Este artículo pretende darle una pensada a un tema que nos rodea, está instalado en nuestro imaginario, compañeras y amigos lo charlan, hacen planes, fantaseamos con ello: ¿y si nos vamos? ¿y si dejamos esta mierda de vida? Ciudades atestadas y prohibitivas por procesos especulativos, contaminación, malos sueldos, infraviviendas… ¿y si nos piramos al campo y montamos algo? Una coope, una ecoaldea autosuficiente, algo se nos ocurrirá. A enemigo que huye puente de plata dice el refrán. Creo que tendemos a imaginar que en el fondo así considerara el Capital, y los estados a su servicio, a aquellos que cansados decidan marcharse a construir otra cosa. Pero no somos los enemigos del Capital, dependen de nosotros, de nuestra fuerza de trabajo, de que seamos mano de obra, del beneficio que sacan de explotarnos… me explico.
Es normal que estas ideas y conversaciones sean una constante en nuestros círculos más cercanos. En aquellos grupos donde el pensamiento crítico y rebelde crece, donde nos reunimos y organizamos para intentar cambiar este sistema de mierda, donde la conciencia ha florecido, es lógico que estemos hartas y agotadas. Para los que creemos que otro mundo mejor es posible, que hay otra forma de hacer las cosas, que existe esa otra vida, y que además convivimos con la impotencia, la derrota y el pesimismo de tanta lucha desviada o simplemente apagada, es normal que aparezca la tentación de dejarlo todo y construir en los márgenes, algo positivo, bonito, que sirva como ejemplo de ese mundo nuevo.
Es un pensamiento y una práctica aún más comprensible cuando sabemos que este sistema nos lleva directos al desastre ecológico y humanitario. Quienes saben de esto, llegan a afirmar que el colapso no es una posibilidad o una amenaza para el futuro, sino un destino ya inevitable. Para estos expertos no se trata de pensar qué podemos hacer para evitar que llegue el desastre, la cuestión es empezar a realizar cambios profundos a nivel sistémico para reducir lo máximo el impacto de la crisis climática y prepararnos para aprender a sobrevivir en las condiciones que nos impondrá el descarrilamiento de este tren en el que vamos montados.
En el campo de las personas que se dedican a este tema hay diferentes posicionamientos analíticos, diferentes propuestas de intervención y acción política ante este escenario apocalíptico. Survivalista, primitivistas, autonomistas, decrecentista que oscilan entre las propuestas reformistas o integran una perspectiva anticapitalista, hasta negacionistas… hay propuestas para todos los gustos. A todo aquel que tenga un mínimo de información veraz y un poco de conciencia de clase no se le escapa que este destino aciago que nos espera es el resultado de seguir a pies juntillas el ideario capitalista. Tampoco parece muy difícil prever que las diferentes crisis que emergerán a nivel social, sanitario, alimenticio, bélico, económico y social abrirán un espacio de acción para la política.
Ahora bien, y recuperando el refrán del principio del texto que parecía completamente fuera de contexto, ¿Es la huida masiva, el renuncio a la participación en el sistema capitalista, una opción política viable para intentar frenar la llegada del colapso, para organizarnos de forma alternativa cuando este nos atropelle o como estrategia de confrontación y propuesta emancipadora? De la crisis social y económica del Covid 19 no salimos mejores que antes, pero aprendimos algunas cosas. O más bien sirvieron como recordatorio.
Aprendimos que los intereses de los capitalistas son los que dirigen a los gobiernos en los regímenes democráticos, por eso hay que ponerles apellidos: democracia burguesa. Así, mientras en la revolución española se destinaron los hoteles de una ciudad como Madrid a atender a los heridos y refugiados poniéndose al servicio de la clase trabajadora, durante la pandemia no se les obligó a dar servicios sanitarios a pesar de que los hospitales estaban saturados, los centros de internamiento y de acogida hacinaban a los allí encerrados y la gente era desahuciada.
Aprendimos que las fuerzas del orden y seguridad no están pensadas para realizar tareas humanitarias y sociales. Fue la solidaridad vecinal y las formas de auto organización lo que dio respuesta a las necesidades de aquellos más vulnerables que no podían salir de su casa para hacer la compra u obtener sus medicamentos. La policía fue destinada para controlar la movilidad de los transeúntes, normalmente los más desfavorecidos, los habitantes de los barrios obreros más depauperados. También aprendimos que todos esos derechos sociales que damos por descontado pueden esfumarse de un día para otro, aunque como ejemplo ya teníamos la ley mordaza del PP, que el PSOE mantiene y que los neoreformistas no han “podido” tumbar.
Aprendimos que las oportunidades no son para todos igual. Que mientras unos tomaban la calle para demandar su derecho a la libertad de salir a tomar cañas otros eran expulsados a la calle. Que parte de las ayudas, que muchas de nuestras vecinas reciben para poder paliar este sistema que les estrangula y les expulsa de una integración social afectiva, no llegaba: educación, comedores infantiles, atención médica y psicológica…
Pero también aprendimos que lo podemos parar todo. Que los trabajadores tienen el potencial real de parar la economía de la que dependen los que les explotan. Que hay trabajos esenciales y dignos que son tratados como mano de obra remplazable, hasta que el remplazo no se puede producir, y entonces tiemblan los pilares de este sistema. Y que, por extensión, la riqueza no la crean los empresarios, solo la roban y la acumulan, que las huelgas tienen potencialidades, y que los derechos laborales y su defensa son claves para nuestro futuro como clase.
Y aunque no pudimos aprovechar aquella crisis, ni su resaca posterior, para producir una fuerza suficiente que enfrentase a todos esos parásitos y pusiese patas arriba este mundo, no podemos olvidar lo aprendido y dejar de usarlo para futuras batallas.
La Gran Renuncia.
Así llamaron al fenómeno que se detectó inicialmente en USA, para luego extenderse en el resto del planeta, y que supuso el abandono voluntario y la ruptura de su contrato laboral de millones de empleados. Si bien es cierto que desde un punto de vista político y sociológico estamos ante una dinámica social muy interesante que parece tener una explicación multifactorial y que sin duda refleja una crisis de legitimidad política de la sociedad actual, a nivel económico es un proceso que parece haberse reconducido y que no supone una amenaza seria para la estabilidad de los mercados.
Sin embargo, y enlazándolo con las cuestiones que ya hemos adelantado, parece una idea sugerente como respuesta a la crisis climática y al colapso que se cierne sobre nuestras cabezas. Retomando la cuestión en torno a la que giran estas reflexiones, lo que nos planteamos es si una renuncia masiva para la construcción generalizada de un sistema alternativo es una estrategia real, cuáles son sus riesgos y limitaciones, y qué contradicciones estratégicas puede generar una propuesta así.
¿Se puede huir del capital?
¿Se puede? ¿Se pueden crear relaciones sociales y de producción alternativas al capitalismo en los márgenes de él? ¿Y dentro de él? Parece que lo que estamos debatiendo aquí es sobre la estrategia autonomista o en términos de Olin Wright “intersticial”, si tiene un potencial emancipador. Es más, lo que nos preguntamos es si, dada la coyuntura; con el colapso climático y social, se amplían las posibilidades de desarrollar practicas generalizadas de autonomía que planten cara al sistema capitalista y que a su vez nos permitan ser autosuficientes en un escenario que va a necesitar que tengamos mucha atención con cuestiones como el abastecimiento de alimentos y agua, las inclemencias climáticas, las catástrofes naturales…
Y es que ya hay algunos autores que proponen que la estrategia recomendable para los sectores más radicales y politizados sea tomar posiciones atendiendo a dicho escenario y ante la urgencia de aprender a ser autosuficientes. Las posiciones más radicales anticipan que el sistema capitalista implosionará. De esta forma no se trata tanto de prepararse para enfrentarlo sino de esperar a que caiga por sí solo y, mientras, ir construyendo los espacios alternativos que lo sobrevivirán. Esta preparación no solo se plantea a niveles organizativos y productivos, también se advierte de la amenaza de derivas autoritarias o ecofascistas. Los ejemplos prácticos que esgrimen son aquellos que no han tenido más remedio que revelarse contra su propia aniquilación como el EZLN o el Kurdistán. Otros dan un paso más y usan de referente a las comunidades indígenas que evitan el contacto y se aíslan en la selva amazónica.
Desde una posición menos extrema, se plantea que la construcción de estas comunidades, además de ofrecernos la seguridad necesaria ante situaciones de escasez, son el punto de partida para ir afianzando las estructuras necesarias para la acumulación de fuerzas bajo sistemas políticos y económicos alternativos al capitalismo. Aquí no se trata de sobrevivir al fin del capitalismo, sino de ir mostrándose como una alternativa real que pueda alcanzar la masa crítica suficiente como para reemplazarlos. Además, estas comunidades jugarían un papel importante a constituirse como un ejemplo real para otros trabajadores que vayan concienciándose y abandonando paulatinamente su participación dentro del sistema ecocida.
En realidad, esto no pasa. Hay miles de personas por todo el estado que han construido espacios alternativos y autosuficientes, pero la realidad es que este separarse del sistema rara vez transciende de una mera coordinación. Constituirse como un sujeto político anticapitalista no está en el programa de la mayoría de personas que se “retiran”, entre otras cosas porque el retiro es un privilegio que se pueden permitir unos pocos. Por mucho que traten de romantizar el nomadismo digital, la realidad es que, para algunos, los menos, da igual donde estar, porque sus condiciones materiales les permiten viajar y trabajar hoy aquí y mañana allí. Para el resto, el nomadismo digital es un destierro de unas condiciones laborales de mínima seguridad. Lo vendan como lo vendan y lo anuncie el banco online que lo haga.
Los procesos de acumulación del capital, acumulación primitiva y la construcción de las condiciones de viabilidad para un sistema de explotación.
Aunque el título de este epígrafe lo parezca, no vamos a ponernos muy técnicos. A estas alturas de desarrollo del capitalismo que sufrimos en nuestras propias carnes es evidente que eso que llaman libre contrato entre trabajadores y capitalistas es una falacia, un mito fundacional, basura ideológica. Nadie que esté en su sano juicio (aunque este sistema nos vuelva locos) deja de estar con sus seres queridos, se ausenta de desarrollar sus pasiones o inquietudes y se pasa la vida entre el agotamiento y la incertidumbre porque libremente así lo decida. Es obvio que el sistema capitalista genera las condiciones económicas, políticas, culturales y sociales que condicionan y empujan a los desposeídos a tener que vender su fuerza por un salario. Entre estas condiciones encontramos la privatización de los bienes necesarios para subsistir como la vivienda o la comida, el crecimiento de una masa de desempleados viviendo en condiciones de necesidad y dispuestos a aceptar condiciones de trabajo infrahumanas, la creación artificial de “necesidades” …
No hace falta haber leído a Marx, Polanyi, Piketti o cualquier otro historiador y economista para entender todo esto. Incluso está datado y demostrado cómo la implantación del capitalismo industrial vino precedida de la expropiación de las tierras comunales. Si la gente puede ganarse la vida por sí misma de forma digna, ¿Por qué motivo iba a dejarse explotar?
La cuestión, sabiendo todo esto y aceptando estas premisas, es cómo podemos seguir creyendo que el capitalismo nos va a dejar que nos lo montemos al margen. Y mucho más si hablamos de una retirada a niveles masivos, porque si solo se marchan unos pocos el impacto político, económico y climático no será suficiente. ¿Cómo podemos seguir pensando que el sistema nos va a permitir que nos marchemos a otra cosa? Y esto dando por supuesto una cuestión que desde aquí ponemos completamente en duda: la posibilidad de que coexistan dos sistemas antagónicos sin que el “alternativo” degenere en otra forma de dominación y explotación, asumiendo los valores y las practicas capitalistas de la competición y la producción propias de una económica de consumo, o simplemente se enquiste en una comunidad de un tamaño tan reducido que no suponga una amenaza.
Si sabemos que el sistema capitalista ha expoliado, disciplinado y masacrado a cualquier sociedad económica y cultural diferente con la que ha contactado. Si sabemos que es un sistema capaz de seguir a los rebeldes por los siete mares hasta hacerlos desaparecer como hizo con la piratería. Si sabemos que de un día para otro se puede privatizar lo que antes era considerado un derecho básico para obligar a la gente a tener que vender su fuerza y su tiempo. ¿Cómo podemos seguir pensando que nos van a dejar retirarnos pacíficamente?
Pero lo más importante que a nivel estratégico deberíamos plantearnos es en qué cesta estamos poniendo los huevos y por tanto de qué cesta los estamos retirando.
El problema de las cestas.
Debemos asumir que no podemos nadar y guardar la ropa (otro refrán). Esto es, si los activistas y militantes más concienciados, politizados y voluntariosos se retiran de su actividad actual para construir una sociedad alternativa en las grietas de esta ¿Qué dejan de hacer? ¿Qué actividad se queda sin cubrir? ¿Qué pasa si su hipótesis de crecimiento no es acertada? ¿Quién se queda? ¿Todas nos podríamos ir?
La cuestión que hay de fondo en este dilema nos remite al debate estratégico. Aquí, (como ya apuntamos con anterioridad en “Construir la utopía”) se abren al menos tres grandes propuestas:
Reformistas, que creen que la acumulación de mejoras puede hacer que este sistema mute en uno completamente diferentes.
Autonomistas, que apuestan por la construcción de espacios alternativos y que consideran que la acumulación de fuerza en dichos espacios puede instituirse como una alternativa al sistema capitalista. Aquí es donde podemos ubicar las propuestas que plantean una retirada generalizada hacia la construcción de alternativas reales (entiéndase reales no como pertenecientes a la monarquía ni como sinónimo de posibles, sino como realizables de forma inmediata e incluso realizándose actualmente). Dentro de las posiciones autonomistas hay quien plantea que esta superación será casi lógica o mecánica, al constituir una forma social y económica más justa, que prosperará y sostendrá el abandono de las opciones desquiciadas como el capitalismo, que cae por su propio peso. Otros, que saben más de historia, saben que la creación de cualquier amenaza al sistema implicara una agresión segura por su parte y que, por tanto, el autonomismo tiene que generar formas de autodefensa.
Revolucionarias, que son aquellas que consideran que la eliminación total del sistema capitalista es la condición necesaria para construcción de una sociedad guiada de forma horizontal y racional (Socialismo). Aquí se abren diferentes corrientes que van desde los que apuestan por la toma del estado y su completa modificación y los que consideran que este debe ser inmediatamente destruido. También hay entre ellos quienes piensan que las revoluciones se producen de forma bastante natural y fluida cuando la gente toma conciencia. Esta perspectiva con tintes espontaneístas contrasta radicalmente con la que, por el contrario, defiende que los procesos revolucionarios solo son posibles cuando las masas se implican y que, para que esto sea posible, se requiere un proceso de acumulación de fuerza, de práctica de la auto organización y de la toma de conciencia.
Para muchos de los que nos identificamos con esta última estrategia, nos cuesta mucho creer que se pueda conciliar con la perspectiva autonomista. Y esto no solo porque haya ejemplos históricos numerosos y contundentes. También por experiencia propia. Hemos visto espacios autónomos siendo desalojados al poco tiempo de haberles dado vida, a compañeras y colectivos volcar todas sus energías en la construcción de materialidades efímeras que terminan siendo arrebatadas o destruidas por el estado. Esto ha pasado es espacios urbanos abandonados, pero también en recuperaciones rurales.
Es mucho el tiempo y el esfuerzo que requieren los proyectos de construcción de espacios autónomos, la atención y el cuidado que necesitan. Bien difícil conseguir abrirlos, mantenerlos y hacerlos atractivos. Es una tarea ya de por si ingente y que conocemos bien. A ello se le suma lo complicado, y desgastante, que es defenderlos cuando son atacados por las fuerzas del capital y obligándonos a estar en una permanente dinámica de defensa y búsqueda de la siguiente trinchera. Tiro por que me toca y me muevo a otra casilla para dar vida a un espacio nuevo donde volver a dejar por el camino a militantes, activistas, tiempo y, en definitiva, nuestras vidas. Y el problema no es la defensa de nuestros espacios, eso no está en duda, sino la dinámica de luchar por espacios completamente desvinculados de procesos y estrategias emancipatorias.
Evidentemente no afirmamos que la construcción de espacios autónomos no sirva como táctica concreta y pueda servir a determinados fines. Lo que consideramos es que dado el nivel de esfuerzo que implica y la debilidad intrínseca que tiene, entenderla como una táctica generalizable hasta convertirla en estrategia es un error de análisis. Estos “espacios” y proyectos son necesarios y útiles para algunos de nuestros objetivos a corto plazo: la construcción de lugares seguros, la experimentación de formas alternativas de producción y sociabilidad, la ejemplificación y la consolidación de puntos de referencia, e incluso parte de las estructuras que en determinado momento del conflicto abierto entre clases nos pueda servir para sostener nuestros esfuerzos.
Por eso abogamos por ir más allá, entendiéndolos no como un fin en sí mismo, sino como un medio o una estrategia cortoplacista y proponemos la acumulación de fuerza social deslocalizada, por decirlo de una forma más barroca: ubicada en la clase. Esto es, abogar por la construcción de conciencia de clase y de procesos de auto organización que no remitan a la gestión de espacios concretos más que en momentos necesarios. Es apostar por la construcción del sujeto político revolucionario que sabe que no se trata de liberar un barrio, una ciudad, una región o un país, se trata de tirar abajo el sistema criminal capitalista y sustituirlo por un sistema de justicia e igualdad. Para la consecución de este objetivo último, la liberación o construcción de espacios es una táctica posible entre muchas otras, pero también puede tornarse trampa, al destinar demasiadas energías y esperanzas en una vía muerta.
En resumidas cuentas, las que pensamos que la superación del capitalismo pasa por su eliminación y que está condicionada a la creación de una fuerza capaz de confrontarlas, debemos entender que los planteamientos autonomistas no adquieren la profundidad necesaria para ser considerados estratégicos y que su propuesta está condenada a convertirse en una palanca reformista, en una comunidad de privilegiados o en una eterna deriva por el desierto de la resistencia.
M. Brea, militante de Liza.