En 2013, la cadena NBC lanzó Hannibal, una serie de ficción basada en la saga de novelas en torno al doctor Hannibal Lecter que escribiera Thomas Harris y que ha dado cuatro películas entre 1991 y 2007 (aparte de Manhunter, una primera adaptación de El dragón rojo, de 1986, rápidamente olvidada). Dado que la saga de películas tiene una línea temporal atípica –una secuela y dos precuelas, la segunda anterior a su vez a la primera y, por tanto, a todas las demás– aclaramos que la serie empieza antes de El dragón rojo, concretamente, cuando los protagonistas Will Graham y Hannibal Lecter están a las puertas de conocerse.
La trama, en principio, es sencilla: Graham, interpretado por Hugh Dancy, es un funcionario del FBI que pasa de enseñar en su academia a asesorar en casos de asesinatos en serie por su gran talento para ponerse en el lugar de los asesinos. No sólo puede trazar perfiles en base a elementos lógicos deducidos de sus obras, sino que tiene algo creativo, irracional, para dar con hipótesis que permiten desbloquear las investigaciones más complejas.
Lecter (interpretado por Mads Mikkelsen, algo más joven, enigmático e imponente que el mítico Anthony Hopkins en cualquiera de las películas en que interpretó al doctor) es un psiquiatra que empieza a colaborar con la unidad de Graham con el aval personal de la doctora Alana Bloom, amiga común.
Esta base, que no chocará a quien haya visto la película de 2002, tiene una diferencia: si aquel Will Graham era un investigador con ese peculiar talento, lo de este Graham son prácticamente crisis de identificación con el asesino en las que su mente se traslada y que, comprensiblemente, le trastornan.
El espectador, salvo en el caso de que jamás haya oído hablar de El silencio de los corderos, Lecter y demás, parte de la ventaja de saber que Lecter es, de hecho, un asesino en serie que devora parte de los cuerpos de sus víctimas, pero los demás personajes no lo saben y esta es una entre la serie de tensiones que alimentan la trama y de las que la serie no abusa –al menos, no hasta la tercera temporada–.
En términos generales, este podría ser un retrato de la serie para recomendarla como producto de entretenimiento del género policiaco. Además de la tensión, hay algo intrigante y denso cociéndose entre el solitario y atormentado Graham y el críptico y no menos solitario Lecter, entre el investigador que se pone en la piel de los asesinos arriesgando su salud mental y el cazador de personas que juega a fingirse humano infiltrado en la investigación de sus propias fechorías.
Sin embargo, hay algo más. Parte del encanto de Hannibal estaba y está en el contraste entre lo civilizado y lo incivilizado/salvaje, su imagen de refinado hombre de éxito y su actividad como homicida caníbal. En este sentido, la serie llega más lejos: una y otra vez, el doctor (recordemos: varón blanco, posiblemente heterosexual, por lo poco que sabemos, con una formación y trabajo socialmente prestigiosos) cocina ante la cámara con dedicación y esmero la carne de sus víctimas siguiendo sofisticadas recetas y se complace en compartirla con sus ingenuas y agradecidas invitadas. El espectador que tenga estómago para ver la carne o incluso la casquería reconocerá que los platos que Lecter cocina mientras suena alguna composición de, pongamos, Bach parecen francamente apetitosos –la serie cuenta con la asesoría culinaria de José Andrés, que el lector quizá conozca por sus apariciones en TV–, pero siempre sabe o intuye que esa carne pertenecía a una persona, a alguien que no quería morir. Esta consciencia, que atraviesa la serie, le da un carácter especial para cualquiera que se haya cuestionado las relaciones que los seres humanos tenemos con las demás especies animales.
Si a esto añadimos la relación que tiene con los homicidios el personaje de Garret Jacob Hobbs nos encontramos con una serie que, sin pretender ser un ejercicio de denuncia del especismo, sí pone al espectador ante un espejo más que inquietante. Las observaciones que sobre el concepto de Dios lanza Hannibal son elocuentes: habla de Dios como posible ser omnipotente, pues el poder es lo que queda mientras todo lo demás pasa. Dios nos mata a todas antes o después porque puede, Hannibal Lecter mata a sus presas humanas porque puede y la espectadora espera que la industria cárnica y pesquera hagan lo propio con tantos animales por el mismo motivo. El buen sociópata, libre del lastre de la ética, consigue a menudo lo que quiere y, si una es lo bastante egocéntrica, la sangre, las súplicas y los debates morales son más fáciles de ignorar que la renuncia al plato que desea comerse.
Por esto y por todo lo antes dicho, es una serie a la que vale la pena dar una oportunidad.
En caso de que no queramos, por el contrario, ni pensar que, para pollos, terneras y demás, nosotras somos las Hannibal Lecter –peor: el doctor al menos no delega en matarifes y ejecuta de su propia mano sus apetencias culinarias–, siempre podemos probarla como una serie policiaca a secas, más aún si hemos visto las películas. Son tres temporadas de trece capítulos y 40-45 minutos de duración cada episodio, si bien el que esto escribe encuentra la tercera prescindible por ser un intento –o dos, ya que se compone de dos subtemporadas claramente distintas– de exprimir las posibilidades ya agotadas de la serie y el enganche emocional del espectador, con cada vez más esfuerzo por estirar la historia y menos por hacerla creíble.
Los personajes e intérpretes secundarias no desmerecen: Laurence Fishburne interpretando a Jack Crawford (por lo que deja de ser interpretado por actores blancos como Scott Glenn o Harvey Keitel), Lara Jean Chorostecki como Freddie Lounds (pasa a ser femenino el odioso personaje que interpretara Philip Seymour Hoffman), Katharine Isabelle y Joe Anderson como Margot y Mason Verger, Gillian Anderson o el británico Eddie Izzard (que algunas conocíamos como monologuista), entre otras. Todo ello con guiones cuya batuta lleva Bryan Fuller –que el lector quizá conozca de Criando malvas– y con la firma de una docena de directores distintos, de entre los que destacamos a Vincenzo Natali (seis episodios), que recordamos como director de películas como Cube, si bien ha trabajado mucho en televisión.
El único anuncio subtitulado que hemos encontrado tiene una traducción terrible, pero si el lector quiere echar un ojo a la versión original en inglés, lo puede ver aquí. Avisamos de que, al igual que la serie, contiene imágenes explícitas de violencia, sangre y casquería.
Bon appétit!