César Ochoa
La pregunta por la forma en que pudiera funcionar el concepto de “identidad” en el ejercicio de la historia no debería resultar sorpresiva a nadie. No será una pregunta llena de glamour intelectual pero sí está repleta de una necesidad política. ¿Cuántos crecimos creyendo que los libros de historia decían la verdad cuando aglutinaban como Aztecas, Mayas, Olmecas, etc., a cada uno de los individuos que tienen un papel que establece la pertenencia a la nación mexicana? No obstante, no se supone tampoco explicar qué es tal o cual identidad, si la identidad nacional existe o no, o la identidad regional, etc. No, aquí se trata al concepto en su comportamiento como herramienta de análisis. La pregunta gira en torno al cómo se comporta el concepto de identidad teniendo en cuanta las condiciones de posibilidad de la escritura histórica misma, es decir, sus reglas, condiciones, (¿leyes?), etc. En resumen, preguntaremos, en cierta forma, por los límites del concepto cuando se utiliza al escribir historia.
¿Cómo podríamos definir la identidad? Primeramente como algo inamovible, un monolito en el tiempo pues “Para que algo tenga identidad, debe permanecer idéntico a sí mismo”. No obstante, la identidad no puede reducirse a un límite abstracto, pues al final es un “hecho” -entiéndase “hecho” como un constructo, una invención, una imposición- determinado, una noción que puede hacerse inteligible con cierta facilidad, y es que la identidad “…se define primariamente por sus límites y no por el contenido cultural que en un momento determinado marca o fija esos límites,” siendo estos límites profundamente inestables, pues están supeditados a la propia sensibilidad subjetiva de los individuos que conforman un grupo determinado. Desde aquí sostendremos que la identidad se construye siempre como un concepto dedicado al mantenimiento de una relativa coerción, un supuesto de status quo histórico – no vamos a discutir el papel del “Poder” coercitivo dentro del concepto, todo lo que nos importa hasta aquí sobre el concepto es los ya enunciado.
Ahora bien, la historiografía, según De Certeau, se compone de tres fases determinantes: un lugar social, una práctica y una escritura. Siendo el lugar social ese lugar que delimita las posibilidades de creación historiográfica; una práctica que posibilita tanto conceptos de análisis, métodos y formas de hacer historia; y enseguida una escritura que se traduce como una “ley enmascarada”, es decir, una ley del epílogo, por decirlo con Marrou: la historia siempre se escribe de atrás hacia adelante. (4) No obstante no tratamos de decir que en historia todo es absolutamente relativo, sino de establecer los límites de esta ciencia que no termina con el discurso mismo. Queremos decir, en cambio, que hay delimitaciones prácticas, límites súbitos que no hacen de un texto de historia el fin mismo de esta. Debemos primero comprender que historia es experiencia, y con ello, siguiendo a la Histórica, definir qué es experiencia en la ciencia de la historia. Experiencia no es ni el hecho que el texto pretende revivir ni la memoria que este podría acumular: en este caso decimos que la experiencia histórica se nutre de ambas y que, como una suerte de juego dialéctico, no se subsume a la suma de sus partes, sino que la convierte en un verdadero proceso. En resumen, la experiencia histórica no puede ser ni una cosa solo acumulable como memoria o texto ni tampoco una fatalidad que muere tan rápido como lo hacen los “hechos históricos”. Ahora veremos por qué.
Definitivamente el escribir historia es mucho más que ir al archivo, recopilar información, escribir un texto y pretender que se dice la verdad. En cambio, es un verdadero trabajo que se sustenta en la reflexión, entendida no como una vaguedad del pensamiento, sino como una forma de entender basada en el establecimiento de métodos y conceptos, y es justo desde ahí donde partiremos. Entonces preguntaré: ¿existe alguna divergencia entre realidad y escritura?, y si es así, ¿cómo podemos hacerla notar en el ejercicio historiográfico? Primeramente debemos dejar claro que no se trata aquí de una pregunta que se conteste tan solo con el fundamento contextual, es decir, hasta este punto el “contexto” como concepto de análisis está lejos de representar una categoría efectiva para lo aquí expuesto, simplemente porque podría llegar a neutralizar la vena dialéctica existente entre las ya mencionadas partes que conforman nuestro concepto de experiencia histórica: cuando el historiador contextualiza se olvida que el mismo contexto es una producción de sus herramientas conceptuales, e ignora súbitamente el valor operativo de estas mismas.
Koselleck propone que el desarrollo de la ciencia histórica se relaciona con una fórmula que denomina “circularidad socio-científica”, y que, en resumidas cuentas, explica el proceso por el que pasan los conceptos científicos cuando se les somete al desarrollo real de las sociedades en que se producen, es decir, cómo los conceptos afectan el desarrollo de las sociedades y viceversa. De esta manera debemos volver a preguntar ¿qué es un concepto en la historia? Pues bien, responderemos que, en muchos casos son palabras conceptuales tan comunes para el habla vulgar como historia, Estado, Utopía, etc. Esto no quiere decir que la historia peque de conocimiento vulgar, sino que el conocimiento histórico está profundamente ligado al desarrollo cultural de las sociedades. Gracias a los esfuerzos de la Historia de los Conceptos podemos darnos cuenta lo que un concepto como Revolución, tan común, ha pasado por varios niveles de significación y de valor operativo, tanto refiriéndonos a su ámbito político-social, como científico. Otros estudios relativos a la Historia Conceptual son los seguidos por el historiador Francois Hartog, quien desarrolla el concepto de “Régimen de historicidad”. Lo interesante del concepto es su operatividad ambigua: así como la historia de los conceptos pretende explicar el valor de los conceptos en su ámbito socio-político e intelectual, los regímenes de historicidad pueden analizar tanto textos puramente historiográficos como políticos.
Volviendo al tema de la experiencia Koselleck dice:
“Un primer tipo de experiencia es tan singular como irrepetible. Se trata de la experiencia que se instala por sorpresa […] A esta forma de experiencia se la podría denominar experiencia originaria , pues sin ella no tendría lugar ninguna biografía ni historia […] Pero las experiencias no surgen sólo en la medida en que han sido hechas, sino igualmente en la medida en que se repiten.
Las experiencias también se recogen y son el resultado de un proceso de acumulación en la medida en que se confirman o se asientan corrigiéndose entre sí […el tercer estrato] Siempre se trata […] de un cambio de sistema que va más allá de una persona y de una generación y del que sólo somos conscientes retrospectivamente gracias a la reflexión histórica […] Este tercer caso de cambio de experiencia de sistema a largo plazo es estrictamente diacrónico, se inscribe en secuencias que rebasan a una sola generación y escapa a la experiencia inmediata”
Para nuestra idea de experiencia histórica esta definición es muy específica y necesaria. Primero, porque esclarece que la experiencia histórica no se limita a la experiencia personal, individual; tampoco se limita al desarrollo de una generación determinada, sino que se forja en un tercer estadio, uno diacrónico. Finalmente nuestra pregunta debe terminar – ¿o comenzar?- aquí con otra pregunta: si la experiencia histórica no es ni una experiencia a corto plazo y tampoco puede delimitarse a lo que contiene un texto historiográfico, y al mismo tiempo esta experiencia se encuentra siempre acosada por el cambio, ¿cómo puede desarrollarse una idea de “identidad” en tales condiciones si todo indica que la historiografía y la sociedad se mueven casi siempre a la misma velocidad? En este caso solo puede ser que dentro de la experiencia histórica la identidad se registre junto a las estructuras de repetición que la hacen posible. Lo problemático con esta conclusión es que las propias estructuras de repetición solo son aprehensibles en su forma escritural, y es aquí donde volvemos al influjo del circulo socio-científico del que hablamos antes.
Es por eso que sostenemos que el papel operativo que pudiera tener la identidad dentro del ejercicio historiográfico es netamente político y coercitivo. En primera instancia, porque si se refiere a los “límites” culturales objetivos de algún grupo determinado, el desarrollo de estos límites históricamente pensados solo pueden ser entendidos como experiencia histórica, resumida siempre como texto historiográfico, que se somete a un registro, continuación y re-escritura. Y en segundo término, porque el concepto mismo invita a establecer límites entre unos y otros.
Según Koselleck, ¿solo es posible equiparar a las experiencias con su connotación como registros? Es decir, ¿una experiencia es siempre solo el papel estructural que conlleva su registro en los extratos de experiencias por él enunciados o habrá alguna forma de enunciar a las experiencias en su forma “pura” de acontecimiento?; en el trabajo historiográfico, ¿existen las experiencias fuera de su enunciación?
Para continuar la discusión revisar: Identidad e historiografía: consideraciones sobre el papel de la identidad en el ejercicio escritural de la Historia por César Ochoa en la Red Antihistoria