[Este artículo es un capítulo de Anarquismos por venir. Balance de década para una política anarquista. de G. Juncales y editado por 17Delicias y Grupo anarquista Cencellada.
El libro ha salido en septiembre de este año.]
Escribir sobre política tras 2020 hace imposible no referirse a lo ocurrido tras la irrupción de la pandemia global por el virus COVID-19. El balance para el anarquismo es una muestra palmaria de incapacidad política bordeada por otros aciertos que a la vez son bastante relevantes. El siguiente apartado pretende hacer un balance crítico de la actividad del anarquismo ante la pandemia, centrado fundamentalmente en Castilla y el resto de las Españas, pero bastante generalizable al resto del anarquismo mundial.
El presente balance requiere de distinguir tres coyunturas superpuestas de mayor a menor generalidad: la primera es la restructuración capitalista global en curso y su relación con la pandemia, la segunda la coyuntura el espacio político antagonista respecto de la pandemia y la tercera la apertura de nuevas líneas de conflicto internas del anarquismo.
En primer lugar, contextualizar la pandemia con la restructuración del capitalismo global es “poner la pandemia en su contexto”, tal y como hace Corsino Vela (1). Esto nos pone sobre la pista de dos cuestiones: cómo la pandemia ha beneficiado a algunos sectores del capitalismo global y cómo la pandemia ha afectado de forma diferente a las distintas clases sociales e incluso de forma diferente a distintos segmentos de las clases. El principal motor de la reconversión por la que apuestan los sectores más punteros del capitalismo global es la digitalización y la apuesta por la desmaterialización de gran parte de los circuitos de valor. Esta apuesta es básicamente una profundización de la estrategia de financiarización + informatización de las últimas décadas apoyadas en una mayor penetración de tecnologías digitales en la esfera social a través de redes sociales. La pandemia aquí ha venido a acelerar el proceso, provocando una profunda crisis económica que permita la reestructuración y, ya de paso, moviendo las posiciones en política económica de las principales potencias (EEUU-UE) hacía un mayor intervencionismo de mercado precisamente para acelerar las inversiones necesarias para esa digitalización (redes de telecomunicaciones de alta capacidad 5G, generación energética distribuida para un mayor consumo eléctrico, administraciones digitalizadas para una mejor integración público-privada).
La pandemia, por su parte, no sólo ha desencadenado una crisis económica sino que también ha sido el contexto en el que se han puesto en marcha una serie de medidas de excepción bajo justificación epidemiológica que ha supuesto una profundización de la desigualdad social en prácticamente todo el mundo. Si a ello le sumamos el colapso temporal de un sistema sanitario orientado a la productividad económica y no a la salud de la población, nos encontramos con una clase obrera expuesta a unas cifras de muertes completamente evitables no ya con una revolución social, sino con medidas sanitarias de contención, tratamiento y seguimiento coherentes. En particular, los países del centro global han sido los más golpeados por una gestión interesada y mezquina de la pandemia, preservando en todo momento la circulación de capitales, lo que se ha traducido en unas cifras de muertes insólitas.
Esta coyuntura general nos lleva a analizar cuáles han sido las posiciones políticas radicales, anticapitalistas y, como término general, antagonistas. Está claro que la pandemia ha sido un impacto repentino que nadie se esperaba, a pesar de tener numerosos avisos. Eso se ha hecho notar en un espacio político que vivió desde la parálisis los primeros momentos de la pandemia, obsesionados por el día a día militante. Febrero de 2020 terminó a las puertas de un 8 de marzo en el que preocupaba más la fractura en torno al asunto trans que el confinamiento que ya se perfilaba. Así fue que cuando a mediados de marzo toda Europa recluyó a sus poblaciones en sus viviendas con los ejércitos en las calles, la mayor respuesta por parte del espacio antagonista fue la solidaridad semi-espontánea a través de redes de distribución de alimentos que facilitaran el confinamiento a los sectores más vulnerables sanitaria y económicamente. Esta situación se alargó más de lo esperado y no faltaron los comunicados que se perdían en unas semanas en las que la única forma de relación social fue digital. Tras este primer impacto, vino una primera reacción ante el confinamiento espoleada por la ultraderecha europea que destilaba un aroma a negacionismo (en distintos grados: desde negar la existencia del virus a negar su importancia). En las Españas esto se tradujo en las caceroladas de abril y mayo que ahogaron los aplausos de las 20h. Esas primeras caceroladas y espectáculos callejeros de la derecha se amplificaron lo suficiente para inducir la idea de que “la derecha se ha quedado las calles”. Sin entrar a valorar la justicia de esta afirmación, lo indiscutible es que inmediatamente empezaron a emerger “paseos populares” a modo de contra-manifestación antifascista. Al rebufo de los acontecimientos y con complejo de inferioridad, el espacio antagonista ha estado dando cada paso básicamente con miedo al siguiente.
Estos complejos han sido generosamente alimentados por parte de una corriente interna de opinión que considera que no se ha reaccionado lo suficiente al despliegue autoritario de los Estados ante la pandemia. Incluso, quienes afirman que el confinamiento fue excesivo, injustificado e ineficaz para evitar muertes; y cargan sobre la izquierda política y social su irresponsabilidad por permitirlo.
Estas críticas son injustas con la izquierda social en general y con los espacios políticos antagonistas en particular -anarquismo, comunismo, independentismo… -. La progresión hacia estados más autoritarios no es una novedad de 2020 ni de la pandemia. La pasada década se conjuran tres elementos que fomentan el aumento del autoritarismo estatal y el refuerzo de la legislación y la práctica represiva estatal:
1- El cierre del ciclo global de movilizaciones de 2011 con una nueva estrategia de contrainsurgencia y represión social. El caso español es especialmente representativo a este respecto: en 2014 tras el colapso de las movilizaciones rupturistas con las marchas de la dignidad y la respuesta a la abdicación del Rey, se pone en marcha la Ley Mordaza y diversos operativos “antiterroristas” contra anarquistas (operaciones pandora, piñata), independentistas y otros militantes sociales. Sin este antecedente, la salida militar con la que el estado respondió en 2017 al referéndum catalán no puede entenderse, pero tampoco la pasividad de la población general ante los excesos autoritarios posteriores, incluidos los de la pandemia. Pero por supuesto el caso español no es único ni especial: Francia ha respondido con un estado de excepción casi permanente a sus revueltas internas, Italia y Grecia mantienen una guerra sucia antianarquista y en EEUU las revueltas contra la violencia policial han sido respaldadas por grupos parapoliciales sin consecuencias hasta llegar a los sucesos extremos de 2020.
2- El reverso de las revueltas árabes de 2011 se acabó traduciendo en una crisis de terrorismo ultraderechista global, desde Raqqa a Christchurch y con actores distintos: desde una organización semi-estatal como el Daesh al enjambre caótico de QAnon. Ante esta ofensiva y sus efectos, especialmente en Europa, los estados han adoptado estrategias antiterroristas especialmente duras y hasta hace poco exclusivas de determinadas zonas vascas e irlandesas. Controles masivos e indiscriminados, vigilancia preventiva de comunicaciones, sitio de barrios…
3- Por último, pero no menos importante, la coyuntura geopolítica apunta en la dirección del autoritarismo. Estados especialmente autoritarios como Rusia o China emergen y su modelo de “gobernanza” interna se vuelve más atractivo para sus zonas de influencia. Turquía, Hungría o Polonia avanzan hacia modelos de estado autoritario a semejanza del modelo Ruso, con las miras puestas en la transformación de Ucrania. Y la legitimación de estas formas de gobierno va en aumento frente a unas democracias liberales incapaces de proveer derechos básicos para la subsistencia a la población. El giro autoritario empieza por los sectores más excluidos: las personas migrantes. Así se explica el tratamiento a la crisis de los refugiados en el este de Europa y de las migraciones en el contexto global (EEUU, España…): un primer paso en una desuniversalización de los derechos humanos.
Con estos mimbres, que la respuesta de los estados occidentales a la pandemia haya sido principalmente represiva no debe sorprender a nadie. Pero lo que es más importante: no permite achacar a la coyuntura sanitaria el autoritarismo estatal. Si a esta tendencia le sumamos el marcado carácter de clase de nuestras sociedades, queda completo el cuadro de por qué se tomaron medidas excepcionalísimas contra gran parte de la población sin más criterio que, supuestamente, el sanitario. La principal novedad es que ha habido un aumento del autoritarismo, sí, pero de clase. Las contradicciones y el cinismo institucional a la hora de aplicar medidas durísimas contra sectores precarios pero mucho más suaves contra empresas e instituciones evidencian esta situación. Especialmente tras la primavera de 2020 se despliega un doble juego por el cual las empresas han operado con casi total normalidad mientras la vida social se laminaba a través de toques de queda y restricciones a la reunión.
Con apenas excepciones, la gran mayoría del espacio antagonista ha respondido a este cierre autoritario reclamando, ante todo, medidas que -con el conocimiento disponible- podrían acabar con la pandemia (inversión en sanidad, paralización total de la economía…) pero que frenaban el componente clasista del confinamiento. Los meses que median entre mayo de 2020 y el presente han sido un goteo de movilizaciones tímidas pero dignas, entre las que hay que destacar Vallekas, de defensa de la sanidad o el estallido en torno a Hasel.
En el invierno de 2021 se produce un estallido debido al encarcelamiento de Pablo Hasel que es caricaturizado por la derecha como una pataleta infantil por un rapero, cuando lo que evidencian es todo lo contrario: se trata de una respuesta a un contexto represivo asfixiante que es estructural al Estado Español y no coyuntural de la pandemia.
Solo desde la miopía o la mezquindad se puede pretender defender que “la izquierda ha perdido la calle”, como gustosamente se prestan a oír los sectores derechistas que en mayo de 2020 o en el primer sábado se toque de queda promovieron disturbios y guarimbas. Salvo algún caso puntual y localizado, no se han dado verdaderos estallidos sociales, tan sólo putsch orquestados desde el mundo ultra. Desde luego no existe un contrapoder popular con una agenda nítida que esté avanzando posiciones sociales y políticas, pero de ahí a certificar una derrota va un trecho.
En este sentido, las críticas a la izquierda por no “haber respondido” al autoritarismo estatal son, de nuevo miopes o mezquinas. Miopes si no contemplan que la lucha antirrepresiva lleva acumulando derrotas bastantes años ante una ofensiva estatal que además viene reforzada por un movimiento social reaccionario con el que convivimos (campañas por la cadena perpetua, empresas de desokupación con buena prensa, movilizaciones policiales –jusapol-…). Mezquinas si caen allanar el camino a una reacción que pretende eliminar todo el espacio antagonista existente y reemplazarlo por una izquierda exclusivamente rojiparda (españolista, obrerista, antifeminista y productivista).
Sobre esta segunda coyuntura se abren otras contradicciones ya en el campo del anarquismo que abren viejos debates en contextos nuevos. Destacamos aquí, por su relevancia, la polémica en torno a “la ciencia” a cuento de la vacuna. La vacuna ha revelado las tensiones que venían acumulándose entre tecno-optimismo ciego y primitivismo, soterradas bajo muchos matices. El descrédito al que se ha visto sometida toda la esfera pública de opinión e información ha hecho mucha mella en los consensos mínimos en torno al conocimiento válido. La desconfianza en una política de masas encarnada en políticos profesionales falsos y corruptos ha ido permeando la confianza en otras instituciones y en particular la ciencia y la sanidad. El caso de la vacuna ha sido paradigmático porque los habituales bulos y conspiraciones propias de lo más profundo de internet han ocupado titulares de telediarios: desde teorías de control mental con chips inoculados a la imantación de personas vacunadas. En la dimensión política, la vacuna ha revelado lo delicado de no contemplar el contexto social en que nos movemos.
El anarquismo ha asumido alegremente que la sana desconfianza a la clase política podía alimentarse también contra los monopolios farmacéuticos y sus productos. Lo que a priori parece un consenso anticapitalista -criticar a las multinacionales -, se convierte en una maniobra torpe sin tener en cuenta a dónde apunta el contenido de la crítica, ya que inducir la desconfianza en la seguridad de las vacunas por ser de empresas es abundar en la veta de irracionalidad que padecemos. Criticar las vacunas contra la pandemia por desconfianza en su calidad científica sin cuidado ha sido pegarse un tiro en el pie que se traduce en incómodas situaciones en nuestros espacios militantes al descubrir a mucha de nuestra gente consumiendo discursos sobre manipulación genética y transhumanismo en una vacuna. Todo esto, a la vez que la vacuna y su naturaleza mercantil sí son un objeto para la polémica y la movilización política: por la supresión de patentes, por la prioridad de la clase trabajadora en protegerse, por la redistribución global, por la socialización de los medios de producción de vacunas… Que además es ampliable a otros aspectos como la ausencia de inversión en tratamientos tempranos alternativos y complementarios a la vacunación.
Esta cuestión pone de relieve en primer lugar la ausencia de espacios propios para el debate ni para la información, reemplazadas por una miríada de grupos de mensajería. En segundo lugar, la falta de mecanismos críticos para depurar nuestros discursos, para elaborar estrategias claras de comunicación e intervención política. Y, en tercer lugar, la madurez política “espontánea” de la mayoría de nuestro espacio político, que sin lo anterior ha sido capaz de optar por los discursos más sensatos y cerrar el paso a la peor propaganda conspirativa e irracionalista.
La pandemia nos deja al descubierto las limitaciones políticas del anarquismo para clarificar sus propias estrategias, para intervenir en una coyuntura política derechizada y para responder a un reconversión económica en marcha. Pero también nos deja enseñanzas positivas a un nivel sindical y auto-organizativo.
1. Vela, C. (2021). Capitalismo patológico. Ed. Kaxilda