(Escribo a raiz de los artículos de La Colectividad sobre el tiempo en el capitalismo… y otras lecturas)
El tiempo no son los leds que se encienden y se apagan eléctricamente para obtener sentido, ni manecillas que giran incesantemente. No son granos de arena deslizándose desde el cono superior al vacío, amontonando el pasado. El tiempo tiene también que ver con la acción y la reflexión sobre lo que realizamos. Mucho tiempo, o poco… ¿Para qué? Conceptos que se vuelven abstractos por la valoración personal de aquello que está sucediendo, de lo que está por suceder.
El orgullo zapatista y su revolución lenta pero profunda es un ejemplo de transformación inaceptable para la modernidad. Así encontramos documentos infames que hablan de lo estéril de la acción zapatista en base a los criterios que marcan sus opositores y falsos compañeros. El nacimiento del Sup Marcos y su transformación en Galeano, movido por el entendimiento poético de que incluso los muertos siguen luchando, demuestra una posición firme frente al tiempo exterior que pretende imponerse. Su último comunicado es una rebelión frente a la posibilidad, real y en proceso, del etnocidio zapatista. Hace aparecer también a los desaparecidos en Ayotzinapa y devuelve la importancia a lo importante. “En lugar de tuits, hacemos escuelas y clínicas, en lugar de trending topics, fiestas para celebrar la vida derrotando a la muerte.”
El reflejo de la derrota que podría haber sido se muestra a las claras en el mundo rural occidental, convertido en una mala copia de lo urbano. Según la flecha temporal que marca inevitablemente el progreso, el tiempo se trastocó para los labriegos y paisanos, pasando por encima de las impotentes y envejecidas comunidades campesinas al brutal estilo en que imaginaba Werner Rösener*: como un ferrocarril sobre una carretilla. La locomotora de la historia trae consigo la ociosidad y la explotación asalariada. Antes, el trabajo duro, reconfortante, en beneficio propio y comunitario, se repartía a lo largo de la vida con instantes de esparcimiento sujetos con los alfileres de la sociabilidad. Ahora, deja lugar a las largas horas vacías frente al televisor y largos segundos de trabajo industrializado, también en el campo. Mientras, la atomización mata a la sociedad como un cáncer.
Todas esas comunidades murieron por el mismo deseo de (hacerlas) “prosperar”. Economía rentable, ultramovilidad, ayudas para la mecanización… ¿La prosperidad de quién, cabe preguntarse? La misma que llenó los suburbios de las grandes ciudades hace 50 años y los convirtió en espacios de concentración: Insalubres, sin servicios, sin futuro.
Late el mismo deseo de destrucción en quienes querrían hacer de la revolución zapatista una realidad mensurable, protocolarizada, parametrizada. Quien ignora el compromiso zapatista con el reencantamiento del mundo y olvida la oposición militar del Estado mexicano. Quien valora desde una mentalidad incapaz de reconocerse a sí misma, porque es incapaz de reconocer al otro.
*Werner Rösener, Los campesinos en la historia europea. Crítica, 1995.