La recuperación de la economía china, tras los confinamientos establecidos durante la pandemia, se muestra débil. Los precios al consumo han descendido por primera vez desde inicios de 2021. Mientras el resto del mundo se enfrenta a una inflación que no termina de domar, el “taller del mundo” se ha instalado en una preocupante deflación que algunos analistas equiparan al inicio de la “trampa de la liquidez” que paralizó a la economía japonesa en los años 90.
China tiene dificultades para sustituir la demanda occidental, en retirada por la inflación y la fragmentación de los mercados provocada por las tensiones geopolíticas, por una demanda interna suficiente para absorber su producción. El índice de precios al consumo chino cayó un 0.3 % interanual en julio. El índice de precios a la producción, que cuantifica los precios de los productos a la salida de las fábricas, un 4,4 %.
La economía china sólo creció un 0,8 % entre el primer y el segundo trimestre del año, dificultando alcanzar el prudente objetivo del 5% `para todo el año, indicado por el Gobierno. Las exportaciones se desplomaron un 14 % interanual, en dólares, en julio, la caída más pronunciada desde el inicio de la pandemia. Las importaciones también descendieron un 12,4 %.
El sector inmobiliario también está dañado. Country Garden, la mayor promotora de China, dirigida por Yang Huiyan, la mujer más rica del país prevé perder entre 5.675 y 6.937 millones de euros en el primer semestre del año. Su cotización en la Bolsa de Hong Kong ha disminuido un 64 % en lo que llevamos de 2023. Todo ello dos años después de que Evergrande, otra enorme promotora, fuera intervenida por el gobierno después de acumular una deuda de más de 300.000 millones de dólares.
Las autoridades chinas han intentado recuperar la confianza de los mercados y los ciudadanos, desplegando su estrategia de “circulación dual”, acordada en el Plan Quinquenal actual, que trata de generar una mayor demanda interna. Han recortado algunos tipos de interés y han ofrecido algunos incentivos fiscales a las empresas. En los círculos económicos chinos se multiplican las voces que reclaman al Politburó del Partido Comunista que proceda a un estímulo público decidido de la economía, para impulsar la demanda y la inversión productiva.
Parte de los problemas de la economía china, sin embargo, tienen también que ver con la creciente pugna geopolítica desatada con los Estados Unidos. Las sanciones norteamericanas sobre el sector tecnológico chino acrecientan los costes de las empresas, que están logrando, generalmente, sortear las sanciones asumiendo cadenas de valor más largas y complejas, y que, además, siguen invirtiendo en Occidente mediante participaciones en los fondos globales de capital riesgo, que suelen garantizar una cierta opacidad a sus partícipes. El pasado miércoles 9 de agosto, por ejemplo, Joe Biden acordó una nueva ronda de sanciones, la más importante, de hecho, hasta el momento, contra el sector tecnológico chino, mediante una orden ejecutiva que impone límites a la inversión norteamericana en algunas empresas del país asiático, dedicadas a los semiconductores, la computación cuántica y la inteligencia artificial.
Las sanciones occidentales, por tanto, están teniendo un efecto claro sobre la economía de la República Popular. Pero no todo el que desearían los norteamericanos. Además, si china se resfría el mundo entero estornudará. La interdependencia entre los dos bloques geoeconómicos que han iniciado una nueva “Guerra Fría” sigue siendo enorme, pese a las medidas tomadas por algunas grandes empresas, que procuran diversificar sus cadenas de valor llevándose plantas de fabricación a otros países asiáticos.
De hecho, la insistencia occidental en las sanciones como arma de guerra económica está teniendo resultados ambivalentes incluso en los que se refiere a Rusia, la potencia emergente con la que Occidente está envuelto en un conflicto bélico “por correspondencia” (como lo ha calificado Juan Luis Cebrián en el diario El País). Según un análisis del Financial Times, las empresas europeas han perdido más de 100.000 millones de euros en su retirada del mercado ruso, en cumplimiento de las sanciones impuestas por la Unión Europea. BP, Shell y Total Energies han perdido 40.600 millones, completamente compensados por la brutal subida de los precios del gas y de petróleo tras el inicio de la guerra. Fortum y Uniper han visto como Moscú tomaba el control de sus filiales rusas. Las factorías de Danone y Carlsberg han sido expropiadas por el gobierno ruso. Aún así, se calcula que más del 50 % de las empresas europeas que había en Rusia antes de la guerra siguen en el país, entre las que se cuentan Unilever, UniCredit, Nestlé o Raiffeisen, que alegan numerosas dificultades para encontrar comprador para sus activos.
Así pues, las sanciones son una poderosa arma de destrucción económica, pero, en economías completamente interdependientes y enormemente entrelazadas como lo son las del siglo XXI, la destrucción provocada por las sanciones se reparte, en formas desiguales, entre todos los espacios globales.
Por ejemplo, esta misma semana se hace público por el diario Expansión que el veto norteamericano a la tecnológica china Huawei “atasca” los proyectos gubernamentales de nuestro país para generalizar el 5G en el ámbito rural. El Ministerio de Economía ha atrasado a septiembre la convocatoria del plan “Único Redes Activas”, destinado a desplegar el 5G en el campo, ante la posibilidad de que Orange y Vodafone lo impugnen judicialmente. El trasfondo es que el veto a Huawei deja a Movistar como único licitador viable, ya que el resto de las empresas deberían sustituir la tecnología Huawei, que ya tienen en sus redes, en un plazo excesivamente corto. Además, las empresas de torres de telecomunicaciones (American Tower, Cellnex, Vantage, Totem o Axiom) también han mostrado su descontento: si sólo hubiera un ganador (en este caso, Movistar) sobrarían la mitad de las torres actualmente desplegadas en el campo, lo que desplomaría el valor de muchos de los activos de las torreras.
La viabilidad de las sanciones y sus efectos puede, de hecho, rastrearse en los resultades presentados recientemente por la empresa que ha sido su principal destinataria: Huawei. Si bien es cierto que la tecnológica china ha visto desplomarse su negocio dedicado a la venta de smartphones en los últimos años (en 2019 era la principal fabricante de móviles del mundo), también lo es que este mismo año 2023 ha conseguido volver a crecer en tecnología de consumo gracias al mercado interno chino. Ha obtenido un beneficio neto, en este año que triplica el del año anterior, aunque sigue facturando, a nivel global, menos de la mitad del año 2019. Sin embargo, el rubro que ahora le aporta mayores beneficios es el de la venta de equipamiento a operadores de telecomunicaciones y empresas. Además, el mercado global que perdió Huawei tras el 2019 ha sido en gran medida recuperado por otros fabricantes chinos como Xiaomi, Oppo y Vivo.
Occidente implementa las sanciones pretendiendo ralentizar el crecimiento del sector tecnológico chino y detener el avance de las potencias emergentes en un mercado global cada vez más acusadamente multipolar. Las sanciones, a su vez, provocan efectos “de rebote”, indeseados, sobre Occidente y, además, impulsan una creciente fragmentación del mercado mundial en áreas económicas diferenciadas, donde cada actor tiene sus socios preferentes y acuerda sus sanciones, expresas o tácitas, sobre el bloque adversario.
La estrategia de las sanciones, sin embargo, no ha logrado revertir el éxito comercial chino. El superávit en la balanza de pagos de China con la Unión Europea y los Estados Unidos no para de crecer. Aunque las exportaciones chinas se resienten de la actual alza de la inflación y de la imposición de las sanciones, el sector exterior europeo también sufre. Incluso en España, donde la crisis energética es mucho más suave que en los países del Norte y Centro de Europa, el Banco de España acaba de alertar sobre un posible frenazo en las exportaciones del sector del automóvil, de la mano de “la evolución de las tensiones geopolíticas y su impacto sobre los mercados de materias primas, tanto energéticas como no energéticas”.
Mientras eleva las sanciones contra las tecnológicas chinas (la iniciativa de vetar a Huawei en el 5G rural español viene de Bruselas), la Unión Europea se prepara para una cumbre con la República Popular en septiembre en la que pretende obtener del gobierno chino que elimine algunas barreras comerciales a los productos europeos. Concretamente, la UE está muy preocupada por la decisión china de restringir sus exportaciones de galio y germanio (una represalia china contra las recientes sanciones occidentales). Estos metales son de uso común en los chips de los vehículos eléctricos y los equipos de telecomunicaciones, así que su escasez puede representar un problema para la electrificación de la industria automovilística europea, justo cuando las empresas de coches eléctricos chinos, extremadamente competitivas, empiezan a inundar los mercados del Viejo Continente. El déficit de la balanza comercial europea con China alcanza los 400.000 millones de dólares, y ha crecido enormemente estos últimos años, pese a las sanciones norteamericanas y pese al bloqueo europeo del Tratado Comercial con China de la última década, que nunca se llegó a ratificar.
Hundir a China, pues, puede ser un pésimo negocio para el capitalismo occidental. Lanzarse a una guerra directa o “por correspondencia” con los países emergentes, también. El gasto de los turistas chinos en España se ha multiplicado por siete desde el fin de la pandemia, duplicando la media del resto de turistas, según un informe de Turespaña. La llegada de turistas chinos a nuestro país ha aumentado un 420% en el primer semestre del año, respecto al año anterior. El turismo ruso, sin embargo, se ha desplomado. Pensemos en las implicaciones que tiene todo ello para el principal sector económico de nuestro país.
El auge de la extrema derecha es funcional, pues, a las estrategias de las clases dirigentes
La guerra entre las potencias capitalistas, militar, económica o política es siempre una guerra contra la clase trabajadora. Implica la destrucción de fuerzas productivas, pero no un decrecimiento ordenado con una finalidad ecológica, sino una extensión del desempleo, la miseria y las tensiones sociales. El auge de la extrema derecha es funcional, pues, a las estrategias de las clases dirigentes en el marco de un proceso de creciente tensión bélica y de aumento de la necesidad de militarizar las economías y a las poblaciones.
Occidente tiene que saber perder su Imperio, para que los pueblos que se liberan lo hagan sin caer en nuevas pesadillas autoritarias
Mientras trabajamos por construir la trama organizativa y cultural de la clase trabajadora global, debemos mantenernos vigilantes para que las tensiones geopolíticas en curso no se transformen en un gigantesco vórtice que devore todas las energías de la Humanidad y las transforme en episodios sangrientos de violencia y miseria, en el marco de una guerra mundial sostenida durante décadas mediante enfrentamientos directos o “por correspondencia”, entre Occidente y las potencias emergentes. Occidente tiene que saber perder su Imperio, para que los pueblos que se liberan lo hagan sin caer en nuevas pesadillas autoritarias. La Humanidad necesita que la gran guerra que ha empezado acabe antes de volverse irreversible.