El tiempo vuela y de tal manera que hace tres meses no sabíamos que existía el COVID-19, hace diez días pensábamos que era algo francamente irrelevante y en los dos últimos días, en el estado español, hemos visto cómo causaba la declaración del estado de alarma y más de cien mil despidos. Estamos viendo cómo se nos lleva a permanecer en casa sabiendo que la mayoría tiene un puesto de trabajo y no puede –porque no es posible o porque no se lo permiten– desempeñarlo desde casa. Ni las empresas, ni los gurús neoliberales, ni siquiera la mayoría de dirigentes de los partidos opositores se han atrevido a rechazar la ofensiva del estado ante los límites del mercado para resolver algo así. Con entusiasmo o con resignación, asumimos que se trata de una situación en la que un esfuerzo de contención a corto plazo puede suponer acabar con la saturación de los centros de salud y rebajar la propagación del virus, a la espera de volver a la normalidad más temprano que tarde.
La democracia no debe detenerse a las puertas de la fábrica.
La frase la pronunció Marcelino Camacho en 1977 y ya entonces era más un deseo que una realidad.
Hace sólo dos días (curiosamente, en el 99º aniversario de la promulgación en la URSS de la NEP o nueva política económica) se anunciaba el estado de alarma y el confinamiento generalizado, sin ninguna previsión de cerrar los centros de trabajo. Es decir, se ponían las bases para seguir obligando a millones de personas a hacer en el transporte público y en el trabajo aquello que se les estaba prohibiendo en el resto de ámbitos. No obstante, el estado pasaba de quitarle hierro al dichoso virus a tomar la escena política: el gobierno central pasaba por encima de las comunidades autónomas en pleno conflicto en torno a la soberanía sobre Cataluña, entre otras cosas. Se dijo y se repitió que participarían las fuerzas armadas, una institución dopada en recursos, incluso en estos tiempos de recortes, y particularmente la UME, cuya mera existencia, en un país de privatización sanitaria y recortes en prevención de incendios, es el mejor ejemplo de lo dicho. Se anunció el acuerdo con patronal, CCOO y UGT para facilitar despidos colectivos temporales (ERTEs) y se aplazó dos días el anuncio de medidas económicas concretas.
Toda una aportación si se tratara de hacer ficción de suspense, pero no si hablamos de seguridad, lo que ha hecho que la CNT sacara contra reloj un manual para defenderse de los ERTEs y diferentes colectivos, abogadas y activistas publicaran consejos para minimizar los daños infligidos por las empresas a las trabajadoras. Organizaciones de clase como las del movimiento de vivienda (PAH, SI y otras), Riders x Derechos, Élite Taxi y sindicatos como CGT, CoBas o IAC han lanzado una campaña en redes sociales por un plan de choque social. Francia, con una mayor tradición de intervención estatal, tomó la delantera en este sentido, aunque también en el de la ocupación militar/policial del espacio público. Ayer lunes tuvieron que ser las trabajadoras del sector automovilístico –Mercedes-Benz en Vitoria, Iveco en Madrid, Renault en Palencia, Sevilla y Valladolid– y de la industria en general –Balay en Zaragoza, Airbus en Madrid– quienes pararan la producción, cuando la dirección de algunas empresas ya se lo estaba planteando por la falta de suministros.
Por fin, hoy martes, conocemos las medidas del gobierno, que profundizan en la línea del neoliberalismo con un par de muletas keynesianas: facilidades para que las trabajadoras despedidas puedan cobrar el paro pero también para que las empresas puedan despedirlas, moratoria del pago de las hipotecas que se vean afectadas por esta crisis, pero no de los alquileres, también para el (im)pago de suministros, pero ninguna previsión para quienes trabajan en la economía sumergida. Tampoco se tocan las rentas mínimas de inserción (incompatibilizadas con pequeños ingresos, escasas, denegadas a menudo sin motivo), aunque se facilitará la conciliación con el cuidado de hijas y, en cuanto a las trabajadoras autónomas, no recibirán ayuda las que no tengan suficientes pérdidas (75% como mínimo). Poco se sabe sobre las personas internadas en CIEs, prisiones y otros centros, sobre los servicios de atención a las personas en situación de dependencia o las necesidades de salir de casa de las personas deprimidas, con trastornos mentales, con discapacidad cognitiva, etc.
Eso sí, el jefe de gobierno –cuya tarea es dar la cara por el poder ejecutivo del estado y llevar sus riendas, no lo olvidemos– y líder del partido autodenominado “socialista obrero” invita a propietarias inmobiliarias a adaptarse a las posibilidades de sus inquilinas. Como si los viajes en el tiempo existiesen y, con un pie en el presente y otro en 1850, Pedro Sánchez se convirtiera en el catoliquísimo Donoso Cortés con aquello de enseñar “a los pobres a ser resignados y a los ricos a ser misericordiosos”.
Cuando el enemigo avanza, retrocedemos, cuando acampa, lo hostigamos, cuando no quiere pelear, lo atacamos y cuando huye, lo perseguimos.
Mao Tse-tung
Y ¿ahora, qué? Ahora toca dar tregua al sistema sanitario evitando el contacto físico, pero no el otro. A corto plazo se están organizando redes de apoyo mutuo entre vecinas, se está haciendo un esfuerzo para informar y apoyar a trabajadoras despedidas o en riesgo de serlo. Más allá del corto plazo, la pandemia pasará mucho antes que el daño económico y los neoliberales dirán que el gasto público extra se resuelve con más recortes y más externalizaciones y que aquí no ha pasado nada. Eso no debe ocurrir. El regreso a la normalidad puede ser algo aún mejor si forzamos un nuevo pacto social. Esta crisis no nos coge débiles y desentrenadas como la anterior; el músculo desarrollado en los últimos nueve años se va a ver esta primavera.
El neoliberalismo está en retirada, la patronal –pese al avituallamiento del gobierno– está debilitada, se acerca el momento del contraataque.