En el cuarto aniversario de su muerte, y a modo de homenaje, queremos dar voz al Tiuasuza poeta. Porque sus palabras, igual que su activismo, están imbuídas del profundo respeto a la tierra y a la cultura indígenas que profesaba. Porque su escritura es, también, militancia.
Puedes leer el artículo de Steven Crux sobre la vida y asesinato de Tiuasuza aquí. Y aquí el blog de Augusto.
Sisague (feliz) encuentro con la selva
ATA
Cuando tus pies se posan incautos sobre los caminos de la selva
recibimos la astuta riza del nativo
y la confundimos con una romántica ceremonia cinematográfica
ellos miran nuestro equipaje lleno de artilugios.
Les enseñamos una a una
la lista de herramientas de supervivencia
creemos que el indio las palpa como espejos
qué equivocado estaba nuestro espíritu.
Sus voces retratadas como testimonio
del encuentro con el hombre hecho planta
no son más que burlas para el idiota que pretende
espantar el humo a manotazos
En pocos días de caminos sinuosos y montañas
quedaran inservibles los repelentes, las radios, los guantes, los cigarros.
Aprenderemos a soplar tabaco
para ahuyentar los espíritus malignos
sacralizaremos sus costumbres
y ese humo ni siquiera servirá
para ahuyentar mosquitos
El tiempo quedará estancado en la niebla espesa
en el largo fhisca (aliento, alma) de tu vientre
y solo aprenderemos
la cómica pequeñez del Ego.
BOSA
Habita en mí
un bosque de tinieblas
donde las capas de los árboles
solo dejan entrever una que otra estrella
que se confunde con luciérnagas.
Si miro al suelo
pequeñas raíces fluorescentes
guían el camino a mis encierros,
las chicharras estallan en mi cabeza
queriendo salir de su crisálida,
los demonios tienen forma de sancudo
–cada centímetro de piel expuesta
termina en piquita y zozobra–.
Un desespero solitario
aniquila mis ruegos.
Ese mundo supraselvático
que desconozco
y desconoce el Indio de citadino,
ese ulular de lianas que se yerguen
como la lluvia en mis costados,
esa cárcel al aire libre,
ese triste estado de sombras sin conjuros
es fruto de los difusos y contradictorios caminos
que tomaron la selva y mis sentidos.
MICA
La selva tiene mucho de madre.
No una madre mariana,
no santa, no cándida, no pazguata.
Es una voz que te susurra todo el tiempo,
una vida que se mueve y
mitiga con fuerza su desdén.
Que llora y sufre.
Es su angustia castigo para tu cuerpo frágil.
Toma venganzas sutiles
y su enseñanza está colmada de fuerza y castigo.
La selva te humilla, te hace caminar como salvaje,
hace que tus uñas viertan veneno
de tierra y lodo.
Te hace respirar como tigrillo en busca de refugio.
La selva lacera tu espíritu.
Te envuelve como loca con sus tonos amarillos.
Su aroma de verde se vuelve sangre
y su nubarrón baja con frío fértil
a posarse sobre tus articulaciones.
Ella, que cada día vence majestuosos arboles,
se encarga de quebrarte la paciencia
para posteriormente cubrirte de una capa
oscura y solitaria.
Sus vientos desatan tu falso abrigo
hasta romper tus ropas.
Tus gritos los cubren sus típicas ondas
y de nada vale llorar, porque las gotas de lluvia
lavan tus mejillas.
Miras al cielo y totalmente huérfano
suplicas un tolerante respiro de paciencia.
Al pasar, los días y las noches
te purifican tus miedos, te haces amigo de las sombras,
te rascas sin desgano tus pocas ronchas,
te sientes más hijo de sus suelos
y con menos egos
que tus olvidaos habitantes de la materia.
Que solo hoy resultan
banales habitantes de la miseria.
MUYHIKA
El paraíso popular del génesis:
no existe.
Son imágenes de un idilio terrenal del blanco.
Con el tiempo la sangre mesclada de los hijos de la selva
crearon un nuevo cielo de verdes utopías,
hermosos colores y lindos cantos.
¿Qué misterio se incrustó en el alma?
¿Qué rara evocación a selva tiene el hombre?
¿Para qué llamar Pacha-mama a la selva
sin sus espíritus de lúgubre belleza?
¿Para qué las matas sin sus torrenciales angustias?
¿Para qué el aire puro sin sus endemoniados insectos?
¿Para qué anhelamos caminar lentamente en la noche de luna
sin conocer los caminos, la sombra, los espíritus, las sapientes, ni el deceso?
Aquí está el paraíso del hombre verde.
Pero no está untado de comodidades urbanas,
no es contemplativa felicidad eterna,
es el molesto trasegar del hombre sin espíritus
es el paso amargo del huérfano
que se arrastra de fatiga y sed,
es el cuerpo caído en la resaca del tiempo,
es la piel marchita de barro y espinas.
Son las plantas de unos pies que niegan
los rugosos caminos de resbalosa procedencia.
Y al final: cuando sepas arrastrarte sin vestido en el fango
para bañar tu cuerpo con la lluvia,
cuando tus pieles blancas se curtan de raíces y costras,
cuando la sangre ofrendada a los interminables insectos
tome una nueva forma,
cuando tus oídos distingan el viento
y las huellas de una fauna oculta,
y aparezcas tendido de bruces sin alma ni fuerza
sobre la maraña y la piedra,
podrás sentir el paraíso de la milenaria sabia
pasar tranquila por tus venas.
HISKA
En últimas, la selva no castiga.
Existe y eso es suficiente.
Te castigan tus egos cuando antepones
tu prisa ante el lento-vital espíritu de las montañas
que se muestran inermes y quietas.
Te castiga tu conciencia de héroe blanco,
que pretende protegerse de la intemperie
con sus cómodas ilusiones.
La selva te desnuda el anclado inconsciente
su hermoso espíritu te cubre
hasta desconectar tu cuerpo de tu mundo
y tu mente se queda atrás, atada y huérfana.
El cuerpo se siente solo,
indefenso.
El espíritu huye con el vuelo de la pluma,
con la huella del insecto.
La selva te arranca el alma con crueldad
y te arroja al abismo del desconocimiento.
Al caer, apelas a la razón, y a la puritana
explicación de los hechos,
a la descripción psicorrígida del tiempo.
Finalmente no es la selva quien te oprime sobre el barro.
Es la ciudad que te pesa y te aplasta.
Y las raíces te tapan hasta que los espíritus te reconozcan.
Esa fauna que anhelaste en los libros de tu infancia
ahora te llama con cantos de dudosa procedencia.
La sutileza de las huellas sobre las secas hojas te asusta.
Los pájaros pretenden atrapar con cantos a los incautos,
y si caes en la quietud, decenas de aguijones
se alimentarán de tu sangre.
Por eso huyes y gritas en busca de refugio.
Vociferas y maldices.
Pero la montaña es inerme ante tu lengua.
Huyes de ti mismo te guardas en tu cama o en tu hamaca.
Y en tu refugio continua el castigo, la picazón, la incómoda
presencia de la noche sobre el suelo.
Estás solo contigo mismo
la selva te desnuda el inconsciente.
Es un mareo, una noche con sueños de angustia y fiebre.
Al día siguiente, sin tu dios,
–que dejaste en los templos y en los libros–
no podrás escuchar la mano madre de la selva,
si no tomas conciencia de tu propia carne
y de la ingenua vaguedad de tus razonamientos.
Con el tiempo,
cuando el espíritu regrese con la luz y las sombras
tal vez
puedas
vibrar de la mano con el Cosmos.