuando nos hermanábamos con ciudades latinoamericanas (viajes de confraternización incluidos).
6.- Nos han convencido para llevar una ridícula vida….‐ Incorruptible, canción del grupo RIP.