Advertencia previa: la idea que tenemos del llamado «marxismo», entendido como el legado teórico y activista de Karl Marx y Friedrich Engels, está marcada por todas aquellas personas que se han llamado a sí mismas «marxistas», pero, sobre todo, por las más fuertes de ellas. Aquellas personas que han dirigido grandes organizaciones e incluso estados mientras se reclamaban marxistas han condicionado mucho más la manera en que entendemos este concepto que quienes, también reclamándose herederas de Marx y Engels, no han sabido, querido o podido poner a su servicio policías, ministerios y demás. Entre estas últimas destacan, a nuestro entender, una serie de figuras y grupos que no sólo no conquistaron el Poder con mayúsculas en ninguna parte, sino que defendieron un marxismo más o menos humanista que les supuso el rechazo del marxismo autoritario de Lenin y demás.
De estas últimas nos vamos a ocupar en esta serie de artículos en cuanto terminemos con una aclaración necesaria. ¿Qué es marxismo, preguntas, mientras clavas en mi pupila… ? No pretendemos entrar en farragosos debates sobre esto. En mi primer lugar, porque el propio Marx dijo aquello de «Yo no soy marxista» y hay pocas cosas más ridículas que ser más papista que el Papa. En segundo lugar, porque si existen debates de ese tipo es porque algo aportaron aquellos alemanes barbudos (tendemos a olvidarnos de Engels, como una especie de mero soporte para su socio), de modo que incluso las interpretaciones más diferentes tienen en común algunos puntos: la consciencia de que existen clases distintas en casi todas las sociedades, la de que existen intereses opuestos, concretamente, entre quienes tienen su capacidad o fuerza de trabajo y quienes tienen los medios con que aquellos pueden generar riqueza o la de que los explotadores tienen un interés en que las cosas continúen así, mientras los trabajadores (se paren a pensarlo o no), si utilizaran su fuerza numérica para parar el sistema de clases y establecer otro sin ellas, saldrían beneficiados –como mínimo, en términos de estabilidad económica y racionalización económico-política– y la de que la historia no necesita de ningún destino, providencia o dios: mientras no se demuestre lo contrario, ocurre aquello que hacemos o permitimos que ocurra.
Advertencia ortográfica: en esta serie de artículos hablaremos también de personas (sobre todo, rusas, aunque no únicamente) cuyos nombres se escriben en otros alfabetos. Hay diferentes convenciones a la hora de pasarlos al nuestro, nosotros hemos decidido evitar anglicismos o galicismos y no poner kh pudiendo poner j ni recortar el diptongo [i + i breve] (muy común en ruso) a i ni a y, sino iy, asi que leeréis «Trotskiy», «Kerenskiy», etc.
Estábamos avisadas.
La discusión, ya planteada desde fuera del marxismo antes de la revolución rusa (y por la sección belga de la AIT, que nunca fue netamente marxista ni proudhonista o bakuninista, ni libertaria ni autoritaria) se reproduce entre las filas marxistas inmediatamente después del triunfo de la revolución de 1917.
Rosa Luxemburg y sus compañeras del grupo Spartacus (Karl Liebknecht, Clara Zetkin y Otto Rühle son las más conocidas) toman nota del creciente poder del liderazgo bolchevique y, desde el respeto por la lucha que este dirige contra las potencias extranjeras y las contrarrevolucionarias del interior, señalan –estamos en 1918– cómo la gestión de la revolución no está fortaleciendo a la clase trabajadora, sino a esa vanguardia dirigente. Puede parecer una cuestión de detalles, pero la propia Rosa aclara, desde la cárcel, que la ocasión que brinda la revolución es la de ofrecer a la clase un Poder cada vez más transparente y del que puedan responsabilizarse cada vez más. La práctica bolchevique irá en sentido contrario a esta necesidad de empoderamiento proletario, pese a lo que daba a entender su discurso anterior. Por «discurso anterior» nos referimos a los siete meses previos a la revolución llamada de octubre (noviembre, en nuestro calendario), en que tanto la publicación por Lenin de sus Tesis de abril como la consigna principal de la fracción bolchevique del POSDR («¡Todo el poder a los soviets!») apelaban al poder proletario y popular, en la línea más cercana al anarquismo jamás vista en el POSDR.
Existía una clara contradicción entre la práctica leninista y su anterior crítica del blanquismo –recordemos que Louis-Auguste Blanqui, como otros luchadores de su época, había sido un adalid de las revoluciones lanzadas por una vanguardia minoritaria, pero con decisión e ideas claras–. Se había criticado el blanquismo como un aventurerismo que, en lugar de hacer de los trabajadores un sujeto histórico vencedor, les convertía en carne de cañón de una minoría bienintencionada para con ellos. En la práctica, la política de Lenin parecía ser exactamente esa línea blanquista y algo parecido, con palabras más amables, fue lo escrito por Anton Pannekoek –prestigioso astrónomo holandés y probablemente el mayor exponente del marxismo de izquierdas, sobre todo del germano-holandés– en su artículo de 1920 «El nuevo blanquismo». Aquí el concepto marxista de «dictadura del proletariado» ya está claramente en el centro de la polémica: las dirigentes bolcheviques (el texto se dirige específicamente a Karl Radek, pero vale para todas, empezando por Lenin), por haber sido capaz de movilizar a más personas trabajadoras que nadie y de neutralizar casi sin resistencia al régimen burgués de Kerenskiy, creen ser –con cierta lógica– la vanguardia del proletariado ruso y creen, por extensión –con una lógica ya mucho más retorcida– ser el proletariado a secas y poder tomar sus decisiones. Lo que en el contexto de la guerra mundial y guerra civil podría ser un imperativo de tomar rápidamente decisiones enormes se convierte en una práctica política central en la política soviética y que durará tantos años como la URSS (más de setenta). El retorno a la apatía de un número creciente de trabajadores, su desmovilización y desencanto con las organizaciones surgidas de la revolución o en torno a ella, viene a decir Pannekoek, muestra, al contrario, que el liderazgo de esa vanguardia es cada vez menos el liderazgo de las bases y, por lo tanto, del conjunto de la clase trabajadora.
Los dirigentes soviéticos no eran ajenos a este debate y la mejor prueba es la réplica de Lenin en La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, de 1920. El debate, claro, continúa, mientras en torno al núcleo germano-holandés surgen el KAPD (Partido Comunista Obrero de Alemania) y el KAPN, cuyo eco en Bulgaria sería el Partido de los Trabajadores Comunistas de Bulgaria y del núcleo británico del periódico Workers’ Dreadnought, el CWP (Partido de los Trabajadores Comunistas). No está de más decir que la líder prominente de este grupo británico es Sylvia Pankhurst, conocida por su implicación en el movimiento sufragista que no siguió los pasos conservadores de su madre Emmeline o su hermana Christabel. Su hermana Adela, una de las fundadoras del Partido Comunista de Australia, también sería rápidamente expulsada del partido por sostener posiciones izquierdistas, pero ella no persistiría en ellas (al contrario, volvería a la socialdemocracia y, en sus últimos años, giraría hacia un nacionalismo australiano fascista). De hecho, el Workers’ Dreadnought era la versión rebautizada del periódico antes llamado Women’s Dreadnought. Hermann Gorter, otro destacado miembro del consejismo germano-holandés, miembro del KAPD y amigo personal de Pannekoek, escribiría una Carta abierta al camarada Lenin en respuesta a su diagnóstico que publicaría precisamente el Workers’ Dreadnought ya en 1921.
Las críticas de estos grupos, por duras que sean, se hacen siempre desde el respeto e incluso la simpatía hacia las organizaciones soviéticas, pero es cada vez mayor la dificultad de posicionarse en un tema sin traicionar ni a estas ni a quienes, al contrario, quieren hacer una revolución mejor. Acabarán por coordinarse en una Internacional Comunista de los Trabajadores que durará pocos años, atrapada entre la dificultad de crecer, el desgaste de sus grupos (también relacionado con polémicas internas) y, en casos como el búlgaro, la represión.
Este intento de cuarta internacional tendrá un eco sorprendentemente escaso en un país como Italia, que parecería propicio. Aquella tierra en cuyas ciudades industriales florecieron las asambleas de fábrica e incluso incipientes soviets (1919-1920) dará un PCI que se convertirá en un referente en el ámbito prosoviético, pero cuyos consejistas estarán particularmente desorganizados. Amadeo Bordiga, fundador del PCI, tardará años en decantarse en ese creciente dilema entre el espíritu de la revolución rusa y las gestoras de ese espíritu, hasta excluirse de su dirección (1924) y ser oficialmente excluido del partido, siendo entretanto sobrepasado por el leninista Gramsci, que sigue siendo considerado por muchas un leninista heterodoxo o incluso la figura de un equivalente italiano de Lenin, más que la de un seguidor o discípulo. Otro fundador del PCI convertido en heterodoxo y crítico del leninismo –quizá a su propio pesar– será Bruno Rizzi, de quien nos ocuparemos más adelante.
En la foto, la proclamación en Estrasburgo de la República de los consejos o soviets de Alsacia (9-22 de noviembre de 1918).