Hablar de clase obrera suena desgastado. Las personas trabajadoras compartimos la base material de quien trabaja para vivir y no vive de rentas o del trabajo ajeno. Pero ese aspecto, que es materialmente crucial en una sociedad bajo el sistema económico capitalista, no construye necesariamente una comunidad de intereses compartidos. En gran medida, por la existencia de identidades fuertes que dificultan tejer complicidades entre quienes pueden tener intereses materiales (sociales) compartidos. La disgregación de la mayoría social que somos los trabajadores lleva a la desactivación política de nuestra clase, a la debilidad y a la pérdida de derechos que llevamos ya décadas experimentando. Hoy tenemos que hacer frente a problemas acuciantes como el paro, la inseguridad laboral, el encarecimiento de la vivienda,, la mercantilización de lo público, la corrupción política, la pobreza energética, el auge de autoritarismos machistas y reaccionarios, la catástrofe ecológica… Revertir la situación exige organizarnos como clase para empezar a plantar cara.
Una contribución importante a nuestra disgregacion lo aporta el componente político, incluso entre quienes nos definimos como parte de la izquierda socialista. Es grande entre nosotros y nosotras la discusión sobre las formas en que es necesario organizarse políticamente, así como el debate sobre en qué espacios resulta necesario o prioritario volcar nuestros esfuerzos. Pero organizarnos como clase significa hacerlo a pesar de las identidades, las diferencias políticas, la afinidad o los enfrentamientos personales. El objetivo es mejorar nuestras condiciones de vida como personas trabajadoras. Es también esta una estrategia para enfrentar al capitalismo a sus contradicciones, a su incapacidad para satisfacer a la mayoría. Para ello necesitamos de organizaciones sociales fuertes y no partidarias, que puedan exigir y lograr las demandas de la mayoría. Necesitamos recuperar un sindicalismo amplio, fuerte, organizado y a la ofensiva.
¿Cómo lograrlo cuando apenas compartimos ya una cultura común, mucho menos una vida en colectivo? La sociedad de consumo ha dado pie a una amplia diversidad de gustos e intereses culturales que generan una miríada de identidades fundamentalmente atravesadas por cuestiones de género, de etnia, de edad, de origen, de lengua… La cuestión de la identidad late bajo buena parte de los conflictos que marcan nuestra época, expresándose no siempre de manera liberadora. Sus efectos pueden rastrearse en la transformación feminista en curso, pero también en el consiguiente despertar de una reacción machista, o en el auge del fundamentalismo islámico. Un conflicto de identidades que tiene su reflejo también entre las personas trabajadoras.
Debemos empezar por integrar en la organización, desde el primer día, las necesidades y las perspectiva de grupos infrarrepresentados en buena parte de las organizaciones sociales clásicas (mujeres, migrantes, LGTBI…). A pesar de que los objetivos como clase sean comunes hay factores relevantes que son desoidos o minusvalorados a la hora de conformar organizaciones plurales. Factores a nivel de objetivos políticos, pero también a nivel personal, que son imprescindibles para personas que sufren otros ejes de opresión además del de clase. Lograr organizaciones plurales, amplias y fuertes pasa por construir un espacio confortable y empoderador para todas las personas trabajadoras, teniendo bien en cuenta las opresiones particulares dentro del funcionamiento y el programa de la organización. Debemos aspirar a un funcionamiento más democrático, más participativo y más respetuoso con las personas que lo integran.
Una organización de clase tiene que aprender a lidiar con la tensión permanente a nivel político, ya que las diferencias no van a desaparecer y los consensos siempre van a romperse llegado un punto. Es por ello tan importante mantener una práctica democrática con perspectiva unitaria, poniendo en valor la unidad de clase por encima del enfrentamiento partidista. Ese enfrentamiento puede y debe darse dentro de los cauces democráticos de la organización, pero también dar pie al trabajo conjunto cuando los acuerdos queden materializados. La flexibilidad, la capacidad de adaptación y de negociación van a marcar nuestro éxito. Por último, llegado el caso, debemos ser capaces de asumir que las diferencias estratégicas fundamentales pueden llevar a la división sin que esta tenga que suponer necesariamente un enfrentamiento directo.
En el marco de esa organización y de la lucha que se derive de la misma puede darse una politización en los valores y objetivos socialistas, pero lo fundamental es que la organización social exista y logre victorias que justifiquen su existencia. Esto es así porque en el caso de las personas trabajadoras el deseo compartido de mejorar nuestras condiciones vitales sólo puede realizarse a través de nuestra fuerza en colectivo. Equivocar el objetivo principal lleva a ideologizar la organización, a desmembrarla como resultado de conflictos políticos y, en definitiva, a inutilizarla. Los más ciegos partidarios de tomar el poder quizá puedan permitirse acabar con la capacidad de movilización social a cambio de beneficios políticos cortoplacistas pero los anarquistas, partidarios del poder popular, estamos obligados a preservar las organizaciones sociales como embriones de la futura institucionalidad popular y democrática.
Porque para nosotros y nosotras el objetivo final de organizarnos es lograr un bienestar mayoritario no basado en el consumo, sino en la realización de una sociedad sostenible, igualitaria, justa y libre. Cualquier otra alternativa para vivir bien es un engaño. El espejismo del ascensor social dentro del capitalismo se torna cada vez más difuso y, en el mejor de los casos, sólo puede funcionar para unos pocos. Más bien al contrario, la desigualdad creciente, fruto del capitalismo y las políticas que tratan de mantenerlo a flote, no hacen más que ampliar la base trabajadora empujando a las clases autoconsideradas medias hacia abajo, eliminando la zona gris que caracterizó los pocos años en que la farsa del bienestar capitalista se sostuvo apoyada en los pilares del hiperconsumismo.
Por desgracia, el socialismo, esa utopía que un día movilizó a la clase trabajadora, también suena a viejo. En medio de la confusión posmoderna, los grandes relatos que podían estimular la imaginación humana e impulsar acciones heróicas han sido desactivados. El cinismo campa a sus anchas cuando nadie es capaz de reivindicar un objetivo común que se eleve más allá de los conflictos personales y políticos de facciones. A pesar de ello, resulta más necesario que nunca alzar banderas comunitarias, especialmente entre los individuos aislados de Occidente. Necesitamos, tanto como el aire para respirar, de relatos que nos hablen de sentires compartidos y que nos emocionen. Está en nuestras manos que esas banderas y esos relatos movilizadores traten sobre sociedades heterogeneas, respetuosas y abiertas, y no sobre identidades cerradas y minoritarias que animan al odio y la xenofobia. Tenemos que apostar conjuntamente por un ecosocialismo libertario y feminista, profundamente democrático y confederal; un proyecto colectivo que logre articular mayorías sociales y que barra con la discriminación, el machismo, la desigualdad, el autoritarismo y la destrucción ecológica de una vez por todas.