Las organizaciones políticas tratan de ser un reflejo de la ideología y los valores que defienden. Podríamos decir que nuestras estructuras internas son pulsiones del mundo al que aspiramos. Cuando los movimientos revolucionarios de masas surgieron a finales del siglo XIX y principios del XX, se desarrollaron diferentes modelos de funcionamiento interno que atendían a la complejidad de unas organizaciones cada vez más grandes. Se regulaban cosas como la toma de decisiones, la revocación de cargos, el uso de la burocracia interna y, en definitiva, como se gestionaba ‘el poder’ dentro de la propia organización.
Cuando hablamos de poder, no nos referimos a instituciones que mantienen y hacen valer una voluntad determinada mediante mecanismos de coerción y sometiendo a la población (poder judicial, ejército, policía, Estado y estructuras de gobierno) sino que entendemos el poder como un fluido orgánico que empapa y determina la convivencia en sociedad. El poder es la capacidad de ejercer una voluntad. El encuentro entre fuerzas que chocan y se empujan, donde entran en juego relaciones personales, capital social, jerarquías y un sinfín de cuestiones que atienden a la sociabilidad. Por eso, desde posiciones libertarias, se empieza a hablar de Poder Popular más que de ‘Contrapoder’. Porque el rechazo al poder es el rechazo a ejercer la política en un terreno contradictorio y lleno de conflictos. Las relaciones políticas también son relaciones de poder y aquí entran cuestiones como jerarquía informal, camarillas internas o facciones ideológicas en las organizaciones.
Estas conclusiones, fruto de un proceso de maduración en el espectro socialista libertario, llevan a entender que el poder no desaparece; se controla. Una estructura interna ha de crear mecanismos para que ese poder quede limitado o acotado. Las experiencias del ciclo político anterior nos enseñaron que aquellas estructuras ‘abiertas’, ‘asamblearias’ y desburocratizadas no estaban exentas de poder, sino que éste quedaba invisibilizado ante la incapacidad de señalarlo, puesto que partía de la premisa falsa de que tal poder no existía dentro de ese espacio político. Y ahí reside el verdadero peligro del poder; cuando se niega. Negarlo es impedir su confrontación con otro poder; por lo que se instaura.
Dicho todo lo anterior y volviendo a las organizaciones de masas; las organizaciones anarcosindicalistas, emanando del Sindicalismo Revolucionario, apostaron por un modelo de funcionamiento confederal. Como bien decía antes, nuestros modelos organizativos son reflejos de nuestras propuestas políticas. El modelo confederal canaliza el poder de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Las partes (Federaciones) se coaligan en una estructura más fuerte (Confederación) sin perder autonomía, pero respetando los acuerdos comunes que garanticen la convivencia dentro de la misma. Es decir, la parte de abajo conserva su soberanía y va trasladando los acuerdos hacia arriba para acordar unas leyes comunes de convivencia.
Aquí surge un malentendido con respecto al modelo Confederal. Una organización así debe seguir los mismos patrones que cualquier otro modelo organizativo: unidad de acción, coherencia estratégica, respeto por los acuerdos y disciplina organizativa. Los acuerdos en el pacto confederal son igual de inquebrantables, la diferencia es que estos se toman de abajo hacia arriba. La filosofía es que los acuerdos parten desde las bases y suben hacia la estructura general sin que exista una dirección vertical dentro de la misma. Esto no quiere decir que esos acuerdos sean papel mojado o meras declaraciones de intenciones no vinculantes. No es intención del escrito entrar en el origen de esta interpretación equivocada del modelo. Hay quienes achacan la culpa a las influencias autonomistas o insurreccionales dentro del movimiento libertario y sus respectivas herencias políticas. Sin embargo, en el contexto histórico actual, existe una cuestión más general y que atraviesa a todas las ideologías de la I Internacional: La deficitaria, y poco practicada, cultura militante.
LA CULTURA MILITANTE
Venimos de un proceso histórico de repliegue y contrarrevolución. Esto supone que la maquinaria organizativa está oxidada. Generaciones de ostracismo, marginalidad y ausencia de horizontes dieron lugar a un contexto de amnesia militante. Muchas personas empezamos en la política sin referentes ni herramientas, cayendo en los mismos errores una y otra vez. Justo en estos momentos, después de todas las experiencias políticas tras el 2008, se van recogiendo aprendizajes, teorías y diagnósticos. Estos, de forma asimétrica, deformada y lenta van configurando nuevos esquemas de praxis militante. Dejando atrás conceptos como activismo o colectivo informal, vuelven a ganar relevancia las estructuras organizativas fuertes con una cotidianidad política sostenida en la disciplina, la formación y las miras al largo plazo.
En todo este proceso paulatino toca recuperar la cultura militante. Entendiéndola como la predisposición al avance, mejora y posibilidad de la emancipación obrera aun sabiendo que no todas las decisiones o situaciones serán a gusto de todo el mundo. Que formamos parte de un movimiento complejo, contradictorio y oscilante. Una práctica que exige sacrificio, sin caer en la retórica del mártir, pero que puede traer consigo renuncia al bienestar, a la carrera profesional, a la integridad física o a las libertades elementales. Ese desarrollo de la cultura militante va acompañado de un sujeto colectivo por encima de la individualidad: la clase organizada.
En lo concreto, esta praxis se acompaña de una lealtad a la organización o proyecto. Es decir, exponemos las virtudes de nuestra apuesta política hacia fuera, pero discutimos los errores o debilidades desde dentro; sin airearlos hacia el exterior. Buscamos la permanente mejora de ésta porque es nuestra apuesta revolucionaria. Esto exige una militancia que va evolucionando, incorporando aprendizajes y engrasando de nuevo la máquina revolucionaria. Una cultura militante va aprendiendo con la organización. Es un movimiento orgánico y vivo. Se van acompañando y nutriendo, es un proceso donde el sujeto queda diluido en el proyecto general emancipatorio.
Dentro de organizaciones grandes es normal que aparezcan facciones internas, grupos de afinidad o camarillas de influencia. Las facciones, mientras sean políticas, son sanas. Puesto que son síntoma de una organización dinámica y que avanza. Una organización sin debate interno es agua estancada, puesto que el consenso total es la muerte de la política, la ausencia de crítica. Es por ello por lo que un militante aprende a trabajar el disenso desde el compañerismo, sin generar enemistades personales. Por otro lado, las camarillas (entendidas como pequeños grupos que ejercen parcelas de poder por los pasillos y que casi siempre escapan al control orgánico de la organización) suelen ser inevitables. Pero éstas son controladas o limitadas mediante la mejora de la praxis militante, que permite diagnosticar situaciones de abuso por parte de grupos informales. La cultura militante genera dinámicas y resortes internos que pueden contrarrestar ese poder inorgánico. La camarilla ejerce su voluntad en el espacio informal e invisible, haciendo muy complicada su confrontación por medios estatutarios o internos. Estos inconvenientes suelen instaurarse en organizaciones estancadas. Cuanto más grande, dinámica y diversa es una organización, más limitado será el poder de influencia por parte de determinados actores. La cultura militante participa y, además, fomenta la participación. En el confederalismo la rotatividad, rendición de cuentas, asistencia y reparto de la responsabilidad; es fundamental para evitar la ostentación del poder interno. Las camarillas que se disputan el poder burocrático quedan limitadas si sus bases participan de la organización de forma activa. Haciendo del confederalismo una máquina de autoformación obrera para los estadios revolucionarios más elevados.
La indisciplina interna tiene un extremo opuesto igual de peligroso: el corporativismo.
CORPORATIVISMO
La cultura militante exige, de igual forma, una actitud crítica con la organización. Lealtad no significa apoyo incondicional o sectarismo. El corporativismo tiende a la ausencia de crítica interna, a la aparición de camarillas y al estancamiento teórico. Las críticas lanzadas desde el exterior han de ser estudiadas como parte de un proceso de mejora, ver si son legítimas o pueden ayudar al desarrollo teórico-práctico de la organización y aplicarlas hacia la mejora. Muchas veces, las criticas exteriores son recibidas con un cierre de filas corporativista; anulando el flujo de información organización-exterior. Promoviendo así el sectarismo interno y la ausencia de contacto con la realidad. Esto es fruto de no entender la lucha como un proceso amplio más allá de tu organización. La clase obrera es un ente orgánico que se expande y contrae, que empuja y se repliega; asumiendo que los espacios sociopolíticos son mucho más diversos y complejos que los de una sola organización.
En nuestro espacio anarcosindicalista (CNT, CGT, SO), debemos entender los avances del otro como un aprendizaje de nuestro movimiento en su conjunto. Generando así espacios de autoorganización que sirven para futuros estadios de desarrollo en la lucha. Este cúmulo de aprendizajes, como se expresó anteriormente, engrasan la maquinaria revolucionaria bajo el paraguas del Comunismo Libertario. Asumiendo diferencias estratégicas dentro de cada organización, las miras a las que atendemos son más profundas. Partimos de la base de que tenemos un programa político común y unas gafas de análisis complementarias en el largo plazo. Esto no quiere decir que el debate no haya darse en clave de mejora. La cuestión principal es que cada organización, construyendo su espacio dentro de la lucha, cree la condición de posibilidad para la otra.
CONCLUSIONES
Aunque, como bien decimos, la expresión de la lucha política es contradictoria y pueden darse conflictos de intereses puntuales en su materialización concreta. Esto no puede hacer que perdamos el horizonte más lejano que tenemos en común. Organizaciones estratégicas de prisma socialista libertario son importantes para construir una visión compartida. Dando así lugar a espacios de confluencia teórica y formativa para los militantes de distintos frentes de masas, incluidos los de vivienda.
Los modelos confederales tienen dificultades actuales para concretar la unidad de acción con respecto al programa político. Sus orígenes son diversos, desde una mala interpretación de estos ante la amnesia militante de la que venimos. Pero el camino se está construyendo poco a poco mediante la nueva cultura militante que va abriéndose paso. Esta cultura ha de ir generando tendencia dentro de las organizaciones. Una virtud del confederalismo, es la capacidad para que sensibilidades internas vayan ganando presencia sin que estas deriven en escisiones o fracturas importantes. La tarea militante de los sectores que creemos en la estrategia del Sindicalismo Revolucionario, aquella que entiende al sindicato como la organización constituida de la clase trabajadora para el control de los medios de producción, es apostar por el desarrollo de la praxis militante y la aplicación real del federalismo. Su aplicación efectiva es la que puede dotar de herramientas a la clase trabajadora, desde el centro de trabajo a la gestión integral de nuestros medios de vida.
SrgHkBk, militante de CNT