
El verano de 2018 visité Atenas con un amigo. Aunque soy dado a mitificar los eventos más combativos de la clase trabajadora y siempre que viajo aprovecho para visitar lugares clave de las batallas de nuestra clase, mi viaje a Grecia no iba para nada en ese sentido. Aun así, obviamente visité la Plaza Sintagma, donde vimos los intentos de los sectores más combativos por defenderse de las agresiones de la Troika, acudí a los centros sociales y proyectos comunitarios con más trayectoria en su lucha por la autoorganización de la clase y contra el avance del fascismo y, por supuesto, recorrí el emblemático barrio de Exarcheia aún “liberado” de la policía. En sus paredes llenas de carteles, pegatinas y pintadas políticas, un lema llamó mi atención: Anarkoturist go home!
Cuento esto porque leyendo el último artículo de Charlie Moya en debate con mi compañera de organización Carla Morato no pude evitar recordar que aquella pintada, llena de sarcasmo y razón, escondía un análisis que nos podía ser bien útil para avanzar en el debate sobre los movimientos sociales, su composición o las diferentes estrategias que podrían adoptar.
Si me sirvo aquí de las aportaciones de Moya es porque son capaces de condensar las principales ideas de la estrategia del sector autónomo y de parte de los movimientos sociales a los que critica. Es cierto que podría abordar este articulo sin ni siquiera mencionar a Charlie, pero disfruto mucho leyéndole, viendo como zarandea el avispero a cada línea y suponiendo las caras que imagina después de cada pulla. Así que, recomiendo su lectura sin lugar a dudas.
Ahora bien, para este artículo voy a ir al hueso de los dos problemas fundamentales que según nuestros análisis se expresan con claridad en las posiciones defendidas por Moya. No por ser suyas, sino porque, como bien empieza a mostrar en su último artículo al usar el plural, responden a toda una corriente estratégica que nosotras consideramos como hegemónica en el sentido común libertario y de los movimientos sociales: la autonomía social o, como nos gusta a nosotras calificarlo, el autonomismo.
Una concepción errónea de la clase implica necesariamente una comprensión limitada de los espacios
En este primer epígrafe trataré de mostrar la idea de clase, en particular la de clase media, de la que se sirve Moya. Al que agradezco que haya hecho un esfuerzo por definir el concepto con más precisión que en artículos anteriores permitiéndonos debatir cuáles son sus limitaciones y cuáles sus consecuencias.
«Cuando me refiero —o nos referimos— a que los movimientos sociales están colmados por sujetos de la clase media, hablamos de unas individualidades con unas formas-de-vida que reproducen la identidad de esa clase, además de la búsqueda deseosa de alcanzar esa posición».
Como se ve con claridad la clase media queda definida por un marco material, es decir, es un grupo sociológico con unas condiciones materiales determinadas, o incluso aspiracional. En este sentido la clase media está formada por:
«Aquellos que se agrupan en estructuras familiares, adquieren vivienda mediante hipotecas —o en ocasiones alquilan, pero su deseo es la compra—, contraen deudas, legan propiedades a sus descendientes, tienen mayoritariamente formación superior y aspiran al funcionariado o a las profesiones liberales como medio de sustento».
Es más, Charlie nos dice directamente y sin rodeos que «la clase media también es una definición en términos económicos».
Esta definición se completa con la descripción de otro sujeto político que define como aquellos que sufren urgencias reales como «los desahucios, las persecuciones policiales y las deportaciones por cuestión de raza/clase, la imposibilidad de acceso al mundo laboral de las personas trans, el estigma y la criminalización de las trabajadoras sexuales».
Cabría preguntarse si estos sujetos más precarios, o incluso en situaciones dramáticas, no aspiran a tener las condiciones de los sectores que han quedado definidos como clase media. Y, en caso de que entre sus sueños se encuentre tener una casa en propiedad aunque fuese accediendo a una hipoteca, poder constituir una familia, contraer deudas, legar sus propiedades a sus descendientes o acceder a la formación superior o a puestos fijos en la administración —o allí donde quiera que exista algo parecido— supondría que dejasen de ser clase trabajadora. En otras palabras, no queda desvelado si la aspiración a una vida lejos del precipicio y de la inseguridad constante, una vida integrada en este sistema, te convierte o no en clase media.
Pero más allá de este problema de la aspiración como indicador de pertenencia a uno u otro estrato social, la cuestión es que Charlie está construyendo un campo social dividido entre quienes no tienen necesidades reales y a quienes les va la vida en ello. Sería absurdo negar que en los movimientos sociales se dan diferencias materiales y simbólicas tremendas. Se dan exactamente las mismas diferencias que en el seno de la clase trabajadora en su conjunto. Se hace urgente una definición menos culturalista de la clase en una clara exageración de las aportaciones de Edward P. Thomson, que terminan por adoptar posiciones bastante weberianas, como tuvo la capacidad de mostrar el ya fallecido Olin Wright en Comprender las clases sociales.
Jamás pondré en duda el loable intento de muchos compañeros del ámbito autónomo por romper con concepciones simplistas, obreristas o del marxismo más obtuso porque como fin tiene superar las dinámicas de burocratización, asistencialismo o desvíos que una y otra vez hemos visto en los espacios de lucha. El problema, y este no es un problema que señalamos solo en las compañeras de la autonomía, sino también en nuestro propio ámbito político; es que la laxitud conceptual no solo no nos separa de las posiciones más fundamentalistas del obrerismo, sino que nos hace resbalar por las laderas de los postulados interseccionales más desarmados contra el capital como bien se señala en este artículo.
La forma en que Moya define la clase media en su último texto supone abandonar los avances teóricos que señalaba con acierto su compañero Emmanuel Rodriguez en El efecto clase media: Crítica y crisis de la paz social. Así, pasamos de entender la clase media como el resultado de una intervención política —material e ideológica—, de integración de sectores de la clase trabajadora en el sistema capitalista sirviéndose del estado del bienestar, siempre de forma precaria, siempre al filo de la ruptura del hechizo, a concepciones mucho menos productivas.
O en palabras del propio Rodríguez, entender la clase media como «un logro social», «un verdadero proyecto político», «una ilusión, el espacio subjetivo en el que la mayoría de una población se reconoce como al margen de cualquier división social significativa», «una determinada forma de unificación social, de sutura de las divisiones fundamentales» o lo que es lo mismo; el resultado de «un vasto programa político y cultural cuyo principal objetivo es una desproletarización de las masas». Lo que Emmanuel identifica como un efecto Charlie lo fosiliza. Y es esta reificación la que genera un nudo gordiano que embrolla su propuesta estratégica.
Esta forma de conceptualizar la clase media, aceptándola como estrato social y no como resultado de una intervención política, no permite dividir el campo político en dos sujetos antagónicos, la clase trabajadora frente a sus explotadores, obviamente complejos y compuestos por fracciones, algunas de ellas inestables y con tendencia a funcionar como bisagras dependiendo de hacia dónde se inclinen. Por el contrario, subdivide el terreno de lucha en al menos tres sujetos, minorizando a la clase trabajadora y encomendándose, por más que le pese, al buen clase mediano de turno.
Nosotras, por el contrario, entendemos el capitalismo con un sistema basado en la explotación de una clase social mayoritaria por unos pocos. El problema es que mientras la clase explotadora es plenamente consciente de sus intereses y de sus enemigos, nuestra clase, la trabajadora, tiene por delante la tarea de clarificar esta relación social de explotación y construirse como un sujeto político autónomo. Obviamente, la clase mayoritaria no es homogénea, y aunque su diversidad pueda suponer un reto más que abordar a la hora de crear una subjetividad común, sin el reconocimiento de la misma esta construcción será imposible. La lucha política revolucionaria parte por construir ese sujeto, no de encontrarlo en un número máximo de metros cuadrados o con una condición administrativa concreta.
Y es aquí donde las posiciones de Moya se muestran más limitadas, cuando asegura que los movimientos sociales y los espacios alternativos «son clara prueba de cómo pueden militar conjuntamente sujetos de distinta clase». Al conceptualizar dos fracciones de la misma clase trabajadora como dos clases diferenciadas —quienes no tienen necesidades reales y a quienes les va la vida en ello— abre las puertas a la defensa de los espacios multiclasistas y a los frentes populares que ponen toda la fuerza social detrás de guías interesados en remendar el sistema y no en que salten sus costuras. Además, debemos enfatizar, como ya hizo mi compañera Carla Morato, que no podemos aceptar como válidas que las demandas que Moya define como aspiracionales no supongan un sufrimiento real a la clase trabajadora. Lo contrario supone negar que la inestabilidad a la que este sistema nos avoca no responde a una estrategia de disciplinamiento y de desorganización, como el ejército de reserva y el paro estructural.
En otras palabras, al comprender las fracciones como clases, se desdibujan y se conceptualiza la colaboración interclasista como necesaria. Y esto no es solo un galimatías sino el error más funestamente repetido de los últimos ciclos de conflictividad social. Error del que sin duda se servirán, y se sirven, los proyectos destinados a mantener el statu quo, a limitar las luchas a los intereses de los sectores más acomodados y, por ende, a poner a la clase trabajadora al servicio de los intereses de la clase explotadora, que entendemos es justo lo contrario de lo que pretende Charlie.
Se hace imprescindible un conocimiento del capitalismo mucho más exhaustivo que nos permita comprender la complejidad de la clase trabajadora y así construir una hegemonía capaz de integrar en un programa emancipador las demandas de los sectores más desfavorecidos. Y todo esto sin perder el apoyo de los sectores más integrados —pronto otra vez en crisis, pronto otra vez proletarizados— y sin supeditar las necesidades de los verdaderos perdedores del sistema a las aspiraciones acomodaticias de los más privilegiados. Para nosotras el deseo por una vida que merezca ser vivida es lo que nos moviliza contra este sistema de miseria.
La propuesta estratégica: ¿autonomismo radical?
Otra vez se agradece que Moya haya dado un salto en el nivel de clarificación de sus postulados definiendo su propuesta estratégica de varias formas a lo largo del texto. Charlie nos dice que el objetivo es una acción destinada a «derribar el modelo familiar, de propiedad privada, trabajo asalariado para sustituirlos por comunidades de vida y de trabajo» y señala que los movimientos sociales y los proyectos autónomos no lo están haciendo. Aquí ya podemos anticipar una cuestión fundamental. Para Moya, el cambio de las relaciones sociales burguesas por otras de carácter socialista no son el resultado del derrumbe del sistema. Por el contrario, el derrumbe del sistema será el resultado de la implantación de relaciones sociales socialistas aquí y ahora.
La propuesta es cristalina: lo que debemos hacer es «construir comunidades de vida y de trabajo que quieran superar el modelo o la forma-de-vida de la clase media [para lo que] tenemos que ser conscientes del capital común con el que estamos contando». Aquí el plural hace referencia a las dos clases implicadas en este proyecto, los medianos y los de abajo. Para poner en marcha esta propuesta, los más privilegiados, los clasemedianos, deben exponer públicamente sus realidades materiales y ponerlas al servicio de la asamblea para que gestione estos recursos de forma más estratégica.
El problema según Moya es que estos espacios liberados han dejado de tener este fin y se han convertido en espacios para la socialización de las clases medias más alternativas. Así, se pregunta «¿Pretendemos generar un cambio revolucionario a través de los lugares en los que nos componemos o son tan solo un pasatiempo?».
Charlie hace hincapié en señalar que esa redistribución que propone no es exclusivamente económica. Pide a las clases medias progresistas que pongan el cuerpo al servicio de aquellos que están en situaciones de máxima precariedad. A lo que nos anima es a aceptar las diferencias y los privilegios y a supeditarlos a las luchas de los verdaderos perdedores de este sistema de mierda.
Si bien ya hemos señalado cómo esta concepción de la clase deja la puerta abierta a la entrada de sujetos con intereses antagónicos e irreconciliables, a agentes de proyectos de la restauración y salvaguarda del sistema y a burócratas que solo operan en pro de su ego y de sus intereses personales; ahora vamos a confrontar con su propuesta estratégica.
En primer lugar, cabría preguntarse si la falta de las clases más depauperadas en los espacios liberados y en los movimientos sociales se debe a la presencia de las clases medias o a que estos espacios no son herramientas de lucha que puedan dar ninguna respuesta real a sus necesidades. Más allá de la crítica legítima que Moya lanza sobre los espacios de ocio alternativo, la realidad es que los espacios que unos liberan no están siendo frecuentados y tomados por los otros de forma masiva. Y esto independientemente de que sean más o menos enfocados al ocio.
Se hace imprescindible realizar autocríticas más profundas desde el autonomismo que no sean un argumento cerrado tautológico donde se explican las limitaciones de la propuesta por la falta de una subjetividad no aspiracional. Debemos preguntarnos por qué tantos espacios que se liberan con objetivos revolucionarios terminan degenerando en simples lugares para el encuentro de los ya convencidos, de los más privilegiados. A todas nos gustaría hacer la revolución plantando patatas, con crianzas compartidas, en cafetas, raves u otros espacios de socialización, pero lamentablemente no podemos hacer estrategia de la táctica por más que nos auto convenzamos.
Y he aquí el problema fundamental que queremos señalar, el autonomismo es la fetichización de una táctica que esperan devenga estrategia por reiteración y convicción. Ya hemos hablado más veces de esto y lo volveremos a hacer mientras sea un sentido común en el movimiento libertario. Los centros sociales, los ateneos, los sindicatos, espacios y estructuras de autoorganización de la clase trabajadora, son, aunque en diferente medida, esenciales para la construcción de un sujeto político pero insuficientes en sí mismos. Sin ellos no se puede, solo con ellos no se hace. Necesitamos dotarnos de teorías revolucionarias más desarrolladas que integren la creación de espacios de lucha y de autogestión, pero que no se limiten a ellos.
Ya reflexioné sobre estas cuestiones en otro artículo pero sigo sorprendiéndome del intento de autoborrado de los autónomos sociales como agentes políticos que intervienen en los espacios de masas, en los espacios liberados y en los movimientos sociales. Creo sin duda que hay que aceptar lo que es una evidencia, el autonomismo constituye una corriente estratégica en sí misma, que podría y debería dejar de ocultarse como un sujeto político, como ya se hizo en otros momentos de la historia reciente. Sería en sí mismo un avance teórico capaz de superar la dinámica de que el plan B es incidir en el plan A hasta la derrota final. Y también más honesto para todas.
La categoría Anarkoturist clarifica mejor el problema que un concepto vago de clase trabajadora y clase media
Que los Movimientos Sociales y los espacios alternativos están tomados y compuestos por sectores de la clase trabajadora que no están en una situación de emergencia absoluta es una obviedad. Si aceptamos esta premisa, en la que coincidimos con Moya, debemos asumir que ya se da de facto esta redistribución de capital y fuerzas que nos propone. Al fin y al cabo, estos clasemedianos progres son los que abren, sostienen y mantienen muchos espacios de lucha y autogestión que son puestos al servicio de los que están más jodidos por este sistema criminal.
En todos los espacios políticos que he participado o visitado, en todos los centros sociales en los que he estado, en todos, había una diferencia clara entre sujetos que podríamos denominar como activistas o militantes y afectados o usuarios. Aceptar esto no implica entender esos espacios como de confluencia entre clases, sino entender que sectores diferentes de una misma clase se encuentran para constituirse colectivamente en torno a las luchas de la clase trabajadora como conjunto. El activista, el militante, no acude a los espacios de autoorganización y lucha para defender su casa o su trabajo como hace el afectado. Acude a esos espacios porque sabe que la clase trabajadora se agrupa para defenderse y que esa agrupación es el germen, la posibilidad de empezar a construir un sujeto capaz de cuestionar y derribar este sistema de explotación. Uno defiende su casa, su curro, su derecho a estar donde está, donde están los suyos, donde se ha criado. El otro pretende que a través de esa lucha o desde ella se desarrolle un nivel mayor de conciencia, combatividad y autoorganización.
Espero que hacer un intento por incidir en estas diferencias y matices no se mal entienda como una comprensión dicotómica de los espacios. La realidad es mucho más compleja, mucho más rica, y los lugares de autodefensa de nuestra clase son siempre encuentros de inteligencia, de creatividad y de consciencia. Lo que pretendo señalar es la tendencia —de una parte— de los movimientos sociales, del movimiento libertario y de la autonomía social, de confundir una táctica: los espacios de lucha, de autoorganización, de encuentro y enculturación alternativa, con la estrategia: construcción de una clase a partir de dichos encuentros, de dichos espacios.
Para poder realizar esta cuestión —construir a un sujeto político consciente— no basta con el encuentro, con la confluencia espaciotemporal, con la emergencia de una cultura común. Para lograr dicha tarea es necesaria la autonomía estratégica de clase, imposible de desarrollar en espacios multiclasistas. Imposible de imaginar en espacios tan condescendientes como los que se activan haciendo de la resistencia el máximo posible, de la experiencia personal canon y medida, de la parcialidad totalidad.
Dice Charlie que no niega «la necesidad de estos [espacios], y para cualquiera son una línea de fuga y una posibilidad de escapar momentáneamente de la rueda del capital». Y aquí se trasluce parte del problema. Hay toda una generación de activistas, que no militantes, enculturados en la deriva más frívola, burguesa e individualista del sentido común de la autonomía social más pueril. Compañeras y compañeros que jamás han realizado un autoanálisis que les permita ubicarse en una tradición política o estratégica. Hijos de los huertos urbanos, las cooperativas, las raves, los espacios autogestionados, que lejos de haber desarrollado una concepción profunda de la estrategia que siguen, se conforman con la complacencia de sentirse, aunque sea por un momento, alternativos. Nada muy lejos de la idea del sujeto consumidor o del follower.
Estos compañeros creen, porque han aprendido en esos mismos espacios, que ya están produciendo con su práctica una alternativa libertaria dentro del propio capitalismo. Nada más placentero que creerte fuera del sistema que odias, aunque sea en una cafeta, plantando tomates o simplemente comprando tu cena directamente al productor. Nada más alineado con el neoliberalismo emocional que evaluar tus avances políticos desde el plano emocional, subjetivo y, por supuesto, personal.
Si una comprensión errónea de las clases abre las puertas de par en par a agentes desviadores o, directamente, a sujetos con otros intereses, estos espacios son, por tanto, focos de atracción de sujetos deseosos de librarse del sufrimiento que provoca ser consciente de las contradicciones a las que te avoca este sistema y que, por supuesto, no están dispuestos a llevarlas hasta el límite. Anarcoturistas que usan los espacios liberados en vez de pagar un gimnasio o ir a una sala de conciertos y que ven en esa acción un fin en sí mismo.
El paso a la perversión de muchos de los avances que ha generado nuestra clase en sus luchas es evidente. Este autonomismo personal, donde el yo puede ser subalterno por voluntad, supone una torsión de la práctica política hasta hacer de ella una especie de criba moral, una atalaya desde la que consolidar su prestigio y reconocimiento en el gueto a través de cazas de brujas, compromiso con una forma de vida y de consumo o con un discurso pseudoradical.
Esta deriva no es otra cosa que el fruto de la negación a llevar las contradicciones políticas hasta el final, a testar los límites de nuestras propuestas y a redirigir nuestras fuerzas. Es el fruto de la renuncia a la construcción de un sujeto capaz de cambiarlo todo, que nos condena a la reducción de nuestro potencial de choque y a la eterna huida, que no es otra cosa que mera resistencia estética, aunque lo llamen devenir.
Pero esto, lejos de ser una estrategia, es la negación de la estrategia en sí misma y toma mil formas. Del ya mítico La clase obrera no existe, existe el ciudadano o la multitud = multiclasismo = a cooptación, al clásico La clase obrera está reapareciendo, pero ha perdido centralidad estratégica = no hay posibilidad de lucha capaz de tener una fuerza real = huida; o el no menos popular el capitalismo está en declive, mañana colapsará = móntate tu comuna y hazte autosuficiente = devén queso gruyer.
Pero nadie dice cuánto quema esto, cuánto decepciona, cómo desmotiva y desmoviliza. No conozco a nadie que se haya quemado de militar cuando ve que sus esfuerzos dan resultados. Conozco a muchos que se obcecaron con liberar un espacio, el espacio fue incapaz de cubrir sus objetivos, degeneró en gueto y facilitó el drama personal y las luchas de egos. Esos tardan años en regresar. Y lo peor de todo es que cuando lo hacen, lo único que encuentran es más de lo mismo porque están desprovistos de estrategia, o lo que es lo mismo, desarmados. Llamar a esto autonomía no parece muy exigente. ¿Autonomía de quién? ¿Autonomía para qué? ¿Autonomía con respecto a quién?
Huelga decir que la apertura y gestión de espacios sin una estrategia capaz de implementarse por la evidente distancia entre los objetivos revolucionarios enunciados y la propia propuesta es la base sobre la que se edifican los espacios de ocio para los anarkoturist y los propios anarkoturist en sí mismos. Faltos de una perspectiva real de incidencia que provoque cambios visibles, sustanciales y duraderos, en un camino hacia procesos de aumento de la conflictividad o de emancipación colectiva en el día a día de los barrios, los espacios pronto se transforman en lugares de encuentro para los ya convencidos. No atraen a las clases medias en su conjunto, si es que tal cosa existiese, atrae a su sector más progre y joven en búsqueda de experiencias liberadoras y alternativas. Como bien señala Moya, esto pronto se convierte en un espacio autorreferencial que genera dinámicas sociales sectarias o completamente desligadas de las necesidades de la clase trabajadora en un sentido más amplio.
Deberíamos evaluar seriamente si estos turistas de lo alternativo no son tanto un sujeto nocivo para los espacios liberados, sino más bien su amargo fruto. Deberíamos empezar a pensar que esas dinámicas tan sectarias y autocomplacientes no son degeneraciones, sino el resultado de una estrategia incompleta.
Miguel Brea, militante de Liza
