Contemplo que este artículo quiere resultar incómodo, romper con las ideas heredadas, y promover un camino de crítica desde el debate militante. No es un enfrentamiento donde quiera personalizar, ni un rechazo específico a los valores defendidos en el pasado y el presente, sino una batalla a librar entre el deseo de transformar social y políticamente el contexto actual recibido, y la realidad de una estrategia de futuro ligada a una narración histórica opositora de la oficialidad.
El debate historiográfico necesario:
La fecha del 14 de abril de 1931, el día en que se proclamaba la Segunda República española, marca un punto histórico de una gran magnitud en la memoria colectiva, e incluso puedo afirmar que también a nivel personal. Recuerdo que en un aniversario republicano fue la primera vez que me acerqué a una manifestación cuando era adolescente y todavía andaba por el instituto. Mi primera aproximación a unos ideales disidentes fue en una fecha que conmemora a las miles de personas hartas del régimen monárquico alfonsino que tomaron las calles de las principales ciudades para celebrar el fin de un ciclo. Con el paso de los años, y tras lanzarme a la investigación histórica inquieta y crítica, he descubierto paulatinamente que los discursos historiográficos sobre ese periodo republicano no me convencían.
No podemos obviar que la creación de una narración histórica responde a una necesidad de legitimar el presente, y que no tiene por qué narrar la verdad, sino una simple interpretación que repose sobre la huella de una tendencia determinada. Como historiador no me encuentro al margen de esta característica, con la particularidad de que ninguna de las interpretaciones más extendidas me han llegado a convencer con el paso del tiempo. Creo que las dos tendencias mayoritarias en la historiografía, dedican demasiados esfuerzos en reforzar la autoridad moral de un sistema de poder estatal, obviando absolutamente la historia social y las dinámicas antiautoritarias que se dieron en el movimiento obrero de la época.
Por un lado, la historiografía que se ha construido institucionalmente de tendencia nacional-católica, criminaliza a la clase trabajadora y sus movimientos revolucionarios a través de una crítica al régimen republicano, como si fueran la misma cosa y por lo tanto equiparando a ambos. Por el otro lado, la historiografía opositora a la oficial, de dudosa actividad realmente crítica, pero reconocida en un espectro progresista o de izquierdas, ha construido una narración a partir del mito y de una visión heroica de sí misma como un régimen democrático, de libertades y de continuidad imperdurable y anhelada como horizonte de futuro aún a día de hoy.
Sin atender al primero de los discursos historiográficos, es decir, el de directa herencia franquista, la otra de las narraciones no se ve exenta de las filtraciones e influencias a las que ha estado expuesta por la creación estructural de una memoria exclusivamente de los vencedores durante el periodo del Franquismo. La memoria construida de los vencidos es endeble, basada en mitos autocomplacientes, poco sólida si queremos aspirar a que nuestro discurso desde la historia social ayude a esclarecer la realidad actual, promover la lucha para hacer saltar por los aires su herencia y como único camino de acceder a una verdadera dignidad. Desde la izquierda se difunde la idea del régimen republicano como un periodo aislado de libertad, progresismo e igualdad que nada se parece a la realidad histórica experimentada por la clase trabajadora de su tiempo. Ya advertía que no pretendo proponer un punto medio, ni una objetividad en la que hace mucho tiempo dejé de creer por ser irrealizable, e inútil empeñarse en buscarla, propongo claramente la reconstrucción de una memoria histórica militante alejada tanto del heroísmo como del victimismo.
El contexto histórico del que estamos hablando:
La Segunda República española, irrumpe como un régimen político único en Europa junto con la República alemana de Weimar, que ponían en práctica las recetas de la social-democracia incipiente en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial. El gobierno republicano puso en marcha unas medidas que trataban de instaurar un proyecto político burgués pacificador con una tendencia reformista y progresista. Por un lado calmaban los conatos revolucionarios de la numerosa clase obrera organizada y concienciada, y por otro lado, frenaban los procesos autoritarios y reaccionarios militaristas y fascistas, pretendiendo un gobierno conciliador para las clases medias.
El movimiento obrero revolucionario en un principio encontró favorable el nuevo marco aperturista que ofrecía la República para desarrollar sus actividades, frente a la destronada monarquía de Alfonso XIII o la Dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, los trabajadores y trabajadoras más concienciadas pronto comienzan a desconfiar de la República de tendencia burguesa, que promete reformas legales que no alcanzan las expectativas previstas por el pueblo y perpetua las desigualdades arraigadas en la sociedad española.
Hay algunas tendencias, expresadas en políticas concretas que argumentan esta afirmación, aquella que pretende romper con ese gran mito de la Segunda República como una época dorada para la libertad, casi un paraíso robado posteriormente por el Franquismo. Si enmarcamos este periodo entre dos tiempos de oscuras dictaduras y, fundamentalmente, de impactante represión organizada por el régimen de Franco, el tiempo de la Segunda República nos aparece como un rayo de luz y esperanza al ser comparado con su antecesor y predecesor. Pero esto no debería ocultar la realidad de un periodo republicano no menos autoritario, no tanto ya en su cómputo estadístico represivo en comparación, sino en el potencial ideológico antiobrero, pues podemos entender el régimen republicano como el Estado ‘políticamente correcto’ que recrea una vivencia igualmente perversa para la clase trabajadora. Y, paulatinamente dejar de analizar el Franquismo como una simple escalada de represión inquisitorial desenfrenada, que aunque sí que tuvo mucho de desenfrenada y cruel por quien le fue encomendada esta labor, fue la herramienta que tomó una burguesía que vio que el experimento de lo ‘políticamente correcto’ de la República había sido rebasado desde la izquierda revolucionaria.
En otros artículos previos sobre esta temática, llevados a cabo por investigadores como el historiador británico Chris Ealham, se repasan las políticas concretas que llevó a cabo la República española y que criminalizaban a la clase trabajadora o reprimían su actividad revolucionaria, especialmente a las mujeres en su rol de obedientes esposas y trabajadoras.
1, Ley de Reforma Agraria – Impulsada por el ministro Marcelino Domingo y promulgada en septiembre de 1932, que pronto comienza a decepcionar a miles de trabajadores del campo, que vieron en esta reforma una falsa promesa de justicia social y reparto de la riqueza. En realidad esta legislación pretendía reactivar la economía agraria capitalista en crisis, sustituyendo a largo plazo el poder fáctico de viejos latifundistas propietarios aristócratas, por una nueva clase propietaria abierta a los cambios que el mercado de la tierra necesitaba. Este intento de aplicar métodos fordistas al campo agrario español chocó de frente con las expectativas de comunalismo municipal de algunos sectores muy destacados entre los jornaleros y jornaleras de los campos.
2, Ley de Despenalización del Aborto – Catalunya publicó el 9 de enero de 1937 la normativa que permitía el aborto libre hasta las doce semanas de gestación. La ministra de sanidad Federica Montseny, ideó un proyecto de ley para regular la interrupción voluntaria del embarazo a nivel estatal en 1937, su iniciativa quedó en suspenso debido a la oposición de la mayoría de miembros del gobierno (todos ellos hombres). Aun así, Montseny buscó la forma de aplicar el decreto catalán en las zona antifascista sin conseguirlo, pues en julio de 1937 esta normativa quedaba suspendida incluso un año antes de que el Ejército franquista tomara Catalunya.
3, Ley de Reforma de la Educación – Materializada en sucesivos decretos desde mayo de 1931, el nuevo Estado republicano debía asentarse sobre una ideología ciudadanista propia de las clases medias, y esta debía difundirse a través de un sistema estatal de escuelas. En nombre de la cultura y tras promesas de alfabetización que demostraban el elitismo académico del régimen republicano, se ocultaba un proyecto de control social. La educación fue utilizada como en el siglo anterior en la Francia post-revolucionaria para enseñar un buen modelo de ciudadano e inculcar un imaginario civilizatorio que enfrentaba la imagen atrasada de las clases populares. No tan casualmente eran estas las que a pesar de analfabetas, portaban unos valores revolucionarios que suponían un peligro para el joven régimen republicano.
4, Ley de Vagos y Maleantes – Aprobada el 8 de agosto de 1933 con el apoyo de todos los grupos parlamentarios del momento y promovida por el gobierno de Manuel Azaña. Más tarde fue reformada y ampliada por el Franquismo en el año 1954, manteniendo su articulado, y tan solo añadiendo como nuevo delito la homosexualidad. Esta normativa republicana preveía sanciones contra alcohólicos, mendigos, extranjeros… o contra cualquier acción calificada por el régimen republicano como antisocial. Además, esta ley incluía la construcción de cuatro campos de concentración para vagos y maleantes; en Burgos, Puerto de Santa María, Alcalá de Henares y otro en Guinea Ecuatorial (entonces colonia española). La ley sancionaba el mero hecho de ser pobre y tratar de buscarse la vida, una criminalización de la pobreza desde las instituciones republicanas.
Hacia nuevos horizontes desde la memoria histórica militante:
La lucha del antifascismo en la época y de las expectativas emancipatorias del movimiento obrero no pueden encuadrarse en una legalidad particularmente antiobrera ante algunos de los ejemplos repasados. El empeño continuo en demostrar que detrás de la sublevación militar del verano de 1936 hay una respuesta de la clase trabajadora que defiende la legalidad y los valores que han querido adjudicársele a la Segunda República española, es una narración que esconde la autonomía e independencia del movimiento obrero respecto del marco moral estatal. Es decir, trata de esconder al protagonista de los sucesos, y es que la sublevación militar en su raíz no va dirigida contra la República, sino para aplicar desde el Estado unas medidas más efectivas que reclamaba la burguesía ante las expectativas de victoria de un movimiento obrero espectacularmente organizado y en ascendente relevancia desde la Revolución de octubre de 1934.
Los discursos históricos centralizadores de poder, ya sean el nacional-católico o el de tendencia izquierdista, libran una batalla por presentarse como valedores de un estatismo legitimador, el punto que ansían alcanzar es el de la razón desde las instituciones legales, y vencerá quien demuestre esforzarse mejor en potenciarlas como principio rector de su legitimidad en el pasado, en el presente y en el futuro.
Deberíamos dirigir nuestros pasos hacia aquellas narraciones inexploradas aún desde la crítica al pasado histórico, y que buscan sacarlo de ese camino doloroso y obstruido en que le han metido los discursos que quieren borrar la huella social del movimiento obrero revolucionario. Las expectativas actuales de transformación radical de la sociedad necesitan reubicar la memoria histórica fuera de ese callejón sin salida entre el mito republicano y la denostación franquista.