El Rastro (Madrid), 18/03/2019
El pasado viernes me manifesté como vosotras por las calles de Madrid. Aunque cada día me parezca más lejano, hace apenas diez años que abandoné un instituto muy parecido al que recorréis todos los días y al que decidisteis faltar el pasado 15 de marzo para mostrar en la calle vuestro compromiso con la lucha contra el cambio climático. En estos diez años que me separan de muchas de vosotras he dedicado gran parte de mi tiempo a tratar de comprender cómo hemos llegado a la situación presente que hoy os alarma. También a intentar aclarar en mi cabeza a qué problema nos enfrentamos.
Me encuentro, como veis, en una posición extraña. A la vez cerca y lejos de vosotras. Lo suficientemente joven como para compartir la convicción de que el cambio climático es un problema que me afecta a mí y a mi vida, y lo suficientemente lejos como para no poder sentirme del todo una más de vosotras, en las que más bien veo a mi hermana pequeña (a la que recuerdo cambiar pañales y dar de comer hace ahora quince años).
Y desde ahí, desde ese punto un tanto indefinido, es desde donde escribo esta carta. Si habéis llegado a leer hasta aquí, no penséis que lo que pretendo es daros lecciones. Este movimiento es vuestro, y seréis vosotras las que tendréis que decidir qué hacer con él. Está claro, además, que ya os planteáis vuestras propias preguntas y buscáis respuestas que, al menos en mi experiencia, tienen la mala costumbre de ser un tanto escurridizas.
Lo que pretendo en estas líneas es transmitiros lo que quizá yo hubiera querido que ese hermano mayor que nunca tuve me hubiera contado cuando empecé a luchar por transformar este mundo. Escribo, de hecho, pensando en lo que hubiera dicho a mi hermana pequeña si me la hubiera cruzado el otro día por las calles de Madrid. Y son únicamente tres cosas, conclusiones personales de estos diez años de lucha y cuestionamiento que, por supuesto no son incuestionables. Para mí, sin embargo, han sido primordiales y me acompañan en casi todo lo que hago.
La primera es que el cambio climático no es ni el único ni el más grave de los problemas a los que hacemos frente a inicios de este siglo XXI. No voy a ofreceros datos, ni remitiros a informes, ni a alarmaros con plazos breves de acción. Tan sólo quiero señalaros que el proceso en el que estamos hoy inmersos más que a una crisis puntual, la climática, se parece a una especie de fallo múltiple de casi todo en lo que se ha basado la vida de sociedades como la nuestra en los últimos siglos. Y ahí un factor clave es el de la energía, en particular el petróleo.
Entre otras cosas, aquello que ha hecho de nuestras sociedades una verdadera excepción histórica ha sido la posibilidad de utilizar un combustible como el petróleo. Éste, en el fondo, está detrás de la construcción de nuestras ciudades, permite que vivamos en ellas como lo hacemos, ha generalizado la posibilidad de viajar mucho y muy lejos, ha permitido que la economía crezca, ha sostenido un aumento tremendo de la población, y muchas otras cosas. Pero también ha sido el causante de fondo, como sabéis, del cambio climático. Y no sólo.
El modo en que las sociedades humanas se han extendido por todos los rincones del globo ha tenido un efecto muy fuerte sobre el resto de la vida, vegetal y animal, del planeta. Nuestra forma de vivir ha arrasado en pocas décadas territorios enormes y ha puesto en tela de juicio el funcionamiento de muchos ecosistemas. De hecho, hoy se habla ya de que vivimos una Sexta Gran Extinción, de que nuestra mera presencia en el planeta es equiparable al impacto del meteorito sobre la tierra que acabó con los dinosaurios. Y eso no significa únicamente que muchas plantas y animales vayan a desaparecer, sino que como para vivir (tener agua, respirar aíre limpio, alimentarnos, etc.) dependemos directamente de todo el conjunto de vida de nuestro planeta, de Gaia, la destrucción que estamos generando se parece mucho a cortar poco a poco una rama sobre la que estuviéramos sentados a una altura considerable.
Por tanto, nuestra adicción a los combustibles fósiles pone en peligro el clima, destruye nuestro planeta y además nos mete en un callejón sin salida. Y es que el petróleo, el gas y el carbón (como cualquier otro material que podáis imaginar) es finito. La idea de que nuestro consumo de ellos puede crecer de manera indefinida para sostener un crecimiento parejo de la economía es simplemente absurda. Hoy sabemos ya que la disponibilidad de petróleo está empezando a decaer y por eso hablamos de que se ha atravesado el pico del petróleo (y también de otros materiales…).
La suma de las consecuencias desastrosas del uso del petróleo y de los efectos devastadores que tiene ya, y que cada vez más tendrá en el futuro, su escasez, es la que nos permite decir que además de en una emergencia climática estamos inmersos en una crisis social y ecológica que pone severamente en cuestión la posibilidad de continuar manteniendo un modo de vida como el que vosotras y yo mismo hemos conocido durante toda nuestra vida.
Y esto me lleva a la segunda cosa que querría compartir con vosotras, que es mi convencimiento de que ante el problema al que nos enfrentamos no bastarán cambios legislativos parciales y transformaciones tecnológicas. Justificar algo así requeriría, probablemente, mucho más espacio del que pretendo que esta carta ocupe. De modo que hasta cierto punto seguramente hará falta un análisis propio por vuestra parte para decidir si creéis o no lo que digo.
Lo que personalmente considero que se concluye de lo que decía en el primer punto es que el problema que tenemos no es parcial, sino que afecta a casi todos los elementos que forman hoy parte del funcionamiento “normal” de nuestras sociedades. Pensad un momento a qué se parecería un mundo en el que no usásemos combustibles fósiles. En primer lugar, no podríamos tener un coche personal, ni nosotros ni nadie. La vida en las ciudades como las nuestras, que depende de consumir mucha energía y de productos que vienen desde muy lejos a través de los sistemas de transporte, no podría mantenerse. Pero la economía tampoco podría crecer como lo hace, y creo que todos sabemos a qué se pareció el episodio más reciente de bloqueo (en realidad desaceleración) de la economía: eso fue la famosa crisis económica que os habrá acompañado como un fantasma en casi toda vuestra vida consciente.
Pero es que, además, si todo lo anterior es así, nuestros deseos y expectativas tampoco podrían mantenerse sin cambios. Sin combustibles fósiles habría que despedirse de coger un avión cuando nos dé la gana. Si no podemos depender de comer la comida que, producida en otros continentes y envasada en plástico en grandes fábricas, llega a nuestra casa en las ciudades a través de los supermercados, ¿qué haremos? Quizá tendríamos que tomarnos en serio aprender a cultivarla, e incluso vivir en lugares en los que pudiéramos hacerlo (y eso no es precisamente el centro de la gran ciudad…)
¿Y qué me decís del enorme consumo eléctrico del que hoy depende nuestro ocio y nuestro trabajo? Móviles, ordenadores, televisiones… Todo ello consume enormes cantidades de electricidad que, sí, se produce sobre todo a partir de petróleo (cuando no de cosas peores, como el uranio de las centrales nucleares. Imagino que todas vosotras recordáis Fukushima…).
Por tanto, lo que necesitamos para hacer frente a la crisis ecológica y social es cambiar por completo nuestra vida, nuestra economía, nuestros deseos, nuestra forma de habitar, de comer… Y eso no depende de una ley o de un impuesto, de una prohibición puntual o de un decreto. Incluso si una ley prohibiera de un día para otro el uso de combustibles fósiles, todos los problemas de los que os hablaba seguirían estando ahí. El drama de que nuestro mundo necesite autodestruirse para funcionar significa que parar la destrucción implica volver a pensar cómo hacer casi todo.
Seguro que muchas de vosotras, al leer lo anterior, habréis pensado que exagero. O más bien que olvido la existencia de muchas tecnologías que quizá mitigarían la radicalidad de los cambios que apunto, que harían posible que muchas cosas siguieran funcionando casi igual a como lo hacen hoy en día. El coche eléctrico, las energías renovables, los robots de producción de alimentos y mercancías, etc.
Mi experiencia, y mis estudios, me han llevado a concluir que es un error pensar que podremos luchar contra esta crisis simplemente mediante la invención de nuevas tecnologías. Y eso por dos razones. La primera, que no existe ninguna innovación tecnológica que pueda compatibilizar el fin de la crisis ecológica y social y el tipo de sistema económico y productivo que tenemos hoy. Las energías renovables no pueden sustituir al petróleo porque ni producen la misma cantidad de energía ni sirven para muchas cosas importantes que dependen del petróleo (por ejemplo, fabricar fertilizantes químicos); los coches eléctricos siguen dependiente de materiales escasos y no hacen frente a, por ejemplo, el problema de la destrucción de Gaia, etc.
Y, por tanto, si es así, las tecnologías tampoco bastan porque simplemente algunos de nuestros problemas no son técnicos. ¿Pueden las tecnologías cambiar automáticamente nuestras expectativas, transformar nuestras economías, llevarnos a acordar una reducción de consumo? Yo creo que no. Es más, lo que históricamente han demostrado es que por cada problema que solucionan suelen generar otros inesperados y, a veces, más graves. Pensad si no en la energía nuclear, que al pretender (falsamente, por otro lado) dar por cerrado el problema energético en realidad generó el enorme problema de los residuos nucleares y de los accidentes, además del de la proliferación nuclear (es decir, la extensión por todas partes de las armas nucleares).
Y, hablando de armas, termino ya con la tercera cosa, quizá la más desagradable pero no por ello menos importante. No podemos olvidar que cualquier lucha por transformar el mundo, como la vuestra (o más bien la nuestra), está profunda e irremediablemente atravesada por el conflicto y la violencia.
Imagino que a menudo os habréis preguntado, o al menos yo lo hago, cómo es posible que hayamos podido llegar hasta aquí sin que nadie haga prácticamente nada frente a problemas que son o relativamente evidentes o, a día de hoy, profundamente conocidos y estudiados. Una clave que en mi opinión es muy importante es simplemente ser consciente de que esta autodestrucción del mundo es “beneficiosa” (en el sentido estrecho del beneficio económico) para una enorme cantidad de gente.
En el fondo es relativamente sencillo. Igual que ningún jefe ha tenido históricamente demasiado problema para empeorar conscientemente la vida de sus empleados con el fin de enriquecerse, las grandes empresas y los especuladores internacionales no parecen tener demasiado problema en seguir alimentando esta auténtica locura destructiva si con ello pueden seguir manteniendo sus ganancias.
Y esto, que dicho así puede resultar desagradable pero relativamente inocuo, encierra una enorme cantidad de violencia. La violencia de la esclavitud en las fábricas chinas, de los pueblos y territorios devastados para obtener determinada materia prima, de los migrantes llamados “climáticos” (aquellos que tienen que abandonar sus tierras por las transformaciones que éstas sufren como efecto del cambio climático), de una vida vacía basada únicamente en un consumo que hoy ha demostrado sólo poder llamarse suicida…
Pero lo anterior no debería situarnos en la posición de eludir cualquier responsabilidad, de culpar únicamente a las élites y quedarnos tan tranquilos. Los primeros privilegiados, y por tanto hasta cierto punto responsables, de lo que sucede en el mundo somos nosotros y nosotras, especialmente en un país como España. Gran parte de la violencia que vemos en el mundo no surge de la nada, espontáneamente, de la barbarie o la ignorancia de pueblos que se matan entre ellos por placer. La realidad es que el grueso de los conflictos están relacionados con intereses geopolíticos que en el fondo sólo reflejan una cosa muy simple: para que nosotras y nosotros podamos mantener nuestro modo de vida es necesario que exista guerra, violencia y miseria en muchos otros lugares del mundo (que, paradójicamente, soportan toda esa misera gracias a la promesa de que algún día, y de alguna manera, también podrán vivir como nosotros lo hacemos).
¿Cómo no conectar la presencia de combustibles fósiles, y la lucha por su control, y todas las guerras que han sacudido a Oriente Medio? ¿De verdad pensamos que es casualidad que el Congo, un país que lleva décadas inmerso en una guerra perpetua, posea uno de los yacimientos más grandes del mundo de coltán (un mineral fundamental para la construcción de todas las nuevas tecnologías)? Los ejemplos se podrían multiplicar. Y, de hecho, aunque no entraré en esa cuestión, lo que vemos es que en verdad nuestro mundo se ha introducido en una especie de dinámica que no parece dejar mucho margen de maniobra, que se impone por igual a los ganadores y los perdedores de su sanguinario juego.
Lo anterior, sin embargo, es importante tenerlo en cuenta porque lo que nos dice es que cualquier cambio necesariamente será, en un grado u otro, violento. Si partimos de la base de que no va a ser posible que exista un consenso general, mundial y simultáneo al respecto de qué hacer frente a la crisis social y ecológica, siempre existirá quien se oponga. Más bien grupos enteros que se opongan a transformaciones que pongan en tela de juicio sus intereses. Y con ello no sólo pienso en las grandes multinacionales del petróleo, sino en todas y cada una de nosotras si tuviéramos que renunciar al 90 % de nuestro consumo a fin de construir un escenario a la vez equitativo y sostenible en el tiempo.
Sólo hace falta recordar la explosión que en Francia han protagonizado los “chalecos amarillos”. Aunque como todo fenómeno social su naturaleza es compleja, no podemos olvidar que una de sus bases fue una subida de la gasolina que simplemente actuó como una suerte de límite al consumo que se vivió como una imposición brutal a la libertad y los privilegios asumidos por la sociedad francesa.
Y esto es importante. Incluso en el escenario en que tuviéramos un Estado que decidiera poner en marcha medidas encaminadas a hacer frente a la crisis presente, no podemos olvidar que tanto los mercados como los ciudadanos de a pie sentirían éstas como un enorme ejercicio de violencia y, por tanto, no dudarían en levantarse y oponerse a ellas. Y entonces, ¿qué habría que hacer? ¿Imponerlas por la fuerza, usando a la policía o los militares? Hoy se multa a quien no respete las restricciones de Madrid Central, pero ¿qué nivel de represión haría falta desplegar para imponer el abandono de los combustibles fósiles o la reducción del consumo? Y, por otro lado, ¿cómo no pensar, sabiendo lo que sabemos de la corrupción y del Estado, que la gente en los cargos de poder no limitaría a la fuerza los privilegios de los demás manteniendo, o incluso aumentando en el peor de los casos, los suyos propios?
Todo lo anterior nos deja ya en el ámbito de las preguntas sin respuesta, esas preguntas que movimientos como el vuestro o como muchos otros que trabajan por los mismos objetivos deben responder en la práctica y en la teoría con su trabajo cotidiano. En mi opinión, lo único que es difícil no ver es que la violencia que generará el deseo de mantener los privilegios, o la imposición desde arriba de lo que “necesitamos” en el marco de una falta de acuerdo, nos obliga a tener en mente que conseguir acabar con la emergencia climática, o más en general con la crisis social y ecológica, pasa por la lucha y la resistencia.
Por eso personalmente hace tiempo que concluí que luchar y resistir significa trabajar colectivamente (solos siempre seremos débiles), ponerme en cuestión a mí mismo y mis expectativas (un ejercicio que puede llegar a ser tremendamente violento) y lograr, en la medida de mis posibilidades, transformar aquí y ahora mi vida y mi territorio de manera que lo haga compatible con aquello que pienso que necesitaríamos, que evite la violencia de una imposición forzosa de algo que entre todas podemos voluntariamente construir, y que por supuesto nos tocará defender en el presente y en el futuro de aquellos que no tienen interés en que seamos autónomas.
Y eso lo han entendido bien, por ejemplo, los pueblos originarios que en América Latina, Asia o África arriesgan sus vidas para defender sus territorios y su autonomía (política y material) contra el extractivismo, contra la destrucción causada por el ansia de obtener más materiales, más petróleo, más agua dulce… Sin embargo, la respuesta que cada una dé, individual o colectivamente, a la pregunta sobre qué puede significar luchar y resistir le pertenece. Nadie debería robarle su derecho a encontrarla. Y yo, desde luego, ni podría hacerlo ni lo pretendo. Espero simplemente que estas líneas se integren como un renglón más en una larga conversación que nos pertenece a todas. Yo, por mi parte, seguiré leyéndoos atentamente.
Adrián Almazán Gómez