Pasear por un supermercado es recorrer pasillos repletos de productos anteriormente conocidos como comida, especialmente si nuestro presupuesto es limitado. La gran mayoría de alimentos son una mezcla poco saludable de azúcares, aceites de muy baja calidad (palma, colza), conservantes, almidón, agua y saborizantes.
Comer en restaurantes, especialmente aquellos de comida barata que frecuentamos la mayoría de personas trabajadoras (como pizzerías, hamburgueserías de comida rápida, restaurantes chinos u otros establecimientos similares) no mejora las perspectivas. Y lo mismo ocurre al adquirir alimentos precocinados y otros ultraprocesados. ¿Cómo es posible comprar una hamburguesa o una lasaña de carne por sólo 1€? Lo es porque, aparte de elaborarse y servirse gracias al trabajo ultraprecario, suelen contener más basura disfrazada que alimentos reales. De hecho, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda reducir el consumo de estos alimentos, ya que existen estudios científicos que han relacionado el consumo de carnes procesadas (como son también el bacon, las salchichas, la mortadela y el choped o los nuggets, entre otras) con un mayor riesgo de sufrir cancer o enfermedades cardiovasculares.
Hablando de carnes, la sección de embutidos envasados y, especialmente, las carnes magras como el pavo, son un engaño aterrador. Las supuestas “pechugas de pavo” que nos venden en formato fiambre tienen menos de un 50% de carne de pavo y son más bien un preparado de almidón, agua y saborizantes como el glutamato. Existe comida para perros de mayor calidad. Tampoco cambia nada el optar entre marcas blancas y otras marcas. La mayoría de las marcas más conocidas se encarecen como consecuencia de su mayor inversión en publicidad o en un diseño atractivo del envase. Sin embargo, habitualmente su calidad es similar y, en algunos casos, incluso inferior.
¿Por qué resulta más barata la comida basura que una dieta saludable? Los procesos industriales, la globalización y, más en concreto, el capitalismo, han dado pie a que esto ocurra. No se necesita que las personas trabajadoras estemos sanas, sólo que nos alimentemos con cualquier cosa para seguir produciendo y no desfallecer. Lo justo para que tampoco colapsemos de enfermedades crónicas una sanidad cada vez más infrafinanciada. Podríamos hablar también de los zumos envasados o la leche; de los abusos de toda la cadena industrial de producción agrícola, pesquera o ganadera; de las cantidades de azucar en cereales, galletas o artículos dirigidos a los más pequeños… únicamente para redundar en la cuestión de cómo se produce y se consume bajo el capitalismo, un sistema tóxico con la vida y el medio que no tiene problemas en envenenar a la mayoría de la población con tal de mantener los beneficios de unos pocos. Nos venden basura con apariencia de comida sana a bajo precio para que llenemos el estómago y, desde los legisladores a los supermercados pasando por cada uno de los intermediarios de esta cadena, todos contribuyen a mantener la industria funcionando. Salimos perdiendo los productores primarios, los trabajadores de las empresas intermediarias y la gran mayoría de consumidores. En definitiva, salimos perdiendo toda la gente trabajadora, una mayoría de la sociedad atenazada por la pinza que generan los bajos salarios y el alto coste de comer algo que no sea basura.
A pesar de habernos inculcado con disciplina la mercantilización, no ha podido hacernos olvidar del todo los alimentos locales, con una producción distribuida y no industrial. Permanece nuestro deseo de comer comida de verdad, con sabor y de buena calidad. Es tan claro este deseo que el propio capitalismo se ha adaptado para tratar de sacar beneficio de la alimentación sana convirtiéndola en una línea más del supermercado, la de los productos bio o ecológicos. Esto no es más que un sucedaneo (a un alto precio) de lo que nos ofrecen otras formas producción y de relación social. Un ejemplo de ello son los grupos de consumo organizados para eliminar intermediarios entre productores y consumidores de producción, y que impulsan las prácticas agroecológicas. También es un ejemplo la subsistencia de cierta economía del don lejos de las ciudades, donde los vecinos se regalan patatas, pimientos u otros productos que sobran de la cosecha y que prefieren compartir antes de que se echen a perder.
Lejos de idealizar un pasado anterior al triunfo casi absoluto de la economía de mercado, el objetivo hoy es construir nuevas prácticas en torno al deseo de comer bien, local, sin productos tóxicos o aditivos insalubres y sin destruir el medio. La izquierda, especialmente los anarquistas, llevamos años proponiendo una alternativa basada en el consumo local, la soberanía alimentaria, la agroecología, las dietas vegetarianas o veganas, el consumo consciente… Principios y formas de consumo y producción que permiten no sólo una alimentación más saludable, sino sobre todo una relación más sana entre las personas, con el resto de seres vivos y con el medio en que vivimos. Impulsar los grupos de consumo, las huertas urbanas o incluso la vuelta a lo rural son sólo pequeños pasos a contracorriente, mientras la mayoría de la gente trabajadora aún compramos en el supermercado o en restaurantes de comida basura. También la lucha sindical, tanto por la mejora de las condiciones de trabajo como por la denuncia de prácticas industriales insalubres, permite ensanchar los estrechos márgenes de acción. Disputarle a la economía de mercado la hegemonía sobre nuestra alimentación, como sobre otros tantos otros derechos, va a requerir de audacia y multitud de estrategias conjuntas.