Los pasados 7 y 8 de julio se reunieron en Hamburgo los líderes de los 19 Estados más poderosos del mundo, además de representantes de la Unión Europea, el FMI y el Banco Mundial. Su objetivo, explícito en sus propios documentos, era mantener la estabilidad del sistema capitalista y asegurar su continuo crecimiento. En un momento histórico en el que las instancias del poder han desbordado por completo los límites de los Estados-nación, el G20 supone una de las mayores expresiones del poder que rige el mundo globalizado. El Grupo de los veinte es la punta de la pirámide que gestiona el capitalismo y explota la miseria de los trabajadores. Ante él, la respuesta de la izquierda sólo puede ser una: la oposición firme a la cumbre y a todo lo que representa, defendiendo la democracia, la libertad y el derecho a una vida digna para todas las personas. Y eso es lo que se hizo en Alemania hace pocas semanas.
Lo primero que llamaba la atención al llegar a Hamburgo era la cantidad ingente de policía que parecía haber tomado la ciudad. Un día antes de empezar las protestas, cada estación, cada esquina y cada cruce del centro de Hamburgo estaba iluminado por las luces azules de las sirenas de policía. Un helicóptero sobrevolaba constantemente los tejados de los edificios y en algunos lugares había apostados enormes carros blindados y cañones de agua. El operativo policial dispuesto para la cumbre contaba inicialmente con más de 20000 agentes, 3000 vehículos terrestres, 25 helicópteros y 40 cañones de agua. Sin embargo, en los días siguientes se hizo necesario pedir refuerzos, llegando a acudir incluso efectivos desde Austria.
El segundo elemento sorprendente, y de forma más positiva que el anterior, fue la gran infraestructura que los distintos colectivos y organizaciones anticapitalistas habían preparado para las protestas. Desde las estructuras de los campamentos, que fueron capaces de acoger a miles de manifestantes a pesar del acoso policial, hasta el centro de media crítica(FC/MC), en el que se llevó a cabo toda la tarea comunicativa de las movilizaciones. Alimento y bebida, descanso, información, seguridad, asistencia médica y legal… la oposición al G20 no habría tenido la fuerza que tuvo sin todo el trabajo realizado en los meses previos y durante la propia cumbre.
Pero no solo colaboraron en la organización de las movilizaciones los activistas propiamente militantes. Algunos vecinos ofrecían agua y comida a los manifestantes, mientras que otros abrieron sus puertas para que las personas acampadas en la ciudad pudieran ducharse. El FC St. Pauli puso a disposición su estadio para que pudiera acampar más gente, lo que también hicieron algunas iglesias de la ciudad, en torno a cuyos jardines se construyeron enormes campamentos. Rose, que participa habitualmente en la Iglesia evangélica de St. Johannis, afirma que los manifestantes no podían estar seguros durmiendo en la calle con tanta policía. Por ello les ofrecieron los terrenos de la Iglesia, a los que las fuerzas de seguridad tiene mucho más difícil acceder.
El tercer elemento a destacar son los disturbios. Comenzaron el jueves, y se extendieron hasta la noche del sábado. Participó en ellos mucha gente, tanto encapuchados como no encapuchados, tanto alemanes como internacionales. No fueron, como algunos medios se empeñan en decir, meros actos vandálicos de violentos procedentes del extranjero, sino la expresión del descontento de personas que sufren día a día la violencia del capital. Los manifestantes causaron disturbios no por un extraño gusto por la violencia, sino por la necesidad de buscar una verdadera confrontación con el orden del sistema, una confrontación que por desgracia no conllevan las manifestaciones pacíficas perfectamente coreografiadas por la policía. Lo que los manifestantes quería no eran simplemente expresar su rechazo comedido al capitalismo y a la cumbre del G20, sino impedir o al menos entorpecer su realización.
Pese a todos los intentos del Estado por evitar los disturbios, estos desbordaron por completo a la policía, adquiriendo un protagonismo mayor que la propia cumbre. Las revueltas mandaron un mensaje: no se puede celebrar un encuentro del G20 sin que haya problemas, no se va a permitir que los dueños del mundo se reúnan para asegurar la continuidad de un sistema injusto y criminal que atenta contra la vida de las personas y del planeta.
Los grandes medios de comunicación afines al poder han intentado generar un discurso de rechazo a las protestas, centrado en la violencia, que separe a los manifestantes en buenos y malos, o directamente criminalice la totalidad de las movilizaciones caracterizándolas de extremistas, irracionales, violentas o peligrosas. En esta línea, hace pocos días el ministro del Interior alemán, Thomas de Maiziere, equiparaba a los manifestantes con “terroristas islamistas”.
Estos discursos que acusan de violentos a los manifestantes parecen estar ciegos hacia la violencia sistemática infinitamente más brutal que supone el capitalismo. Y es que lo que realmente se pretende con esta estrategia es convertir a los manifestantes y sus protestas en algo ajeno a la gente común. Definir a las personas que protestan como extraños, como Otros, hace imposible toda comunicación y corta así toda la potencia de los movimientos transformadores.
Cómo ha sido leído el G20 y sus protestas por la mayoría de la gente es algo que todavía no está claro. Dependerá, como cualquier otro acto político contrario al sistema, de la batalla entre los intentos del poder de convertirlo en algo ajeno e ininteligible y los esfuerzos de la izquierda de llevarlo al terreno de la normalidad. Por ello, es fundamental que el movimiento anticapitalista siga un discurso y una praxis que puedan ser entendidos. Esto no quiere decir que haya que reducir la radicalidad de nuestros objetivos (radical, del latin radicalis: relativo a la raíz, a la causa profunda y última), sino que es necesario hacer lo posible porque esos objetivos se entiendan, acercándose a la gente, hablando de forma clara y abierta, de igual a igual y de forma no intimidatoria.
Las protestas del G20, además, han tenido una gran relevancia internacional y han supuesto el encuentro entre las luchas anticapitalistas de distintos territorios, ayudando a generar un discurso y un lenguaje común. Sin embargo, no hay que olvidar que el trabajo militante fundamental no está en este tipo de eventos, sino en el quehacer cotidiano, en la militancia del día a día que paso a paso construye las condiciones favorables para la revolución, que poco a poco acerca un poco más el mundo que queremos. Este trabajo, aunque mucho menos visible que los disturbios que han llenado estos días portadas y telediarios, es la verdadera tarea que aquellos que queremos transformar el mundo debemos realizar.
Germán Santos