Una aproximación teórica e histórica desde lo libertario; pinceladas frente al conflicto colombiano y la nueva etapa para la lucha
A Antonio Camacho Rugeles, Beatriz Sandoval Sáenz, Nicolás Neira y Augusto Tihuasusa, compañeras libertarias acalladas por el Estado en medio de esta guerra, cuyo único delito fue atreverse a pensar y luchar por un mundo nuevo. Y como a ese mundo nuevo, a ellas también las llevamos en nuestros corazones…
Parte I: Génesis e historia
Introducción:
Para nadie es un secreto que durante la actual coyuntura de diálogos de paz y su implementación que vive el país, las anarquistas hemos brillado por la ausencia de perspectivas y propuestas que se exterioricen más allá de las conversaciones informales o una retórica fuera de las necesidades del momento. Ya se encuentra en fase de implementación el desarme e incorporación a la vida civil (y electoral) de la insurgencia de las FARC, quienes negociaron desde hace 5 años con el gobierno en cabeza de Juan Manuel Santos, además de que en ese tiempo se ha explorado (por lo menos con cierto optimismo) un proceso similar con el ELN que ya empieza a caminar, lo que significaría que las dos mayores guerrillas del país se encontrarían en la misma dinámica pero a otros tiempos, quedando en vilo una eventual negociación similar con el EPL.
Esta ausencia de propuestas no debemos dejar de mirarla desde una actitud que lea el actual estado del movimiento libertario en nuestro país, que a pesar de encontrarse en realce y con nuevas inclinaciones a influir en el vector social, aun adolece de una terrible dispersión, producto tanto de una desunión de estrategias y tácticas como de terribles patologías de sectarismo y personalismos. Así pues, la carencia de referentes teóricos frente al tema, como una inconstante lectura de coyuntura, nos han dificultado la tarea de encontrarnos para pensarnos la dinámica de negociaciones, el conflicto en si mismo y, aunque sea como mínimo, una serie de propuestas de corto y mediano plazo frente a un eventual éxito de los diálogos y los cambios que traerán para las de abajo, para las víctimas de la guerra y el reacomodamiento de las fuerzas armadas que quedan en disputa, tanto de derecha como de izquierda.
El presente texto se sitúa como un aporte, aunque corto y quizás limitado, a la necesidad que tenemos los sectores antiautoritarios de suplir esta deuda histórica y política que tenemos hace un par de años con las luchas en el país, que son atravesadas por un conflicto social y político que inició hace más de 5 siglos, pero que se materializó con una guerra civil de baja intensidad que lleva carcomiéndonos un poco más de 50 años. No ahí que dejar de ver este como un aporte personal: muchas compañeras pueden tener su visión, más o menos lejana o cercana, sobre ciertos puntos, pero este texto quiere pretender ser una síntesis subjetiva de, con la mayor de las humildades, una suerte de conversaciones, definiciones y decisiones de quienes hemos venido acumulando desde abajo una nueva alternativa libertaria para estas tierras.
Una aproximación teórica:
Para las anarquistas, el origen de la miseria, el hambre, la desigualdad, la falta de oportunidades y los otros problemas inherentes a la sociedad actual empiezan con la imposición autoritaria en las sociedades humanas. Aunque parece un comentario simple, realmente no lo es: Examinar en que punto de la historia surge la autoridad como forma de relación social jerárquica (algunas la compaginan con el nacimiento del Estado, del patriarcado o de las élites religiosas) es realmente complejo, así como calificar este punto en una definición sólida. Valga hacer la claridad, de la que ya nos advierte Bakunin, que no es lo mismo autoridad en términos de autoritarismo o de influencia, lo que nos desvela que el problema de la desigualdad jerárquica en las sociedades no nace con la aparición de “autoridades” espirituales o “sabias” ancianas, sino con el principio de autoridad, es decir, con la puesta encima de las demás de cargos a un nivel socio-económico y político, haciendo referencia a la génesis del Estado y el patriarcado, que no maduran en todas las sociedades tribales, pero en las que si, se transforman rápidamente en lo que llamamos la “gestión organizada y centralizada de la desigualdad”, en épocas clásicas, directamente como Estados.
Esta autoridad administrativa, o que en los términos más propios del anarquismo social se refiere a la autoridad como jerarquía, es la generadora de las problemáticas sociales: Al crear una diferenciación entre quienes tienen la capacidad de decidir por las que no (gobernantes-gobernadoras, respectivamente), la sociedad a su vez asume la desigualdad como principio regidor de las relaciones sociales, que se vincula directamente con el ordenamiento de los privilegios. Este privilegio organizado es lo que derivará directamente en el Estado que nos hereda la tradición greco-romana, que no es otra cosa que la administración territorial de las oportunidades, los derechos o la falta de ellos.
El nacimiento del Estado se da con una mayor organización de la autoridad, que se liga fundamentalmente con la religión, el poder militar y la concentración de recursos en pocas manos. Bakunin estudia profundamente su relación con la iglesia y el poder divino, al punto de calificar al Estado como “hermano menor de la iglesia”, lo que muestra la imposibilidad de hacerle un “momentum” al estudio de los problemas de la gestión pública como si no se relacionaran con los aspectos económicos, culturales e incluso psicosociales. Pero una definición concreta de Estado, en los términos más sencillos posibles, hay que buscarla en la edificación de los modernos Estados-nación, que son la construcción, a partir de la abstracción, de la patria y su difícil solidificación en un cuerpo administrativo, jurídico y militar. No es de extrañar, por lo menos en la gran parte de la periferia mundial, que cualquier consolidación de un Estado pasa por una época de crisis, guerra civil o pugna social interna, donde el principal objetivo es el aniquilamiento de las raíces culturales y territoriales internas bajo la estandarización de una serie de símbolos que no representan más que la necesidad de organizar el globo bajo la lógica de las élites gobernantes y no de los pueblos, imponiendo una forma cultural sobre otras (como en la unificación de Italia o Alemania) o directamente el genocidio o intento de él contra quienes no sienten como suyos los intereses de los dominantes (como en indoamerica).
Esta consolidación del Estado pasa además por un aspecto profundamente importante: la construcción de una economía capitalista. No es de extrañar que los Estados donde vivimos nacieran de la mano con revoluciones políticas en Europa y Norteamerica hace un par de siglos, mientras existía a la par una revolución tecnológica que repercutía en los modelos de producción, quedando no solo reemplazado parcialmente el feudalismo como sistema económico, sino la antigua nobleza clerical como casta administrativa, dando paso a una burguesía comerciante y banquera, que sin embargo se mezcla con sus predecesores, creando tanto modelos capitalistas semi-feudales como monarquías burguesas en muchas partes del mundo. El Estado moderno, así pues, no se puede consolidar sino es con la consolidación misma del capitalismo moderno, bien sea en cualquiera de sus papeles: como exportador de materia prima, como ofertador de servicios (tal es el caso del joven Singapur), como comerciante de altas tecnologías, como potencia económica militar, siendo el caso de Israel, o en muchos de los casos, bajo economías clandestinas y criminales como en nuestro país. Entonces, la elitización de la sociedad, que descansa sus decisiones políticas en un sector gobernante minoritario, viene de la mano con la desigualdad económica y la fabricación de grandes cinturones de miseria: los empresarios son potencialmente gobernantes y viceversa. Aquí, el conflicto armado adquiere sus dos aristas que, tarde o temprano, diferentes guerras a lo largo del mundo adquieren: es un conflicto social, pero también político.
No solo significa darle la razón a los coroneles prusianos cuando señalaban que la guerra es la continuación de la política por otros medios, sino que la política estatal (y con ella la economía capitalista) es la continuación de la guerra por otros medios, bien sea con los dispositivos de control, el conflicto armado de baja intensidad o la explotación de la inseguridad. En esta premisa podríamos pecar si señalamos que el destino de toda sociedad es la guerra civil, a menos de que se cedan libertades básicas a un aparato ordenador de todo, garante de la seguridad y poseedor del monopolio de la violencia, como lo es el Estado; pero haciendo la salvedad, no nos equivocaríamos más bien si, y bajo la experiencia de los siglos, nos atrevemos a señalar que ningún Estado consolidado ha hecho llegar la paz con su fuerza, sino que por el contrario, su construcción ha iniciado cruentas guerras civiles, étnicas y políticas a lo largo del mundo, incluso, varias de los Estados más pacíficos son “exportadores” de guerra, bien directamente a través del imperialismo militar, o indirectamente ampliando la brecha de desigualdad y favoreciendo las élites nacionales de países en conflicto. La peor de las pesadillas de Hobbes se materializa en el mayor de sus sueños: la creación del Estado soberano es la fuente de la guerra civil entre humanos. Más bien, y sin temor a equivocarnos, podemos señalar que no solo la construcción del Estado descansa bajo el conflicto armado, sino que nunca es capaz de terminarlo, solo de redireccionarlo, pues el Estado se encuentra en permanente construcción y consolidación, no como caso particular sino como concepto general. La guerra es eterna bajo la organización estatal, y con ella las economías que promueve (la apertura de mercados, la caída de precios, la elaboración de crisis, etc), sí los Estados (y también las uniones ínter-estatales como la Unión Europea) aparecen, desparecen, se modifican y se dividen permanentemente, dentro de la estrategia actual de “balcanización” que pareciera aumentar el caos sistémico y con ello mantiene dinámico el capitalismo, es decir sus mercados, a través de la guerra.
Y he aquí la razón que explica la guerra contemporánea, pero que también, nos puede dar luces de nuestra paz revolucionaria, que no pasa por otra cosa que el fin definitivo de las guerras. Como apunta el EZLN: el primer objetivo de un ejército revolucionario es desaparecer.
La guerra de los cien años de soledad:
Precisamente, la construcción del Estado colombiano nace de una guerra de independencia que, más allá de la retórica bolivarista sobre el ejército libertador, se da por la puja entre una metrópolis europea en constante crisis y una burguesía criolla cada vez más capaz de asumir las riendas de una nueva patria. Es de señalar que el primer intento independentista de 1810, impulsado por intelectuales que llamaron a una soberanía cívica, fue aplastado por el terror español, dando pasó luego a la época de los militares repúblicanos (Bolívar y Santander), que se saldaron con la victoria en 1819.
Esta nueva república, ya como lo señalábamos arriba, perseguía la construcción de un Estado que, si o si, para garantizar control económico regional tenia que pasar por el desconocimiento de las territorialidades propias que se habían fraguado. No solo de los ancestrales pueblos indígenas, que de una u otra manera fueron traicionados en su confianza luego de luchar mano a mano con los criollos, sino de los palenques y cimarrones afros y de la cultura propia establecida en las periferias de Bogotá, Caracas y Cartagena. Construir este Estado, bajo banderas e himnos artificiales para la mayoría del país, tenia que pasar por la dominación de las disidencias culturales que no se identificaban con los intereses de los centralistas. Esto dio paso a sucesos como la navidad sangrienta en Pasto de 1822, donde las tropas de Bolívar aniquilaron no solo a los fortines pro-españoles del suroccidente del país, sino a una cultura regional que se identificaba más con Quito que con Bogotá, así como la persecución racista contra los pardos de la costa Caribe bajo ordenes de los padres de la nueva patria.
Naturalmente, este clima era insostenible, y para evitar futuros conflictos la Gran Colombia desaparece y da lugar a tres nuevas repúblicas (Colombia, Venezuela y Ecuador). Pero de nuevo, esto no finaliza el conflicto; es más, en la nueva república de Colombia se suceden guerras civiles, una tras otra, que parecen no terminar. El ingeniero y astrónomo Julio Garavito en sus estudios sobre ciencias actuariales en Colombia crea una ecuación matemática para seguros agrarios donde se establece que en el país, luego de la independencia, cada 10 años había una guerra civil que duraba aproximadamente un año, dato que se cumple a cabalidad dentro de las teorías estadísticas y le servía a las empresas para otorgar seguros a agricultores1, lo que entre otras cosas, nos adelanta que el conflicto en Colombia ha sido siempre eminentemente rural y hasta cierta perioricidad. Estas guerras, primero entre centralistas y federalistas, y luego entre conservadores y liberales (herederos respectivamente, por supuesto, de los primeros), sumieron al país en una violencia como ninguna otra en la región. Quizás la guerra más famosa de estas fue la de los mil días, que además tuvo como ingrediente extra la injerencia del naciente imperio de los Estados Unidos, quien pujó para garantizar la independencia de Panamá, alejada geográfica y políticamente por el Darién de las disputas internas de los colombianos, con el fin de luego construir el canal interoceánico, obra culmine de la ingeniería imperialista.
Esta periódica guerra civil fue luego apaciguada con una virtual victoria conservadora, que inicia el periodo conocido como la “hegemonía”, donde los azules se hicieron con el poder hasta 1930 por más de 40 años, los últimos 20 con relativa tranquilidad sobre sus rivales los liberales. Si bien las capas populares, sobre todo de campesinos, indígenas y artesanos, habían hecho parte de la guerra del bando liberal cuando se mezclaban sus intereses de clase o del conservador cuando se apelaba a la tradición religiosa de los pobres, nunca lo habían hecho como fuerza propia medianamente organizada. Esto cambia para la década de los 20, sobre todo con el aparecimiento del anarcosindicalismo y socialismo revolucionario en variadas regiones del país. Desde la segunda mitad de la década de los 10 y hasta 1927-28, la hegemonía de los gremios de artesanos y el joven sindicalismo estaba bajo la orbita de los anarquistas, quienes tenían expresiones organizativas en ciudades como Bogotá y Neiva, pero también en lugares remotos como la zona bananera del magdalena o los pozos petroleros de Barrancabermeja.
Siguiendo la línea del anarcosindicalismo de revuelta de la región, este activismo obrero no era, de lejos, gremialista: tenia una fuerte actitud política e ideológica, que se manifestaba en análogos a lo que en otros países se conocieron como “huelgas de revuelta”, si bien con menor intensidad: se sucedieron paros obreros con enfrentamientos armados con la policía en Cartagena, Bogotá, Barranquilla, Santa Marta y Medellín, que en la mayoría de los casos se saldaba con grandes represiones pero con la victoria parcial de los trabajadores. Esta fuerza va adquiriendo cada vez más empuje, y poco a poco, en las regiones no andinas del país el anarquismo revolucionario va ganando empatía, mientras que en las ciudades centrales va perdiendo influencia ante el naciente Partido Socialista Revolucionario, de cierta matriz marxista y luego convertido en el Partido Comunista, bajo la orbita de la Unión Soviética.
Esta fuerza social tenia que ser frenada de una vez por todas por la hegemonía conservadora, como bien lo hicieron sus pares en Iquique (Chile) y la Patagonia (Argentina). Entre el 5 y 6 de diciembre de 1928, soldados del ejército colombiano masacran a cientos o miles de huelguistas bananeros del departamento costeño del Magdalena, que habían tenido el apoyo del Grupo Libertario de Santa Marta, quienes llevaban casi un mes manifestándose contra condiciones precarias laborales impuesta por la estadounidense United Fruit Company. La masacre se da, como no puede ser de otra manera, por la amenaza estadounidense de invasión si el gobierno colombiano no protegía los intereses del imperialismo de la multinacional. Al parecer de muchos estudiosos de los movimientos sociales, este suceso marca el fin de la primera era del sindicalismo revolucionario en Colombia, pero no es otra cosa que el primer hito de la nueva era del conflicto social y armado en el país, que ya no solo es entre liberales y conservadores, sino que involucra al pueblo colombiano organizado, si bien con el precedente de desbaratar, por cerca de 70 años, a las tendencias anarquistas inmersas en los movimientos sociales.
Este hecho le pasa cuenta de cobro al partido conservador, que pierde su hegemonía en 1930 y abre paso a una sucesión de gobiernos liberales de carácter más social, atrapando al sindicalismo dentro de la jurisprudencia laboral y estableciendo cierta tranquilidad. Si bien la primera década del poder liberal se da con calma, la radicalización de un sector interno, que se identifica ambiguamente con el socialismo (si se quiere más “nacionalista” que marxista) y encabezado por el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, comienza a preocupar a la élite conservadora e incluso a los sectores liberales de derecha. Luego de tensiones preelectorales y escaramuzas en regiones del país, el 9 de abril de 1948 inicia de nuevo una guerra civil con el asesinato de Gaitán en el centro de Bogotá, lo que estalla en una asonada popular llamada el “Bogotazo”, y que, a pesar de ser fuertemente reprimida por el ejército, se extiende como pólvora por todo el país: inicia la época de la violencia. Tras largos años de trabajo en sindicatos y gremios agrarios, el Partido Comunista logra entrar en la arena político-militar hasta ahora bipartidista, estableciéndose en zonas de influencia guerrillera con predominación liberal y montando una infraestructura de apoyo desde las ciudades. Esta época estuvo marcada por ser de las más sanguinarias del país, que se saldó con cerca de 200.000 muertes en unos pocos años y la fragmentación de la economía nacional.
Tras el gobierno del fascista Laureano Gómez, que era el líder del sector más godo del partido conservador, la paz pareciera restablecerse con el golpe de estado del general Rojas Pinilla, que se da tras un acuerdo entre liberales y conservadores no laureanistas, quienes saben que la guerra está desangrando el país y no parece apuntar a un horizonte favorable para alguno de los bandos, por el contrario, arruina la economía necesaria para luego aumentar sus arcas. Las guerrilleras liberales se desmovilizan y el conflicto armado se detiene temporalmente, si bien en muchos casos con el posterior asesinato de líderes rebeldes, tal como le pasó a Guadalupe Salcedo en las calles de Bogotá. Muchos estudiosos señalan que el conflicto moderno empieza precisamente con la violencia, pero siendo rigurosos históricamente, este lapso de la única dictadura en Colombia genera distancia con la situación política y militar que se daría luego, donde en este caso la tormenta (y no la calma) precede al huracán.
Ya no siendo útil para las clases dominantes, y mostrando ciertas simpatías con una nacionalismo revolucionario, Rojas Pinilla abandona el poder para darle paso a lo que es la génesis de la actual guerra civil: el Frente Nacional. Por 16 años, y alternándose en el poder, liberales y conservadores por primera vez se ponen de acuerdo para gobernar el país e impulsar la economía ahora en seguridad contra la guerra civil, dejando por fuera no solo al creciente populismo de Rojas Pinilla (luego establecido en el partido Alianza Nacional Popular, ANAPO), sino a los sectores comunistas que se habían logrado atrincherar en regiones del sur-occidente y centro del país, dentro de las llamadas “repúblicas independientes”.
El Frente Nacional implicó una dictadura de dos partidos, que dejó por fuera cualquier forma de disidencia política que se encaminaba en la ruta electoral, bien sea por insuficiencia de fuerzas o abiertamente por fraude, como en 1970 sucedió con el triunfo del conservador Misael Pastrana sobre Rojas Pinilla. Esto hizo que los sectores contestatarios se radicalizarán en el país, sobre todo a partir de la luz de esperanza que en 1959 alumbró desde Cuba para los revolucionarios de América Latina. Así, y bajo la batuta de los manuales guerrilleros maoístas y foquistas, nació una nueva fuerza guerrillera. El Partido Comunista, muy al contrario de sus pares regionales estalinistas que se enfrascaban en el “frentepopulismo”, se enfrasca en la teoría de que la resistencia armada podía llevar a la toma del poder, razón por la cual establece todo su apoyo a las repúblicas independientes, regiones campesinas donde el ejército aun no había podido establecer su monopolio y, de una u otra manera, se establecían servicios populares autorregulados. Si bien el Frente Nacional nace en 1958, el inicio de la guerra civil actual se da solo hasta que la balanza en disputa cede y sus partes entran en confrontación abierta en 1964, luego de una reestructuración de las fuerzas armadas legales apoyadas por el ejército norteamericano, curtido en la guerra contrainsurgente que mantenía en Vietnam:
Más de 15.000 soldados nacionales se enfrentaron a 50 guerrilleros mal armados en Marquetalia, república independiente más inclinada a la influencia comunista que liberal, establecida en el sur del Tolima. A pesar del cerco y el bombardeo con napalm, la fuerza guerrillera se desplaza hasta la vecina república independiente de Riochiquito, ubicada en el Cauca, dando nacimiento formal a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC, y con ello, a la guerra civil que podemos rastrear hasta nuestros días. Esta guerra, diferente a las anteriores, se caracteriza porque los sectores comunistas y revolucionarios asumen abiertamente la guerrilla móvil como forma de resistencia y estructura militar, instaurando la disciplina de un ejército y asumiendo la lucha política ahora en la orbita de confrontación violenta. Aunque el mito fundacional del conflicto armado colombiano es Marquetalia, posteriormente nacen nuevas fuerzas guerrilleras con sus particularidades políticas y militares.
Las FARC era la guerrilla más mediática por entonces, se habían establecido en el sur-occidente y centro colombiano, dominando zonas tan estratégicas como el sumapaz (retaguardia rural de Bogotá). En el nororiente, otra de las regionales clave de los conflictos sindicales y agrarios de Colombia, estudiantes universitarios entrenados en Cuba crearon el Ejército de Liberación Nacional también para 1964, con una notable militancia proveniente del Movimiento Liberal Revolucionario, por entonces ala izquierdista del liberalismo, para luego beber de la creciente corriente cristiana de la teología de la liberación y del guevarismo internacional. El ELN se caracterizaba por la instalación de focos guerrilleros y una estrategia de conexión urbana, mostrado esto en su gran influencia en sindicatos petroleros y universidades por los años 70 y 80. De otro lado se encontraba el Ejército Popular de Liberación (EPL), brazo armado del Partido Comunista Colombiano – Marxista Leninista, escisión maoísta del Partido Comunista, que lograría establecer su lugar de influencia en el noroccidente, tanto en Medellín con en el Urabá, influenciando sindicatos bananeros; su estrategia se enfocaba más en la guerra popular prolongada, que buscaba el paso efectivo de guerrillas móviles a la guerra de masas, tal como lo planteaba Mao Tse-Tung. Finalmente en 1970 nace el Movimiento 19 de Abril, M-19, guerrilla muy particular que viene del seno de los seguidores de Rojas Pinilla y disidentes de las FARC, que se caracterizaba por su accionar mayoritariamente urbano en su primer etapa, lo que la hizo muy mediática y con gran influencia en los futuros procesos de paz.
Esta nueva guerra civil se enmarca en una estrategia gubernamental de clásica contrainsurgencia militar, que buscaba el aniquilamiento de las fuerzas guerrilleras bajo las premisas norteamericanas de la guerra fría. Sin embargo, la dimensión social que tenia el conflicto hizo imposible la derrota vía militar de las insurgencias, incluso luego de ofensivas tan violentas como la del Anorí contra el ELN en 1973, que deja con solo cerca de 40 guerrilleros a la organización, así como la creación del estatuto de seguridad de Turbay de 1978, que golpeó fuertemente al M-19 dejando casi un tercio de su estructura en la cárcel y prácticamente toda la dirigencia. A pesar de sus ataques, las bases sociales y las causas objetivas de la rebelión estaban intactas, lo que le daba facilidad a las insurgencias para recuperarse luego con una estrategia de trabajo político mientras volvían a rearmarse, aprovechando también el optimismo regional con los sucesos que pasaban en el Cono sur y centroamérica (especialmente en Nicaragua, donde hubieron varios colombianos combatiendo y luego trajeron bastante experiencia).
Esta dimensión social se pone de manifiesto en el paro cívico de 1977, donde el pueblo salió con entereza a las calles a enfrentarse a las fuerzas gubernamentales. La entonces cúpula militar señalaba que al pueblo solo le faltó fusiles para que el paro hubiera terminado con la toma del poder, destacando más bien la falta de eficiencia de las insurgencias para lograr llevar la coyuntura a puerto revolucionario. Esto marca también una época donde, de cierto modo, pareciera que el conflicto armado se encontraba sobre el conflicto social, intentando subordinarlo según la mayoría de las insurgencias, o en el mejor de los casos, alejándose estas de las organizaciones de masas. Esto sobre todo a razón del profundo foquismo de todas las insurgencias, quizás menos del M-19 (sin embargo con un alto culto a la clandestinidad) y las guerrillas más pequeñas y regionales, mientras las grandes maquinarias insurgentes concentraron sus esfuerzos en un éxodo de cuadros de las ciudades a los campos, donde pretendían establecer vanguardias armadas que agudizarán las contradicciones, tal como sucedió en Cuba o Nicaragua, estrategia que a la larga nunca funcionó como se quiso por la equivocada comparación con la geografía Colombiana, mucho más grande y donde, a voz popular, se terminó estableciendo para la guerra dos colombias: la urbana y la rural.
La apuesta del Estado colombiano cambió en los años 80, luego de finalizado el periodo Turbay: ante la dificultad de finalizar la guerra por medios militares se negociaría la apertura democrática. Ello estaba en sintonía con la estrategia de negociación que se daba en Guatemala y El Salvador, donde las burguesías nacionales preferían ceder un poco de su poder a perderlo completamente, ya que el impulso que dio la revolución sandinista en 1979 daba muestras de que el socialismo por vía armada seguía siendo una posibilidad en América Latina. Esto, a su vez, permitió que las insurgencias volvieran a abrirse al pueblo colombiano a través de frentes sociales y electorales donde no solo se encontraban los actores armados, particularmente la Unión Patriótica (Nacida las FARC), la coordinadora “A Luchar” y el Frente Popular. En los 80, la lucha política de masas volvió a dejar de lado la estrategia militar del mero control territorial. Sin embargo, los sectores fascistoides del ejército nacional y de la burguesía se encargaron de torpedear el proceso de paz, pero no para volver a la antigua guerra antiinsurgente, sino incorporando la estrategia proveniente desde la escuela de las Américas y luego de los escándalos de las dictaduras implantadas por el plan cóndor, llamada la “mano negra”, que era el uso de ejércitos cívico-militares financiados desde las elites millonarias y que ejecutaban la guerra sucia a sus anchas.
Así, a finales de los años 80, terrateniente regionales, mandos del ejército y con el apoyo de mercenarios israelíes y estadounidenses, fueron armando grupos paramilitares (presentados muchas veces bajo la formula legal de empresas de seguridad, “Convivir” como se conocerían) en bastas regiones del país, quienes se encargaban no solo de confrontar militarmente a los guerrilleros sino de masacrar a procesos populares que podrían simpatizar con sus ideales. Esto hizo que hacia finales de los 80 se presentará a una insurgencia dividida: por un lado el M-19, la mayor parte del EPL, así como un sector del ELN y todas las guerrillas más pequeñas (como la Autodefensa Obrera o el Partido Revolucionario de los Trabajadores) se habían desmovilizado, con un saldo que a la postre se convertiría en masacres y magnicidios; y de otro lado, las FARC y el ELN se encontraban ante un enemigo que no habían combatido, lo cual hizo que la guerra adquiriera ahora una nueva etapa de posiciones, con el añadido que significó el boom de la cocaína, que financió no solo ciertos grupos guerrilleros sino, sobre todo, a paramilitares y terratenientes locales que pasaron luego a ser narcotráficantes de renombre.
Los 90 podría bien ser la etapa donde la guerra de guerrillas pasó abiertamente a una guerra territorial clásica, tanto por el despliegue militar que logró las FARC (que llegaron a tener desde 1998 hasta el 2001 la mayor extensión geográfica y en tropas, sobrepasando los 20 mil miembros armados y otras decenas de miles entre milicianos y cuadros políticos desarrollando militancia desde la economía, la academia y el trabajo comunitario), como también por la avanzada paramilitar que se pretendía dar en el país desde la esquina del Urabá. Los mayores golpes militares de la insurgencia se pueden rastrear en estas época, así como también una nueva clandestinidad (luego de la masacre contra la UP) que le permitió ganar fuerza militar a costa de perder fuerza política, más por obligación que por decisión. Si bien la guerrilla en los 80 tuvo un componente social electoral, sería los 90 donde se militarizan sus bases en nombre de una toma del poder que parecía estar a la vuelta de la esquina (y donde era tan real la esperanza, que era un miedo permanente para las élites colombianos y las imperialistas). Aunque los análisis varían, muchos estrategas militares del ejército señalaban empezando el gobierno Uribe, que si no hubiera sido por el Plan Colombia (financiado por los Estados Unidos), las FARC efectivamente estarían tomándose el poder a comienzos del nuevo siglo, con un ejército nacional sin capacidad de frenar el avance guerrillero y ya prácticamente con regiones enteras perdidas y en manos de la insurgencia.
Sin embargo, esta avanzada guerrillera que se manifestaba en lo táctico con el “cerco” a las ciudades, estableciendo zonas de dominio a pocos kilómetros de grandes urbes como Bogotá o Cali, o simplemente dominando zonas periféricas urbanas como en Medellín, fue detenida por una estrategia militar renovada. El ejército colombiano no solo se encontraba a finales de los 90 mal armado: además estaba desmoralizado. Por un lado, la modernización militar del Estado colombiano no se pudo haber dado si no es con las sumas de dinero inyectadas desde Estados Unidos a través del Plan Colombia; y de otro lado, la desmoralización se superó con una estrecha colaboración con los paramilitares, quienes ante cualquier derrota o desventaja en un territorio simplemente asesinaban decenas de campesinos o indígenas en retaliaciones, echando para atrás futuras avanzadas que podían contar con el apoyo de las masas. Sin embargo, con hacer retroceder las insurgencias no era suficiente, incluso teniendo ya una estructura nacional consolidada (las Autodefensas Unidas de Colombia), sino que además, producto de grandes ganancias del narcotráfico, había nacido un nuevo sector dentro de la burguesía nacional vinculado a terratenientes y narcos del norte y nororiente del país que tenían como objetivo “refundar la patria”.
Así, en 2002, Álvaro Uribe logra llegar a la presidencia con una alianza electoral de sectores del conservadurismo y del liberalismo más godo, que en el plano de lo concreto no era otra cosa que burgueses urbanos aliados con el paramilitarismo terrateniente y narcotraficante. Esta toma del poder se pone de manifiesto en la parapolítica, fenómeno por el cual las AUC lograron dominar un tercio del parlamento colombiano, además ser dueños y reyes de prácticamente toda la zona Norte del país, siendo muchas tierras despojadas a campesinos, afros e indígenas por medio de sus grupos paramilitares. La estrategia de la extrema derecha, contrario a lo que opinan muchos intelectuales cercanos a su influencia, no fue una mera guerra contrainsurgente: era la toma del país de ese sector militarista y fascistoide. Por ejemplo, no se explica porque ocurrieron despojos de tierras y masacres atribuidas a paramilitares en regiones donde la guerrilla no tenía presencia o era mínima, como en las regiones del Perijá, donde ya se había logrado expulsar las insurgencias, pero hubo un gran despojo que favoreció a las multinacionales carboneras.
La guerra civil en Colombia pasó entonces por dos fases en el nuevo milenio: la guerra paramilitar abierta de posiciones y la guerra antiinsurgente clásica, estando vinculadas respectivamente a los dos gobiernos de Uribe. Para el primer caso, del 2002 al 2005, se concentró en llevar a las FARC a las periferias del país, sacarlas de lugares estratégicos como la serranía del Perijá o el Urabá y efectuando las peores masacres conocidas del país, obligando a la insurgencia a pasar de nuevo a la guerra de guerrillas y de comandos pequeños, abandonando gran parte de su influencia en los sectores populares urbanos; luego de culminada esta fase, las AUC hicieron un pseudoproceso de desmovilización, que en sí era una pantalla que disimulaba tensiones internas que se venían presentando en su cúpula, para luego pasar a la aparición de grupos neo-paramilitares con un carácter más descentralizado y dominados regionalmente por capos y políticos, más eficaces en el control territorial. En esta segunda fase, del 2006 al 2010, la estrategia militar, una vez retrocedidas las FARC, fue “dejar sin agua al pez”. A sabiendas de las dificultades para aniquilar definitivamente la insurgencia, los programas sociales del ejército se concentraron en desbaratar las bases populares en las cercanías a las ciudades, así como desmoralizar al enemigo con una fuerte propaganda para la dejación de armas y la incorporación a la vida civil dentro del programa de desmovilización, quedando las FARC relegadas a apartadas zonas del país, donde sin embargo, seguían teniendo fuerte influencia pero al mismo tiempo, eran más susceptibles a los ataques del ejército, que ahora concentraba su fuerza ofensiva por medio aéreo, con mayores garantías para “arrasar” con la selva sin preocupaciones que podía tener en lugares más poblados. Si se mira histórica y geográficamente, estas dos fases pueden parecer un “arrinconamiento” de las grandes estructuras de las FARC al sur del país, que empieza desde el Urabá, pasa por Medellín (luego de la operación Orión en el 2002), baja hacia el Valle del Cauca, Cundinamarca y los llanos, y encuentra su limite en el Macizo colombiano y la selva amazónica, región entre el Cauca, Sur del Tolima, Huila, Meta, Caquetá y Guaviare, zona de influencia de los más grandes bloques de las FARC, que hasta el día de su desmovilización era su su bastión.
Todo lo anterior es para llegar a la última fase de la guerra, que es en la que nos encontramos (en la puerta de salida) y empieza desde el 2010, cuando Juan Manuel Santos sube al poder, bajo la tutela de Uribe y luego apartado de la misma. Dentro del análisis neoliberal que hace contempla que, aunque las FARC dominan zonas recónditas del país, es allí donde se concentran la mayor parte de recursos naturales de explotación minero-energética, por lo cual es necesario negociar, comenzando en un primer momento con el aniquilamiento de cabecillas (entre ellos Alfonso Cano, heredero de la comandancia mayor) para luego sentar a la insurgencia, debilitada pero no derrotada, a conversar. Este proceso de paz, si bien no significa el fin de la guerra civil, si es un reacomodamiento del conflicto armado. No solo porque la principal guerrilla del país se concentra en zonas veredales, dejando de cierta forma a la “intemperie” regiones de histórica presencia fariana, sino porque cambia la balanza. Esto tiene mucho que ver con la dicotomía en el bloque dominante, que de una parte busca la negociación con las insurgencia, detrás de objetivos económicos en regiones de explotación extractivista, y el otro polo que pretende de nuevo la paramilitarización del país: es el santismo contra el uribismo, que sin embargo, fácilmente pueden converger.
Esta etapa está en sintonía, junto como los demás momentos históricos del conflicto, con el contexto internacional: guerrillas importantes como el ETA vasco o el IRA irlandés renunciaron a la lucha armada, y los triunfos legales del socialismo del siglo XXI en Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Venezuela parecían hablarle a las insurgencias colombianas, así como en su tiempo les habló la revolución cubana y la insurrección sandinista: podrían haber otros caminos más efectivos para el poder, si bien era necesario primero que la oligarquía abriera las puertas de la democracia representativa con garantías de no hacer la guerra sucia. Quizás bajo esa lógica el conflicto de las FARC comienza a cambiar para buscar su desmovilización militar e incorporación a la política legal.
Así se fortalece, y de nuevo desde el golfo de Urabá, otro ejército paramilitar reciclado de las falsas desmovilizaciones y bandas de narcotráfico locales, llamadas cínicamente Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que vienen ocupando regiones antes dominadas por las FARC. Pero también ganan relevancia las insurgencias aun no desmovilizadas, sobre todo el ELN, que logra ocupar posiciones ex-farianas con relativa calma, y en menor medida el EPL, así como ciertas disidencias de las FARC no contentas con lo alcanzado en la mesa con el gobierno. Esto pone en aprietos de una u otra forma al Estado, no solo porque fue incapaz de ocupar militarmente la mayor parte de zonas de las FARC, sino porque ahora presenta una guerra abierta contra neo-paramilitares, que de una u otra manera, jalan desde dentro del ejército y la policía a su favor, y por otro, porque el ELN, que se pensaba se subiría con mayor facilidad al bus de la paz, sigue ganando fuerza en territorios estratégicos (y anteriormente más suyos que de las FARC) como en Arauca o el sur del Chocó.
Precisamente queda sobre la mesa pensarnos esta nueva etapa, donde los movimientos sociales han presentado un realce y la principal insurgencia deja las armas. Más allá de las críticas que se puedan hacer al proceso, es menester analizar la situación como una oportunidad para tener otros despliegues militantes, en nuestro caso libertarios, que puedan jugar dentro del tablero de la lucha de clases con otra fuerza para las de abajo, que puedan empoderarse más de sus habilidades y entiendan las repercusiones históricas y sociales que ha dejado el conflicto. Pero para ello, habría también que estudiar críticamente el conflicto del lado de la insurgencia, entender sus expresiones y posicionarnos como sujetos históricos en nuestro tiempo, buscando los aportes, los errores y las experiencia que deja medio siglo de guerra, labor que se hará en la siguiente parte de este texto.
Steven Crux
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1 Garavito, J. Seguro agrícola, ensayo presentado al Congreso de Agricultores de 1911. Sobresale como dato extra, que Garavito intenta también adentrarse en el estudio de las causas de las guerras civiles, hallando una endeble economía que desfavorecía a las de abajo y políticas agrarias inefectivas para subsanar el hambre en los campos.