La transición entre el feudalismo y ese nuevo modelo de organización económica y social que acabaríamos por llamar capitalismo fue un proceso lento y terriblemente violento. Una parte importante de esa violencia debe atribuirse a la guerra de clases, expresada en la resistencia activa de una mayoría de la población a perder sus modos de vida y sus costumbres, a ser desplazada de sus tierras, a convertirse en fuerza de trabajo asalariado y, en definitiva, a proletarizarse. En este momento histórico, ampliamente analizado por socialistas de diversa índole para descubrir los terrenos de explotación capitalista y también aquellos de resistencia, cabe recuperar especialmente el papel vivido por las mujeres. Eso es lo que hace con gran maestría Silvia Federici en su libro “Calibán y la bruja”.
Su subtítulo, “Mujeres, cuerpo y acumulación originaria”, aporta ya varias claves del asunto. Acumulación originaria es uno de los conceptos fundamentales de El Capital, la obra de Karl Marx. Hace referencia a un proceso generalizado y fundamental para el surgimiento del capitalismo, consistente en la privatización de todo tipo de medios de producción: Cercamientos de tierras, expropiaciones al campesinado, políticas de represión y encarcelamiento para asegurar la fuerza de trabajo, monetización y mercantilización de las relaciones sociales, etc. Las relaciones de servidumbre precapitalistas que establecían los campesinos con sus señores feudales suponían una vinculación directa de estos con la tierra trabajada ya que, si bien podían ser expulsados, no era algo común en una economía cerrada y donde las luchas sociales se emprendían de manera colectiva. Eso generaba una experiencia de autonomía campesina que, unida a la existencia de espacios comunes (praderas, bosques, lagos, pastos…) imprescindibles para la economía, constituía las bases de un modo de vida a extinguir en pro del capitalismo. El primer capítulo del libro (El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval) se detiene precisamente en estudiar las expresiones de resistencia llevadas adelante por las comunidades agrarias europeas y también los movimientos milenaristas y heréticos como expresión reiterada de esta resistencia. También expone cómo las luchas contra los cercamientos o la mercantilización fueron, en multitud de ocasiones, lideradas por mujeres: «Cuando se perdió la tierra y se vino abajo la aldea, las mujeres fueron quienes más sufrieron. Esto se debe en parte a que para ellas era mucho más difícil convertirse en vagabundos o trabajadores migrantes: una vida nómada las exponía a la violencia masculina, especialmente en un momento en el que la misoginia estaba en aumento».
Federici advierte también en este capítulo frente a los riesgos de idealizar la comunidad servil medieval como ejemplo de comunalismo. Esta no alcanzó los objetivos de tierra para quien la trabaja, compartición de bienes y solidaridad, en lugar de lucro personal, como fundamento de relaciones sociales. La sociedad no controlaba sus medios de subsistencia, ni todos los miembros de la misma tenían igual acceso. La aldea medieval no era una comunidad de iguales: Existían diferencias sociales entre campesinos libres y aquellos con estatuto servil, entre campesinos ricos y pobres, entre aquellos con seguridad en acceso a la tierra y jornaleros sin tierra que trabajaban en la demesne (tierra del señor), y por supuesto también entre mujeres y hombres, siendo estos últimos quienes heredaban y recibían entregas de tierra.
El capítulo finaliza con un análisis de la herejía popular como movimiento de resistencia. Las sectas heréticas como los cátaros, los valdenses, los “pobres de Lyon” y otras muchas eran conformadas en esta época por el campesinado pobre. «Tenían un programa social que reinterpretaba la tradición religiosa y, al mismo tiempo, estaban bien organizadas desde el punto de vista de su sostenimiento, la difusión de sus ideas e incluso su autodefensa». Se trataba, por tanto, de todo un movimiento amplio de protesta que aspiraba a una democratización radical de la vida social.
El segundo capítulo (La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres. La construcción de la diferencia en la transición al capitalismo) dibuja el capitalismo como la contrarrevolución que destruyó las posibilidades que habían surgido de esta lucha antifeudal. Aquí, Federici extiende el concepto de acumulación originaria de lo productivo hasta lo reproductivo y argumenta cómo el cuerpo de las mujeres se convirtió en un espacio más de conquista. El cuerpo se convirtió en fuerza de trabajo, y las mujeres debieron ser sometidas para la reproducción de esta fuerza de trabajo. Como resume Amparo Moreno Sardá en una reseña que merece la pena revisar, «la crisis de población de los siglos XVI y XVII convirtió la reproducción y el crecimiento poblacional en objeto de debate intelectual y asunto de Estado. Para regular la procreación, y quebrar su control por parte de las mujeres, se intensificó la persecución de las “brujas”, se demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, y se impusieron penas severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio». En palabras de Federici, los úteros de las mujeres «se transformaron en territorio político controlado por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista».
«[los úteros de las mujeres] se transformaron en territorio político controlado por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista»
Del mismo modo, en la América colonial, la trata de esclavos fue la respuesta del poder a los problemas de mano de obra tras el genocidio de los pobladores originarios. La violenta sobreexplotación de esclavos (originarios y africanos) en las plantaciones imprimió un fuerte empuje a las economías europeas, que estaban desarrollándose en una dirección capitalista con una tasa de acumulación sin precedentes. El capitalismo nunca hubiese despegado sin la sangre y el sudor de los esclavos, que producían más y a un ritmo mayor que los trabajadores europeos. Además, estas prácticas prefiguraron algunas de las relaciones comerciales y de producción que definen al capitalismo. Por ejemplo, la división internacional del trabajo o la orientación de la producción a la exportación. «Con esta inmensa concentración de trabajadores y una mano de obra cautiva, desarraigada de su tierra —que no podía confiar en el apoyo local—, la plantación prefiguró no sólo la fábrica sino también el posterior uso de la inmigración y la globalización dirigida a reducir los costes del trabajo». Esta y otras claves permiten a Federici destacar cómo de estrechamente conectadas estaban la vida de los trabajadores esclavizados de América y la de los asalariados en Europa, a pesar de la incapacidad para generar una comunidad de intereses entre ambos.
«Con esta inmensa concentración de trabajadores y una mano de obra cautiva, desarraigada de su tierra —que no podía confiar en el apoyo local—, la plantación prefiguró no sólo la fábrica sino también el posterior uso de la inmigración y la globalización dirigida a reducir los costes del trabajo»
Federici cuestiona también la posibilidad de haber desarrollado lazos entre las mujeres europeas, indígenas y africanas en base a una experiencia común de discriminación sexual. «¿Podría haber sido diferente el resultado de la conspiración de Calibán si sus protagonistas hubiesen sido mujeres?». No ocurrió así. «Fuera cual fuera su origen social, las mujeres blancas fueron elevadas de categoría, esposadas dentro de las filas de la estructura de poder blanco. Y cuando les resultó posible, ellas también se convirtieron en dueñas de esclavos, generalmente mujeres, empleadas para realizar el trabajo doméstico». Lo cierto es que el racismo, al igual que el sexismo, fue una estrategia para crear las condiciones necesarias para la expansión del capitalismo. Una estrategia que se apoyaba en un bagaje sexista y xenófobo importado de Europa, pero que también se impuso a golpe de legislación.
En el tercer capítulo (El gran Calibán. La lucha contra el cuerpo rebelde) la autora complementa el análisis de Foucault sobre el disciplinamiento de los cuerpos, ese «intento por parte del Estado y de la Iglesia para transformar las potencias del individuo en fuerza de trabajo». Ahí donde el filósofo francés hace un análisis histórico indiferenciado por género, Federici pone sobre la mesa una perspectiva feminista aludiendo a la persecución extremadamente violenta sufrida por las mujeres acusadas de brujería. El cuarto capítulo (La gran caza de brujas en Europa) es una genealogía de la caza de brujas, así como un análisis de sus motivaciones principales. Moreno Sardá lo resume de nuevo a la perfección: «La caza de brujas fue […] una guerra para degradar, demonizar y destruir el poder social de las mujeres. En las cámaras de tortura y en las hogueras se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad. Las prácticas perseguidas en la caza de brujas coinciden con las prohibidas en las leyes que regularon la vida familiar y las relaciones de género y de propiedad en Europa Occidental».
«La caza de brujas fue […] una guerra para degradar, demonizar y destruir el poder social de las mujeres. En las cámaras de tortura y en las hogueras se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad».
El libro finaliza con un análisis de la colonización y la cristianización en el nuevo mundo (La colonización, la cristianización y la caza de brujas en el Nuevo Mundo) como un proceso, similar al vivido en Europa, de desposesión, cercamiento, persecución y desestructuración comunitaria. Una ofensiva capitalista lanzada sobre los pobladores originarios supervivientes y las mujeres que contó con todo el repertorio incluyendo, por supuesto, la caza de brujas. La Iglesia difundió, como un medio de deshumanización, la imagen de los “indios” como adoradores del Diablo, caníbales y sodomitas. Justificó de ese modo el genocidio y el expolio, frente a los que surgieron (también aquí) movimientos milenaristas de resistencia. Uno de los primeros conocidos, Taki Onqoy en el actual Perú, se formó en favor de una alianza pan-andina contra la colonización, lo que pudo suponer una amenaza seria al construir una identidad capaz de sobrellevar las divisiones vinculadas a la organización familiar tradicional. Como respuesta, el poder colonial redobló su persecución. Se hicieron comunes los juicios anti-idolatría como el ocurrido en la península de Yucatán en 1562, donde más de 4500 personas fueron capturadas bajo el cargo de practicar sacrificios humanos y torturadas públicamente para quebrar sus cuerpos y su moral. El Estado aumentó el régimen de explotación, dislocó los modos de vida originarios y reestructuró la sociedad de acuerdo a sus prejuicios misóginos. Se entregaron tierras comunales en propiedad a los jefes locales, expropiando a las mujeres de sus derechos de uso sobre la tierra y el agua. «En la economía colonial, las mujeres fueron así reducidas a la condición de siervas que trabajaban como sirvientas —para los encomenderos, sacerdotes y corregidores— o como tejedoras en los obrajes. Las mujeres también fueron forzadas a seguir a sus maridos cuando tenían que hacer el trabajo de mita en las minas —un destino que la gente consideraba peor que la muerte». A pesar de ello, «La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido, fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios americanos con la tierra, las religiones locales y la naturaleza sobrevivieron a la persecución, proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y anticapitalista durante más de 500 años».
«La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido, fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios americanos con la tierra, las religiones locales y la naturaleza sobrevivieron a la persecución, proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y anticapitalista durante más de 500 años»
El libro finaliza con la advertencia de que persecuciones similares perviven, dirigidas hacia nuevas sociedades colonizadas. Ciertamente vivimos un nuevo proceso de acumulación primitiva que amenaza a las personas trabajadoras en todo el mundo. En África, en Latinoamérica, en Asia y en tantos otros lugares sufrimos (y seguiremos sufriendo si no lo detenemos) las mismas consecuencias del capitalismo: expropiación de tierras, privatización y destrucción de bienes comunales, apropiación del cuerpo de las mujeres, empobrecimiento masivo, desestructuración de comunidades cohesionadas, saqueo de bienes públicos…