Llegadas a este punto, se nos quedan cortos la crítica superficial al estado de las cosas y el moralismo, no menos superficial. No podemos decir que hay una supuesta, difusa, «casta» y que el sujeto político que puede cambiar las cosas es todo aquel que se oponga a ella. No podemos hacerlo porque, en el momento en que la dirigencia anticasta ocupe el Poder, si eso llega a ocurrir, y acuse la tremenda presión de la herencia recibida (véase el caso de Syriza en Grecia), de los acreedores y de la patronal, cualquier enfrentamiento entre facciones se puede convertir en una competición sobre quién es más o menos casta. No podemos porque a nadie se le escapa que ninguna dirigencia política, por muy sagaces que sean sus miembros y muy buenas sus intenciones, puede cambiar a quien no quiere cambiar. Aunque cambien otras cosas, las relaciones cotidianas en el trabajo, en los centros de estudio, en las asociaciones, los bares, las familias, parejas y cuadrillas de chavales de los parques y escaleras no superarán el «todas contra todas», la mezcla de egocentrismo, apatía y desconfianza que llamamos «normalidad».
Se nos puede decir que esta mezcla de valores, actitudes y posiciones políticas es complicada, que es querer abarcar demasiado. Sostenemos exactamente lo contrario. Tampoco es que digamos que de cada grupo, formal o informal, deban salir normas éticas que marquen qué es lo correcto y qué lo incorrecto. Más bien, defendemos un discurso –y, por tanto, un discurrir– que además de criticar lo inadmisible señale lo admisible y busque lo deseable y que, además de analizar el pasado, proponga un futuro desde el presente. Casi nada, ¿eh? En realidad, no entendemos que esto sea tan ambicioso como nos puede parecer por nuestra cultura política, sino que podría darnos cohesión, siempre que no nos empeñemos en tenerlo todo organizado desde el principio y sepamos tener paso corto y mirada larga.
Una de las cosas en que damos la razón a las podemitas, así como a las compas del Procés Embat, Aunar y Apoyo Mutuo es en que pensar con lógica no basta. De nada sirve nuestro discurrir si nuestro discurso es agresivo o incomprensible; no nos basta con tener la razón, queremos compartirla con el máximo posible de personas. En este sentido, como comunista libertario, este articulista saluda la evolución que ha visto en los últimos años, tanto en grupos informales como en la actual Federación Estudiantil Libertaria, en esta misma Regeneración o en el proceso de convergencia popular de Embat y compañía, evolución de un anarquismo más moral (más centrado en tomar posiciones) a otro más social (más centrado en ser motor de cambio social). No obstante, nos estamos dejando en el tintero explicar un poco más qué aclaración política (¿y ética?) estamos defendiendo e incluso de qué cambio estamos hablando todo el tiempo.
Cuando hablamos de cambio, hablamos de un cambio profundísimo y que implicará seguir esforzándonos a corto, medio y largo plazo. Se nos está diciendo que estamos ante una «ventana de oportunidad» que puede cerrarse en cualquier momento, ya que, según quienes lo dicen, la población no puede estar en estado de efervescencia permanente y, en lo económico, la crisis podría estar remitiendo, lo que podría fortalecer la idea de que el ciclo anterior se ha terminado y se entra en uno nuevo, cosa que favorecería cierta desmovilización masiva. No podemos estar de acuerdo con nada de esto. No podemos tomarnos en serio el supuesto final de la crisis porque: 1) un gran número de personas ya han descubierto que las grandes cifras de la economía (macroeconomía) no se corresponden con lo que ven en sus carteras y las de las personas cercanas, en el día a día (microeconomía), así que sería suicida rendirnos en este terreno; 2) algunos de los elementos más conocidos de la recuperación macroeconómica son el aumento de las exportaciones (España, dentro de su contexto, es un estado que produce barato y con una moneda, como es el euro, debilitada), las restricciones a las deslocalizaciones (o sea, que trabajamos tanto por tan poco dinero y exigiendo tan pocas garantías a las empresas multinacionales que hacemos mejor que antes la competencia a estados de Europa del este, Latinoamérica y África) y una nueva burbuja inmobiliaria, esta vez más ligada a la clase alta, pero no sólo a la española, sino de todo el mundo (que es como decir que nos estamos echando al cuello una de las sogas que empezamos a notar hace seis años, pero decimos que es una corbata para tranquilizarnos) y 3) dentro del mercado global, independientemente de que la posición española sea un poco mejor o peor, no hay ningún cambio significativo –como sí lo hubo con otras grandes crisis, por ejemplo, las dos últimas–: no hay manera de aumentar el consumo sin alimentar el endeudamiento o reducir el margen de beneficio de las empresas, todo ello mientras la gesta la crisis energética. En rigor, nadie se atreve a decir que la actual recuperación sea algo más que una pausa momentánea y, si alguien puede contar con que lo sea, no somos nosotras; no porque ser anticapitalistas nos obligue a ser agoreras en lo macroeconómico, sino por esta falta de motivos y por lo peligroso de hacerse esperanzas.
Vaya, que debemos confiar en nuestras fuerzas como clase social y no en un estado más o menos desfavorable de la economía y que, además, no debemos agobiarnos demasiado con la supuesta ventana de oportunidad. Es posible, ciertamente, que quienes más crean opinión pública –medios de comunicación y personajes con visibilidad en esos medios– consigan, pese a nosotras, extender dentro de un tiempo la idea de que la etapa de crisis económica y política se ha terminado para invitar a los sectores movilizados de la sociedad a volver a casa. No obstante, entendemos que es nuestra responsabilidad evidente oponernos a esta idea, tanto por el desmentido económico ya dicho como por la vertiente más claramente política: no sólo las demás hacen política, la hacemos todas. Si algo hemos aprendido en espacios de lucha como el actual movimiento por la vivienda, las redes de solidaridad popular o el sindicalismo de clase es el valor de lo colectivo en todo momento y lugar. Quienes se resignan a funcionar en base a ventanas que se abren un tiempo cada treinta o cuarenta años y entienden la desmovilización masiva como algo natural, parte de la historia que siempre vuelve, tendrán que asumir sus responsabilidades si consiguen convertir eso en una profecía autocumplida, como amenazan con hacer. Entendemos la inestabilidad como un ingrediente del momento presente, del funcionamiento del capitalismo e incluso de la vida misma, en menor medida, y no vemos tanta diferencia entre las perspectivas a corto, medio y largo plazo. No firmaremos ninguna paz social ni ningún cheque en blanco y nos gustaría creer que quienes hablan de asaltar las instituciones tampoco firmarán esa paz; si lo hacen, de nuevo, estaremos hablando de una decisión asumida y no de una especie de inevitable cambio meteorológico. No estamos en esto para cerrar ventanas y entendemos que uno de los mayores, en estos años de repunte de la resistencia por los derechos básicos (vivienda, alimentación, salud) es pasar de esa resistencia a un contraataque más ambicioso.
Y, aun entendiendo todo esto, ¿podemos, sin llevar el carnet de anarquista en la boca, intervenir como anarquistas? ¿Qué es lo que podríamos ofrecer a quienes no son anarquistas?
En primer lugar, no se trata de ofrecer una especie de nueva receta de algún producto, ni siquiera de recitarles definiciones de la Anarcopedia o pasajes de Errico Malatesta (por más que ambas sean fuentes de lo más interesante). Tampoco se trata de una invitación para que añadan «anarquista» a la lista de adjetivos con que se describen ni de una imposición apocalíptica para que se conviertan o, de no hacerlo, mueran en la apatía o la ingenuidad. El anarquismo, con este nombre o cualquier otro, puede y quizá deba ser un llamamiento. Sabemos que no inventamos nada, sólo subrayamos el planteamiento que, existiendo ya, nos parece que vale la pena conservar y potenciar.
En segundo lugar, quizá haya mucho que aprender del anarcosindicalismo. Probablemente lo más interesante de esta herramienta es que fue pensada en gran medida desde el anarquismo y por anarquistas, pero no necesariamente para anarquistas. El anarcosindicalismo ha tendido a definirse en base a tres ejes bastante sencillos: una finalidad (la instauración del comunismo libertario), presente como objetivo último; unos principios (apoyo mutuo, federalismo, solidaridad), que dan sentido a esa finalidad dentro de un concepto de las relaciones humanas, para hoy día y para cualquier época, y unas tácticas (acción directa, autogestión), que permiten abordar conflictos laborales, y no sólo laborales, aquí y ahora y, a la vez, avanzar hacia esa finalidad última.
En tercer lugar, entendemos, como ya se ha insinuado, que la intervención política no responde sólo a la resistencia contra problemas prácticos e inmediatos (conflictos en el trabajo, por la vivienda, por que no falte comida), sino que lucha contra esos problemas desde una cosmovisión que aporta ese horizonte y esos principios. Si en el primero de estos tres textos hablábamos del relato político que analiza el pasado reciente para explicar el presente y en el segundo lo relacionábamos con su contexto histórico para que ese pasado reciente no parezca una mera casualidad o un accidente, ahora nos atrevemos a ir un poco más lejos. La intervención política de cara a las elecciones necesita cierto relato político para ganárselas a quienes las han ganado en las últimas décadas; la intervención con voluntad revolucionaria puede buscar cierta cosmovisión para explicar por qué las elecciones no bastan y, sobre todo, para luchar contra la apatía y el derrumbe social que hemos visto y aún vemos: desprecio por la gente (así, en general), apatía, nihilismo (que lleva o bien a la apatía o, en el mejor de los casos, al rechazo anti-todo o, por compensación, a huir del propio nihilismo abrazando algún fanatismo tradicionalista o de otro tipo)… Habrá diferentes enfoques y cada cual tendrá sus matices, pero, en términos generales, el funcionamiento horizontal, sin dirigentes, no es sólo el más abierto a todo el mundo y el que más permite ahondar en lo colectivo –insistimos, el gran descubrimiento de los últimos años, algo tan antiguo como que no estamos solas con nuestros problemas y que la unión hace la fuerza–. Es además el funcionamiento inevitable si se está ensayando una cultura política donde las decisiones sean de todas, ya que de todas serán sus consecuencias. La autogestión, el apoyarnos sólo en nuestras propias fuerzas, no es una especie de ombliguismo o de elitismo político, ya que ese nosotras está abierto y depende de qué proyecto (acción, campaña, organización, etc.) estemos hablando; es parte del proceso por el que nos fortalecemos colectivamente y nos preparamos para hacer cada vez mejor las cosas y cada vez más cosas. Es el camino del autogobierno por el que, a la larga, podremos prescindir de los gobiernos. El apoyo mutuo, la cooperación, no es sólo que yo te apoye si te quieren desahuciar y tú lo hagas si mi patrón no me quiere pagar: es la razón de ser de la misma sociedad. No abandonamos a las personas ancianas, débiles o gravemente enfermas, quizá eso no sea rentable económicamente, pero ni lo sabemos ni lo queremos saber. Si vivir en sociedad tiene algún sentido es que quienes mejor se encuentren cuiden de las que en ese momento estén enfermas o sean ancianas y provean para ellas, es compartir en las duras y en las maduras. Somos una especie que nace en un estado de total dependencia, incapaz de comer por sí misma en meses, incapaz de andar hasta al cabo de aproximadamente un año, pero preparadísima para desarrollar lazos emocionales y mentales y comunicarse con otras humanas. No debería hacer falta decir más para aclarar que, contra la obsesión liberal por la competencia (Adam Smith, Darwin, …) que alimenta la desconfianza y generaliza la dependencia, el apoyo mutuo es parte de la vida misma (Kropotkin ya lo explicó largo y tendido) y promueve una generosidad que no es un contrato laboral ni un imperativo por decreto, sino la savia misma de la vida en sociedad.
Postulamos, pues, seguir dando respuesta a los problemas inmediatos y a cuantos vemos a corto, medio y largo plazo desde esa cosmovisión humanista y, en fin, disputando al Enemigo algunos de sus conceptos habituales para ampliar la resistencia a un contraataque a medida que el empoderamiento colectivo funciona y avanza.
En cuanto a esos conceptos habituales, el de ciudadanía, sin ir más lejos, está falseado. Ya dijimos por qué tiene más sentido hablar de personas que de ciudadanas en el primer texto, pero es que, además, a cada persona se le supone sometida a las leyes, cuando a nadie se le puede exigir que cumpla compromisos que no ha adquirido y apechugue con decisiones que no ha tomado. Mejor haremos en seguir reivindicando a la persona como primer sujeto político, base de la soberanía, y el pacto federativo, la asociación entre iguales sin amenazas ni chantajes, como base de la sociedad. Directamente relacionado con esto están los conceptos de responsabilidad y poder, que hay que disputar, sobre todo a los sectores más conservadores y a los reaccionarios. El hecho de que tengamos tan poco poder, limitados por los poderes del estado y los del mercado, nos ha enseñado a algunas a atacar al Poder, a las instituciones enemigas, pero no a distinguirlo del poder, que es tanto la capacidad pura de pensar, desear, actuar y demás como la de decidir y la de trazar y llevar a cabo planes a cualquier plazo, en lo personal y en lo colectivo. A veces nos olvidamos de que lo que queremos probablemente sea todo el poder para todas y que, en ese camino de empoderamiento, podemos llegar a hacer innecesarios todos esos parlamentos, gobiernos y demás conformados por gestores profesionales. Y que no tiene por qué ser fácil, porque estamos acostumbradas a considerarnos menores de edad que pueden dejar que otras tomen las decisiones y criticarlas desde la calle cuando las consecuencias no nos gustan. No obstante, esta búsqueda del autogobierno personal y colectivo es lo único que puede garantizar que los avances no sean sólo momentáneos ni los retrocesos, permanentes. El de liderazgo es otro concepto con el que no solemos estar cómodas, pero con el que tenemos que lidiar. Lo rápido es decir «abajo los líderes» o incluso «muerte a los líderes» y pasar al siguiente tema, pero sabemos que el que haya iniciativas es a menudo bueno, casi siempre necesario, y que tendemos a reproducir papeles de líderes y de seguidoras. No nos parece problemático el que ocurra esto en ningún momento, sino el ver que el liderazgo se instala y no sabemos salir de ahí: en el funcionamiento colectivo, a muchas les falta iniciativa e implicación y a otras, por compensación, les sobra. Eso, a veces alimentado por cualidades personales, lleva fácilmente a que algunas personas sean vistas en su entorno como líderes, no sólo por lo mucho que «tiran del carro» o guían –esa es la traducción literal del inglés leader, «guía»–, sino porque se les ve como tales y dan, incluso, ganas de seguirles. Todo esto ocurre a veces también entre personas con experiencia activista y personas sin ella, las primeras pueden convertirse en un incentivo de lucha para las segundas, sin embargo, nos parece una pieza clave el combinar esta iniciativa y valía personales con el discurso igualitario y nunca paternalista; animar a quienes empiezan a luchar y a quienes ni han empezado ni quieren empezar: en estos tiempos en que también existe una gran desconfianza hacia las organizaciones sistémicas, nosotras no pedimos el voto, no queremos subvenciones, no queremos liberadas, somos lo que parecemos y parecemos lo que somos. En el fondo, lo sabemos: lo que ofrece la lucha cansa y a veces aburre, pero es un camino de chifladas que apuestan por la honestidad, mucho más atractivo para quienes se han estrellado contra el sistema o han visto a otras hacerlo que la apuesta electoral.
De hecho, contra lo que parecen pensar los Iglesias Turrión y demás, un líder, en la historia de nuestra clase, no es un buen comunicador (aunque esto ayude) que aparece mucho en los medios y sube en los sondeos a fuerza de pulverizar a alguna cagarruta intelectual como F. Marhuenda o E. Inda, sino más bien alguien cuyas conductas van en consonancia con sus palabras y que, por esas acciones y actitudes, sostenidas en distintas circunstancias a lo largo del tiempo, encarna sus ideas y estimula a sus compañeras. Más que un funcionamiento sin líderes, probablemente nos interese ser todas líderes e intentar compensarnos mutuamente. Lo que sirve al comparar personas con inquietudes políticas con aquellas otras personas que se consideran apolíticas, insistimos, probablemente sirva al comparar a las más y las menos activistas. No pasa de moda la consigna, atribuida a Txabi Etxebarrieta, del «Demos todos un poco para que unos pocos no tengan que darlo todo».
Siguiendo con lo polémico, no vemos por qué no disputar los conceptos de democracia y poder popular. Sabemos que el modelo de la antigua Atenas no era muy envidiable y que, en general, asociamos «democracia» al actual sistema político, pero no nos consta que se haya acuñado ninguna otra palabra que permita sintetizar igual la idea de autogobierno colectivo, ni el fracaso de la democracia llamada «formal» o «indirecta». Si algo ha contribuido a generar malestar social y rechazo ha sido, precisamente, prometernos una soberanía, un poder, que en la práctica nos es a la vez negado. En este sentido, no entendemos que el poder popular consista en movilizaciones para apoyar a gobiernos más o menos progresistas, como algunas temen, sino en lo que vamos ganando durante todo un proceso de empoderamiento popular cuyo objetivo no sería intimidar a sectores adversos de nuestra clase, sino fortalecernos colectivamente al margen de las instituciones. Respecto a cuál es nuestra clase, nos parece interesante no definirla demasiado en función del trabajo. No es que queramos dejar de hablar de la clase trabajadora, pero sí matizar que este término ha ido muy de la mano de cierta moral del trabajo que, como ya apuntábamos, ha servido para enfrentar a quienes más seguían esa moral con quienes, en mayor o menor medida, no se la han creído, desde quien se cuela en el transporte público o roba en el lugar de trabajo, pasando por quien okupa o se niega a seguir pagando las letras de la hipoteca, hasta quien vive parcial o totalmente de un trabajo alegal o ilegal. Estas personas, de clase trabajadora en términos generales, son a veces rechazadas como vagas o antisociales, pese a que, si en algo consiste la conciencia de clase, no es sólo en tener consciencia de qué lugar ocupa una en la organización social, sino también en querer cambiarlo, querer acabar con la sociedad de clases en lugar de resignarnos a ser víctimas. De igual modo, no entendemos que la clase media tenga intereses opuestos, aunque muchos de sus miembros parezcan creerlo, ni vemos por qué habría que firmar cheques en blanco a quienes pretenden ser alcaldesas, diputadas o ministras procediendo de la clase trabajadora o de la clase media. Es por este tipo de motivos, como por los estados de tipo leninista –donde las dirigentes dicen serlo de la clase trabajadora–, por lo que algunas preferimos afirmarnos como clase dirigida, gobernada u oprimida, frente a la pequeña clase dirigente, gobernante u opresora. No sin relación con esto, el de economía es otro concepto que el Enemigo tiene casi acaparado. La economía, que podría ser la administración de los recursos, está convertida en un mundo misterioso, inaccesible y amenazante. Nos parece fundamental recordar la diferencia ya comentada entre macro- y microeconomía y recordar constantemente que economía también es lo que hacemos todas cada vez que vamos a trabajar o que compramos o consumimos algo, mientras la propiedad de sus medios más importantes está en manos de muy pocas personas y que la acción colectiva es posible y eficaz. En este sentido, cada huelga, cada okupación, cada desahucio parado, cada dación en pago y alquiler social arrancados son intervenciones en la economía y pasitos que damos hacia una democracia económica, sin la cual la democracia política es sólo un espejismo. No es menos fundamental recordar que toda actividad se da en la realidad, donde los recursos son limitados, y no en el mundo virtual del capitalismo, donde el mercado puede seguir funcionando con agujeros de deuda que superan toda la riqueza del mundo y donde entre la mitad y el 80% de las operaciones bursátiles las hacen ordenadores.
Los conceptos de ley y derecho también están en zona de contienda. Hemos aprendido a aceptarlos tal como funcionan en la práctica, pero es que, en la práctica, la supuesta ley es sobre todo la ley del más fuerte y el derecho, el derecho a competir en igualdad de personas y colectivos que no tienen recursos iguales, ni siquiera parecidos. Otras ya han hablado de este tema más y posiblemente mejor, así que no abundaremos mucho: no aspiramos a gobernar a nadie disimuladamente, a base de fuerza e iniciativa; si, al contrario, asumimos asambleas y debates que a veces parecen interminables es porque nuestra cultura política es de respeto, inclusión y acuerdo. Nuestras leyes no están en boletines oficiales o sentencias, sino en acuerdos respetados y en toda una cultura política que puede convertirse, en última instancia, en un pacto social en el sentido en que se ha entendido los últimos siglos. En este sentido, nunca nos cansaremos de decir que la anarquía que algunas defendemos es la ausencia de autoridad, lo cual no implica necesariamente el desorden o el caos y que, al contrario, en esa línea de pacto social, es la única fuente de orden que conocemos. «Orden» no quiere decir para nada que tenga que haber un funcionamiento social especialmente lleno de reglas ni especialmente estricto, pero es importante subrayarlo dada la capacidad del capitalismo de generar caos y dada la herencia estatal que finge cubrir el inmenso caos que genera el mercado con el relativo orden de las reglas emanadas de sus instituciones, la vigilancia de su aparato represivo y demás, rematado con la imagen de las dirigentes del sistema invocando una justicia que no llegará y un orden que ni saben ni quieren construir. En el estado de descomposición social en que nos encontramos, los sectores más conservadores, reaccionarios o directamente tradicionalistas buscan culpables en el dedo que señala la Luna, pero nunca en la Luna. La inmigración, el lumpen, el mestizaje étnico o el relativismo cultural tienen que ser culpables del desorden que perciben, incapaces como se ven de asumir la necesidad de otra cosa. Por ejemplo, de construir entre todas un nuevo orden económico y político desde el aquí y ahora.