Los cuidados son un punto de reciente creación en las agendas políticas internacionales, previamente los cuidados no eran considerados como un problema público sino que se asumía como una actividad familiar, privada, cuya máxima responsable era la mujer, atendiendo a su papel como cuidadora y trabajadora dentro del espacio doméstico.
Las estrategias políticas por llevar a cabo programas de conciliación e igualdad se quedan escasos, ya que no resulta una ayuda real para las familias, que se ven en la situación de tener que cuidar de personas con problemas de dependencia. Más aún, las políticas públicas contribuyen a definir las ideologías de género y de clase, puesto que no sufren las mismas condiciones ni necesidades, a la hora de enfrentarse a esta situación, mujeres y hombres ni tampoco las mujeres obreras o las mujeres pertenecientes a clases económicas acomodadas. De hecho, las mujeres obreras muchas veces suelen hacerse cargo de los cuidados de los familiares dependientes de familias con mayor poder adquisitivo. Esta diferenciación también se produce dentro de las familias obreras en relación a mujeres migrantes.
Además de la invisibilización social general, se sufre el desprecio y minusvalorización de la no titulación académica. Si situamos sobre una balanza de reconocimiento social a mujeres que ejerzan los cuidados de personas dependientes, podremos observar que una mujer migrante no cualificada tendrá menos prestigio que una mujer migrante cualificada, y que una mujer migrante cualificada tendrá menos prestigio que una mujer no migrante sin cualificación y ésta mucho menos prestigio que una mujer no migrante cualificada. Así bien si las dos mujeres cualificadas entendemos que deberían tener el mismo reconocimiento, podemos observar que en la realidad no es así.
Toda esta desprestigización e invisibilización de los cuidados, dejan a la mayoría de las familias en una postura de indefensión y marginación. A veces incluso contribuyen al empeoramiento de la situación económica, dejándolas en riesgo de exclusión. Las familias obreras deben hacer grandes esfuerzos económicos para contratar personal de apoyo que complemente los cuidados que dan. Cuando no pueden acceder a la contratación de este servicio básico, las mujeres trabajadoras se ven obligadas a pedir bajas, excedencias, reducciones de jornada o incluso renunciar a sus puestos de trabajo, minimizando aún más la economía familiar, para poder dedicarle el tiempo que necesitan a sus familiares. No sólo la fuerza humana cuesta dinero, muchas de las personas dependientes necesitan medicamentos o material específico así como ortopedias, sillas de ruedas, camas de hospital, etc.
Al Estado le conviene que el peso de los cuidados siga recayendo únicamente en las familias, de esta forma no tiene que dedicar dinero público a subvenciones, ayudas, ni creación de centros especializados con su correspondiente personal público y mantiene cifras de empleo cómodas, sin justificar que a los millones de parados del Estado español hay que sumar las miles de mujeres relegadas al ámbito doméstico por incompatibilidad laboral y por una estructura cultural que bebe directamente del patriarcado y sigue sometiendo al género femenino.
A todo ello se suma la obligación moral impuesta por la tradición judeocristiana de amor y altruismo vinculados con los cuidados, donde la familia es el pilar de la sociedad sobre el cual recae el peso de la sostenibilidad y el desarrollo. El progreso social se alcanza, por tanto, por el compromiso y sacrificio de las mujeres. Unas mujeres invisibles e inexistentes en la historia del progreso. Unas mujeres a las que se ha enseñado e identificado siempre con el plano de lo emocional, lo natural, lo privado; mientras que los hombres se vinculan con lo racional, lo cultural, lo público. Esta vinculación no es fortuita. Este enmascaramiento de lo culturalmente aprendido como algo natural y biológico ha potenciado las desigualdades de género, la división de trabajos y obligaciones.
Rompiendo con esta concepción ilusoria sobre los roles de género, se rompe también con la división sexual del trabajo y se aboga por un reparto más justo e igualitario de las responsabilidades sociales. Los cuidados de las personas dependientes dejarían de ser un problema privado y pasarían a formar parte de la responsabilidad y el compromiso de toda la sociedad, se romperían las barreras ideológicas de la obligación moral.
La presión cultural que supone considerar que es nuestra obligación cuidar de un ser querido con dependencia, sólo por mantener un vínculo sanguíneo o afectivo, repercute enormemente a la dimensión emocional y psicológica de una persona, que en un momento dado puede verse sobrepasada por las circunstancias y no encuentra una escapatoria ni una solución a su situación. También supone un desgaste físico ya que los cuidados ejercidos no consisten solo en “estar ahí y dar amor”, sino que muchas veces nos encontramos con personas con problemas de movilidad. Las malas posturas o los sobreesfuerzos físicos acaban desgastando también a las cuidadoras. Podemos ver por tanto cómo en este ámbito patriarcado, capitalismo y religión se dan la mano y cercan el espacio femenino en unas dimensiones ínfimas no reconocidas ni respetadas.
Nuria E.