Insurrección abierta

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«Nos parece que lo que verdaderamente quita la libertad
y hace imposible la iniciativa,
es el aislamiento que vuelve impotente»
Errico Malatesta.

Se tiene una idea cuantitativa de revolución, algo así como una sobreproducción de actos de revuelta individual. Émile Henry escribió: “No perdamos de vista que la revolución no será sino el resultado de todas estas revueltas particulares”. La historia desmiente abiertamente esta tesis. La revolución es el choque de un acto cualquiera (la toma de una prisión, una nueva okupación, el suicidio de alguien desahuciado) y la situación en general, y no la suma aritmética de actos de revuelta por separado. Aquellos que parten de esta tesis cuantitativa tienen el camino señalizado, ya que su desenlace es previsible: uno se agota en un activismo que no va a ninguna parte, uno se abandona a un discurso agotador de la acción donde todo gira entorno a actualizar su identidad radical. Esto dura un tiempo (el tiempo de la depresión o la represión). Y resulta que uno no ha cambiado nada. Su condición parece ser el autohundimiento permanente. Ninguna forma de acción es en sí misma revolucionaria. El sabotaje ha sido practicado tanto por reformistas como por fascistas. El grado de “violencia” en una manifestación no dice nada de su pretensión revolucionaria. No se mide el grado de “radicalidad” por el número de vitrinas rotas; este criterio únicamente es utilizado por aquellos preocupados en medir cuantitativamente los fenómenos políticos.

Un gesto es revolucionario no por su contenido propio, sino por los efectos que engendra. Revolucionario es aquello que efectivamente causa revoluciones. Es por el sentido que toma al entrar en contacto con el mundo que una acción es subversiva, o no. La verdadera actividad para los revolucionarios es la de hacer crecer las potencias en las que participan, en tratar bien a todas las personas susceptibles de abarcar una situación revolucionaria, independientemente de su ideología. Aquellos que oponen los “radicales” a los “ciudadanos”, los “rebeldes” a la “población pasiva”, solamente consiguen construir obstáculos para que se abarque dicha susceptibilidad. Y de paso anticipan el trabajo de la policía al señalarse a sí mismos como “revolucionarios profesionales”. Es bastante sencillo entender que no están ocupados en construir una fuerza revolucionaria real, sino en mantener una fantasmal carrera hacia la radicalidad. Se teme ya no ser radical, como se teme en otras partes no ser cool o hipster. El aislamiento de estos medios es algo estructural: han puesto entre ellos y el resto del mundo el criterio de la radicalidad, y mientras no se entienda esto solo seremos impotentes con muchas ganas de perder el tiempo. Tiempo que, por otro lado, corre en nuestra contra.

Separar a los gobernados de su potencia de actuación política es lo que hace la policía cada vez que, al finalizar una manifestación, trata por todos los medios de “aislar a los violentos”. Para aplastar una insurrección nada es más eficaz que producir una escisión en el seno de la población insurrecta, entre la minoría militarizada, generalmente clandestina y pronto “terrorista”, y el resto de la población. Resulta interesante analizar los hechos ocurridos en Irlanda del Norte a finales de los años sesenta y principios de los setenta. En agosto de 1969, la fuerza del IRA formó un bloque con los barrios católicos que se habían declarado autónomos. Los guetos se habían sublevado, habían levantado barricadas en cada entrada y estaban cerradas a la policía. Algunos compraban comida para aquellos que ya no podían moverse libremente debido a su clandestinidad. Otros jóvenes alternaban la escuela por la mañana y las barricadas por la tarde. El IRA se fundió con el tejido extremadamente denso de esos guetos. En 1972 todo parecía posible. La respuesta de Gran Bretaña no se hizo esperar; vaciaron los barrios, seccionaron las comunicaciones y lograron separar a los revolucionarios profesionales del resto de la población amotinada, arrancándoles así las mil complicidades que habían logrado tejer. De esta manera se constriñó al IRA para que no fuese más que un grupo paramilitar, una fracción armada condenada al agotamiento, al encarcelamiento y a las ejecuciones. La táctica de la represión consistió en hacer existir a un sujeto revolucionario radical, para luego separarlo de todo lo que hacía de él una fuerza viva de la comunidad. Todo esto sumado a los falsos atentados atribuidos al IRA produjo que este fuese visto como un monstruo políticamente desligado. Conclusión: el aislamiento (producido por nosotros mismos o por el Estado) conduce al fracaso de cualquier levantamiento o insurrección.

No pensemos que se busca “destruirnos”. Partamos más bien de que se busca “producirnos”. Producirnos como sujetos políticos. Como “anarquistas”, como “Black Bloc” o como “antisistemas”. Disolvamos de una vez al sujeto-terrorista que el Estado se toma tanto trabajo en imitar.En el fondo esto abre el viejo debate de saber si hay que ir al encuentro de la sociedad para cambiarla, proponiéndole y dándole el ejemplo de otros modos de organización, o si hay simplemente que destruirla sin tomar en cuenta a aquellos que, por su pasividad o sumisión, aseguran que se perpetúe. Un error común es que los revolucionarios tratan de concienciar a la “población” desde la exterioridad vacía de no se sabe qué “proyecto de sociedad”.

Es imposible establecer una comunicación eficaz cuando una de las partes es completamente ajena a la otra.

La minoría consciente tiene que partir más bien de su propia presencia, de los lugares que habita, de los territorios que les son familiares y cotidianos, de los vínculos que los unen a su alrededor. Raúl Zibechi escribía tras la insurrección de Bolivia en 2003: “Acciones de esta envergadura no pueden consumarse sin la existencia de una densa red de relaciones entre las personas; relaciones que son también formas de organización. El problema es que no estamos dispuestos a considerar que en la vida cotidiana las relaciones de vecindad, amistad, compañerismo, camaradería, son organizaciones de la misma importancia que el sindicato o el partido. Las relaciones y acuerdos pactados y codificados formalmente suelen tener más importancia que las fidelidades tejidas por vínculos afectivos. Son los mismos órganos que sostienen la vida cotidiana (asambleas de barrio) lo que sostienen el levantamiento”.

Tenemos que conceder a los detalles más cotidianos, más ínfimos de nuestra vida común, el mismo cuidado que concedemos a la revolución. La mayoría de organizaciones y sindicatos hablan estando separados, aislados de toda vida comunitaria, y de esta manera es imposible incrementar potencia alguna. Al contrario, nos quema y al mismo tiempo el aislamiento nos señala ante el Estado como “sospechosos”. El tacto con los demás, hoy en día, es el aspecto cardinal de todo revolucionario que se precie.

“La lucha está en la calle” no quiere decir solamente ir a tropecientas manifestaciones, pasearse por la ciudad o romper escaparates. La lucha en la calle tiene otro componente más simbólico, pero no por ello menos importante. Calle es vivirla, sentirla y estar con la gente, compartir, escuchar, aprender. Es recrear comunidades y barrios mediante la secesión. Es establecer vínculos, redes, solidaridades. Es disolverse en la comunidad para no tener un rostro reconocible que facilite el trabajo del Estado. A menudo la militancia nos aparta del mundo y de la calle real. Es hora de desembarazarse de toda la morralla mental que arrastramos y partir de lo que se da. La historia del movimiento revolucionario es, en primer lugar, la historia de los lazos que le otorgan su consistencia. La tarea revolucionaria se ha convertido en una tarea de traducción. No hay un “esperanto” de la revuelta. No se trata de que los demás aprendan a hablar anarquista, sino de que los anarquistas seamos políglotas.

Tampoco se trata de escoger entre el cuidado hacia lo que construimos y nuestra fuerza de choque política. Nuestra fuerza de choque está hecha de la intensidad misma de lo que vivimos, de las formas de expresión que se inventan, de la capacidad colectiva para soportar la prueba de aquello a lo que se enfrenta. Lo real es lo que resiste.

«¿Qué es la felicidad?
El sentimiento de que la potencia crece;
de que un obstáculo está a punto de ser superado»
Friedrich Nietzsche.

Radix

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