Es una pregunta recurrente, pero inevitable. Hace poco me la hicieron unas conocidas venidas de Francia, donde el Frente Nacional ha cumplido 45 años y ya ha llegado dos veces (2002 y 2017) a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
En la región española, los partidos ultranacionalistas consiguen resultados muy pobres tanto en las elecciones como a la hora de movilizar a la población. Existen varias posibles respuestas para esta excepción española, respuestas que no se excluyen unas a otras. Una es que casi cuarenta años de franquismo habrían vacunado a la población española contra la tentación ultraderechista. Otra es que el PP –y antes Alianza Popular, del que es refundación– incluiría entre sus votantes a casi todo el arco político a la derecha del PSOE, desde los liberales cuyo catecismo viene de Adam Smith y de Hayek más que de la Conferencia Episcopal hasta los reivindicadores del franquismo que asumieron el paso a un régimen liberal (contenido) como un cambio de época que trascendía las ideas o como un mal necesario. Para la segunda mitad de esta última crisis hay quien señala también la emergencia de Podemos como un posible factor de contención: un partido en principio soberanista, de ámbito español y que, al centrarse en la representación institucional, llama a sus simpatizantes a ser votantes más que militantes (con la comodidad pueril que eso implica). Me atrevería a añadir otro elemento de explicación, también complementario y no excluyente de los otros: la misantropía de la ultraderecha, su desprecio por el ser humano en tanto que tal. Si bien la misantropía es hoy casi parte de la atmósfera general, es en la extrema derecha donde alcanza su máxima concentración. Estos sectores, históricamente, han crecido y perseverado entre el miedo a las tendencias socialistas de la plebe (Juan Donoso Cortés fue en 1848-1853 el primer gran exponente por aquí), la nostalgia romántica por un pasado mítico, la idea mesiánica de una aristocracia (militar o paramilitar, por lo general) que devolvería la nación o la raza a su puesto de preponderancia y la culpabilización del conjunto de la población por haber permitido la penetración del Mal (hoy día, la globalización y el contacto entre culturas, antes, el socialismo y el liberalismo judeomasónicos) y, en general, la degeneración de la sociedad y de la civilización. Ante la aceleración de la globalización y ante su propio desmoronamiento como movimiento de masas y su ghettización como grupúsculos llevados por el antifascismo hasta una semiclandestinidad, la ultraderecha parece dar más importancia a la nación/raza y menos a la jerarquía; esto puede haber suavizado esa visión negativa del ser humano, pero no tanto como para haberles movido a encontrar un programa común del que pudiera haber surgido ese hipotético partido. Su mito fundador es el de la escasez –que les retrata como hijas del liberalismo económico–, si bien ellas, para resolver ese problema creado por el mercado, no confían sólo en la mano invisible, sino también (a veces, principal o exclusivamente, incluso) en la exclusión parcial o total de otras nacionalidades o razas. Su tendencia a usar el término «buenismo» –común con buena parte de la derecha no considerada extrema– ya da una idea de su concepto de las relaciones humanas: no se tratará de ser buenas unas con otras, sino de adaptarse y sobrevivir en una guerra de todas contra todas.
Hasta aquí, parecería que las noticias son buenas. No existe un partido de ultraderecha relevante, ¿verdad?; propongamos un brindis. Lo malo es que no creo que las noticias sean tan buenas.
En un intercambio de cartas con el antifascista (entonces preso) Yves Peirat, allá por 2002, decía él que el éxito de LePen en las elecciones presidenciales francesas de aquel año era también el éxito de la lepenización de la política. En la década de 1980, la existencia del Frente Nacional era considerada un desafortunado accidente que no había que agravar; sus candidatos no eran reconocidos como interlocutores por los otros partidos, que boicotearon debates en que el FN había sido invitado y evitaron hablar con ellos en público. Fuese contraproducente o no esta estrategia, para antes de 2002, algunos de los estribillos lepenistas más habituales como el endurecimiento de la lucha contra la inseguridad (esto es, más cárcel, más policía, menos control de sus resultados) o la restricción de la inmigración empezaban a convertirse en lugares comunes de la política institucional. Lo que el FN no ganaba en las elecciones, lo ganaba ideológicamente en los medios de comunicación y desde ahí, claro, en muchas tertulias familiares de sobremesa y barras de bares. Cuando los problemas son reales y las cristianodemócratas y socialdemócratas hablan del «fin de la historia» y de dirigir un país como se gestiona una empresa, las preguntas –viscerales, superficiales, torpes– las hacen los medios de comunicación y su sensacionalismo. Y las respuestas –viscerales, superficiales, torpes, pero sin una población más exigente que eso y sin apenas manchas en el expediente del partido por no haber tenido que detentar el Poder– las da la extrema derecha. Así, el partido de la derecha convencional –y, en menor medida, el llamado socialista– acababa compitiendo con el FN en su mismo terreno.
En España, como en Francia o en EEUU, el liberalismo ha hecho todo lo posible por vaciar moral y políticamente tanto a la derecha como a la izquierda liberales. Tras sucesivas crisis y el auge y declive del movimiento obrero, lo que queda es el darwinismo social. Y aquí resulta que los extremos no se tocan, sino que el liberalismo convierte un millón y medio de paradas de larga duración en un millón y medio de casos aislados de holgazanería. El caos económico (paro, pobreza) no se puede abordar; las responsabilidades de grandes empresarios y accionistas y de sus gobiernos no se pueden abordar, hay que culparse a una misma y, si otra está peor (por su situación, por su grado de dependencia, por pertenecer a una minoría o por ser mujer), hay que culparla a ella aún más. Por lo general, seguimos queriendo las respuestas más sencillas que sean posibles, aunque no sean sinceras, y eso en parte lo ha conseguido la candidatura de Donald Trump y lo pueden conseguir otras similares. ¿«La verdad antes que la paz»? Nada de paz, salvo con la clase opresora, y cualquier cosa antes que la verdad. No hay un afán de igualdad entre géneros y sexualidades, es una conspiración «feminazi» y del lobby LGBT. No hay un afán de igualdad entre razas, es la conspiración del racismo antiblanco y de la corrección política (¿?) para que los hombres blancos heterosexuales se sientan mal. Etcétera. Como la derecha ha renunciado a toda preocupación moral, cualquier convicción aparece como una cuestión de moralismo progresista. Y ese progresismo, cuando llega a puestos de poder, lo hace rendido al liberalismo, acomplejado e incapacitado. Se diría que las clases sociales no existen. Sólo se habla de las trabajadoras como cualidad personal (ser trabajador/a, por oposición a ser vago/a) y no como condición social que determina lo que se puede y se necesita. El hombre blanco heterosexual, el menos desfavorecido, se convierte por arte de magia (victimista) en el desdichado objetivo de una campaña que los líderes tradicionales no han querido o no han sabido parar, se impone un liderazgo que devuelva las cosas a su sitio. «We will not be replaced» («No nos van a remplazar»), gritaban las racistas y nostálgicas de la esclavitud negra en Charlottesville hace bien poco mientras cierta ultraderecha habla de un «gran remplazo» por el que Europa se vería desbordada por la combinación de las inmigrantes extraeuropeas y la alta natalidad de estas. No son organizaciones de ultraderecha fuertes, son estados de ánimo colectivos construidos laboriosamente.
Un partido puede ser una organización como tal o puede ser el conjunto de personas que toman partido por algo o alguien, como era originalmente. Y eso sí parece existir aquí y ahora. Alimentado por una derecha sin complejos que dice que el franquismo ya hace mucho que terminó y que el postfranquismo está siendo una orgía de progresismo cultural, entre el miedo a las musulmanas y ese miedo al buenismo, gentes del PP se dan la mano con quienes preferirían el saludo romano. Existe un partido serio de ultraderecha, pero no se presenta a las elecciones, no tiene estructura formal, siglas ni logo. Es un partido informal y transversal, presente en los grupúsculos del ghetto ultra, pero también en Vox, el PP, UPyD, Ciudadanos o incluso el PSOE. Un partido que no se limita a rechazar los subsidios y defender cualquier endurecimiento represivo, sino que va desde el revisionismo histórico de corte franquista para consumo de masas (García Isac, vinculado a una escisión por la derecha del PP, el falangista Nacho Larrea o el ex-GRAPO converso Pío Moa) y el asistencialismo con criterio nacional en lugar de social hasta las constantes agresiones del nuevo escuadrismo, desde la recurrente tolerancia judicial y policial con estas hasta la increíble equidistancia de los medios. Esta ultraderecha no tiene divisiones blindadas ni de infantería, pero sí crece en el sensacionalismo mediático y tiene su hueco en grupos mediáticos como Libertad Digital (presuntamente salvado en 2004 de la quiebra, entre otras, por la caja B del PP y que incluye la web homónima, Libremercado y EsRadio), Intereconomía (vinculado al sospechoso dirigente pepero Ignacio González y que comprende la televisión homónima, donde la portavoz del Hogar Social Madrid participa como tertuliana, dos radios y media docena de ciberpanfletos webs como La gaceta) o el diario y la radio Ya (que retoman la cabecera del antiguo diario católico del mismo nombre), donde trabajan tanto el mencionado Nacho Larrea o Martín Sáenz de Ynestrillas (de esos famosos Sáenz de Ynestrillas) bajo la batuta del franquista Rafel López-Diéguez (de la también mítica familia ultra Piñar), así como opinólogos y periodistas multiactivistas como Cristina Seguí (ex-Vox), Inma Sequí (ídem), Hermann Tertsch (otro converso, que en su día militó en el PCE), Alfonso Rojo (un converso más, ex-CNT), Álvaro Ojeda o el secretario general de cierto sindicatillo policial.
El colmo, claro, es cuando se contraataca a los escuadristas y se les presenta como meros portadores de la bandera de la monarquía española y también es la equidistancia de medios de comunicación que en teoría ni siquiera se consideran de derechas, pero que dejaron la bandera del antifascismo en cuanto el régimen se liberalizó. Esa equidistancia de quienes creen que no hay nada que temer del fascismo –porque ellas no tienen nada que temer de él– se convierte en causa y efecto, en la dialéctica social y política, del trato de favor judicial y policial y de la normalización de quienes ven la vida como una sucesión de amenazas comunistas, independentistas, «feminazis» y filoyihadistas y ven el mundo como algo a transformar en una cárcel, para mayor seguridad de todas. El resultado es el, digamos, churchillismo actual. Winston Churchill ha pasado a la historia como un antifascista por haber dirigido el Reino Unido cuando este se enfrentaba al eje nazifascista, pero, salvo por ese imperativo geopolítico, era de los que defendían que los liberales habían de unirse a fascistas y nazis contra comunistas y socialistas (por no hablar de sus crímenes en la periferia del imperio británico, no muy por detrás del propio genocidio nazi). Los émulos de Churchill, los que temen más una barricada que una cuchillada, que prefieren cualquier desorden conocido a cualquier orden por conocer –aquí también tuvimos republicanos franquistas a lo Unamuno o Queipo de Llano– no presentan a un candidato ultra a las elecciones, por lo general. Pero están trabajando para que avance su agenda política gobierne quien gobierne.