Este pasado mes se ha hablado mucho del décimo aniversario del surgimiento de Podemos, y todas las marcas políticas neorreformistas derivadas de ese ciclo político. ¿Qué es lo que ha pasado entre la alusión a asaltar los cielos y el actual resurgir de las cenizas? ¿Qué ha quedado de la reivindicación del 15M y del lema «la lucha es el único camino»? Los ciclos de movilización social están íntimamente vinculados a las ofensivas del capitalismo, así como su represión y el apaciguamiento a través de vías socialdemócratas. Sin embargo, aunque debemos hacer análisis de los ciclos políticos, seamos conscientes de que no son dinámicas irrompibles, y asumamos firmemente que es posible y necesario incidir políticamente sobre ellos.
Es fundamental la organización política y fomentar la fuerza social revolucionaria, porque estos ciclos políticos no se repiten ajenos a nuestra posible intervención en los mismos si nos encontramos convenientemente organizadas y con capacidad de actuación. Solamente esa iniciativa militante, la profundización en la conciencia de clase y la acción social y política, nos podrán acercar a nuestro objetivo revolucionario. Por lo tanto, de esa lectura de los ciclos políticos tenemos que sacar en claro unas estrategias políticas y una vía que superen las habituales recetas reformadoras.
Tal y como afirmamos en el programa estratégico de Liza, «Construir la utopía», en el primer cuarto del siglo XXI ha habido un intento de frenar este avance capitalista global a través de movimientos sociales neorreformistas que han eclosionado en partidos políticos parlamentarios como Syriza en Grecia o Podemos en España.
Sin embargo, al menos en los países mediterráneos, una vez experimentada la esterilidad de esa vía institucional como una senda válida para presentar batalla al capitalismo, en el segundo cuarto de este siglo creemos que se reactivará un ciclo de lucha más intenso y que, seguramente, trate de superar esas limitaciones reformistas y se tienda a organizaciones con una impronta revolucionaria de clase más profunda.
Según afirma Errico Malatesta, un error clásico del reformismo es aspirar a la colaboración y la solidaridad entre clases antagónicas, con intereses de clase completamente distintos. La clase trabajadora también es heterogénea, y guarda antagonismos generados por su propia condición de desposeídas; y debido a otras opresiones que se imbrican con la de clase, como el género o la etnia, entre otras. Es por ello que deben establecerse estrategias para luchar contra esas opresiones de manera coordinada y certera.
Pensar en esa colaboración entre clases, o convencer a los dominadores de que abandonen sus privilegios, es una quimera absoluta. La libertad con dignidad y equidad social solo es posible a través de la emancipación total. La paz social no es posible en el marco capitalista porque no es una cuestión voluntarista, sino material; si fuera una cuestión voluntarista con pensar fuertemente que no queremos ser ya pobres, se acabaría la pobreza. Por ese motivo, el fin último es la destrucción de las clases sociales.
Desviaciones como los nacionalismos proponen la concertación de clases en favor del interés nacional, pero nuevamente nos topamos con que los nacionalismos, además de estar incubados con el virus del fascismo y el imperialismo; son un concepto idealista, y no material como la clase. Boicotean el interés de emancipación de la clase desposeída, exponiéndola a ser aún más oprimida. El ejemplo perfecto son los comités de empresa y tribunales laborales paritarios, cuya raíz debe buscarse en teorías como el «Rerum Novarum» (Encíclica Papal de finales del siglo XIX) o las propuestas organicistas de la sociedad del fascismo italiano en el siglo XX.
Hay reformas legales en los regímenes bajo el sistema de dominación capitalista cuya consecuencia directa logra favorecer el desahogo o salvar vidas de las oprimidas, y ese es un hecho innegable. Sin embargo, las elecciones parlamentarias habitualmente actúan como símbolo legitimador del poder autoritario, pero también muestran un estado de la opinión pública, y como anarquistas merece que sean analizadas para incurrir en mejores tácticas de actuación sobre los movimientos de masas.
No habría que renunciar a mejoras para nuestra clase oprimida, sin perder de vista la emancipación como objetivo irrenunciable de la sociedad, que también debe aproximarse a través de las luchas por esas mejoras, tensionando los conflictos siempre en una clave revolucionaria y no simplemente reformista. Confiar en la mera esperanza de la eficacia de las reformas para una emancipación total, diluye el potencial de acción contra la dominación y niega el advenimiento revolucionario o lo obstaculiza.
Sin embargo, pueden favorecer el progreso hacia ese fin revolucionario en la práctica de una lucha de clases según la estrategia y la fuerza desde la que se reclame o conquiste. Las clases privilegiadas en su instinto de conservación ceden determinadas reformas como beneficios a no cuestionar la raíz de sus desigualdades para detener o desviar la emancipación. Aumentar las pretensiones la clase dominada en esas luchas por mejoramientos, conllevará que la clase dominante no podrá ceder más sin comprometer su dominio, y que estallará necesariamente el conflicto antagónico de clases. Es decir, que lejos de admitir una concertación social, deben ponerse en práctica estrategias que escalen las luchas sociales, mantener ese incremento de conflicto implica un esfuerzo que solo puede lograrse mediante la construcción de organizaciones políticas con cuadros militantes que sostengan esa lucha.
Los anarquistas no nos oponemos a las reformas, pero sí al método de los reformistas, que encuentran en esta lucha su objetivo final, cuando se trata del menos eficaz para arrancar las reformas a la clase dominante. En esas luchas por mejoras, debe de haber una continuada ilegitimización del poder, asentada en la práctica de las tensiones de clase para escalar siempre a posiciones revolucionarias. Estas mejoras conseguidas bajo esa táctica reformadora como finalidad suponen una discutible ventaja inmediata que embarga la lucha a medio y largo plazo, ya que sirven para consolidar el régimen vigente y rearmarse para atacar mejor a las oprimidas cuando estas disfruten de sus reformas sin continuar la escalada a un estallido revolucionario.
El anarquismo, según Malatesta, es reformador, entendiéndolo como transformador desde su raíz, no reformista en un sentido de hacer el régimen más soportable. Los proyectos reformistas muchas veces no están dotados de mala fe en absoluto, pero sí inmersos en un análisis científicamente equivocado de cuáles son los medios para lograr una emancipación en base a la realidad material y potencial de conservación de la clase dominante.
La revolución no es sino una reforma radical de las instituciones sociales, políticas y económicas conquistada mediante la lucha popular contra los privilegios dominantes constituidos. Malatesta se define como insurreccional en su tiempo porque cree que mediante esa revuelta victoriosa se puede alcanzar una situación favorable para que se doten los elementos de transformación radical. Aunque, añadiríamos, que esa insurrección no puede significar una mejora parcial, individual o solo de un grupo social; debe venir a través de la organización social amplia de las masas desposeídas. Una insurrección no puede entenderse como actos individuales o minoritarios que traten de hacer saltar una chispa, siempre y cuando no se haya realizado un análisis realista de la situación y de la correlación de fuerzas sociales. De lo contrario, estaríamos abocándonos a tratar de buscar una salida impulsiva para la que a lo sumo solo una parte de la sociedad asumiría, cuando un proceso revolucionario debe implicar a toda la fuerza social disponible.
La revolución debe prepararse bajo el consenso de las oprimidas, persuadir con la propaganda, el ejemplo y la educación; modificar el ambiente para acercarlo a esa situación revolucionaria deseable. Somos reformadores hoy, porque tratamos de crear las condiciones más favorables, y la clase oprimida más consciente y numerosa que conduzca a término una revolución. Para eso es necesario una organización específicamente anarquista, para lograr un mayor número de revolucionarios conscientes de la necesidad de esa transformación.