Sé lo que deberías hacer y te lo voy a decir. De nada. ¿Qué? ¿Que yo no soy tú? Ya, esa es la gracia: vas a ser tú quien tenga que hacerlo; si lo que te digo no soluciona tus problemas o incluso crea otros mayores, es tu problema, yo lo que quiero es que se vea bien mi superioridad moral, intelectual o de los dos tipos.
Dicho así es muy claro, ¿verdad? Menuda ordinariez. Por desgracia, este tipo de actitudes están a la orden del día en todo tipo de ambientes, incluso entre la gente de clase trabajadora, incluso entre aquellos sectores que quieren cambiar las cosas, incluso entre aquellas personas que daríamos lo que fuera por saber cómo empujar adelante una revolución. No siempre ha sido así. En los mejores momentos y lugares, lo que se aprendía entre compañeras era casi exactamente lo contrario a lo que se aprendía el resto del tiempo: el señor cura y el señor profesor podían enseñar disciplina, pero en el trabajo se aprendía a desconfiar del jefe, jugando al fútbol (o a cualquier otro deporte) se aprendía a competir, pero en el ateneo se aprendía a cooperar, en el mercado se regateaba, pero al encargado del curro se le ponían límites, etc.
En estos tiempos de sálvese quien pueda, más que aprender a compartir y luchar juntas, cada cual intenta sentirse bien consigo misma siendo más lista o más crítica que la de al lado. Así, claro, evitamos aquel sabio «Don’t hate the player, hate the game» («No odies al jugador, odia el juego») de Ice-T o el «Odia el pecado, ama al pecador» de M. K. Gandhi. Lo que podría ser una crítica a un tipo de actitud, de práctica o de función se convierte en una crítica a la persona que las ejerce y no salimos del ego: yo quiero defenderme porque me siento atacado, quiero atacarte para bajarte los humos, así que busco algo en lo que creerme mejor que tú, cada cual justifica sus pequeñas miserias en las de la otra y vuelta la burra al trigo. Ser revolucionarias en sentido estricto –llevar adelante una revolución– es muy difícil, ser sentenciosas, no.
La persona que lleva medio año cobrando el paro sin buscar trabajo es una jeta, la líder informal del colectivo lo es por su vanidad y no tiene nada que ver con que el resto quieran ser rebaño informal, la que vende droga carga con todas las sospechas imaginables: es una chivata en potencia –como si no hubiera chotas que no venden droga y camellas que no colaboran con la policía–, aleja a las jóvenes de la lucha mediante la evasión –como si cualquier evasión fuera un problema, como si esto fuera lo único que pudiera alejarnos de la lucha–… y suma y sigue. En las últimas semanas este tema nos ronda a algunas, ya que hemos leído posicionamientos que relanzan un autodenominado abolicionismo con respecto a temas como la prostitución, la maternidad subrogada o la donación/venta de óvulos que cuestionan más la automercantilización que al propio mercado. Posicionamientos bienintencionados, feministas y no carentes de hechos fríos y duros, pero ¿de qué sirven contra la necesidad de dinero en un mundo construido en torno a este? ¿Cómo se abolen los medios sin abolir el fin? ¿Qué valores vamos a defender si toda moral (humanista, feminista, antiespecista… ) puede ser subastada, alquilada o vendida por el dios Mercado?
Creerse mejor que la de al lado o ser mejor que una misma, cada vez un poco mejor, tal es el dilema que vemos. Snobismo o autoexigencia personal y colectiva, juzgarnos unas a otras o invitarnos a luchar más y mejor juntas, ser sentenciosas o ser constructivas y prácticas, por aquí entendemos algunas que va el desafío si queremos ser sujeto transformador.