Desde hace unos días, se habla en los medios hispanohablantes –y mucho– del enésimo fenómeno observado en EEUU, la llamada cultura de la cancelación. Como las gentes provincianas y acomplejadas que somos, estamos importando el término y lo que haga falta. La idea es que determinadas acciones y actitudes son sumariamente consideradas intolerables y llevan a que, a continuación, personas y medios asociadas a tales cosas intolerables sean, a su vez, vetadas (“canceladas”).
A principios de mes, un manifiesto firmado por, entre otras muchas, Margaret Atwood, Salman Rushdie y Noam Chomsky señalaba la amenaza que para el debate público supone el iliberalismo, encarnado en parte por la “derecha radical” y con un “poderoso aliado” en Donald Trump. Esa carta abierta probablemente tenga muchas trampas en cuanto a quienes la firman y sus intenciones, como comenta Jonathan Cooke. Lo interesante, visto desde los movimientos transformadores del estado español, es que podemos estar de acuerdo en alguna medida: sabemos estar de acuerdo entre nosotras y sabemos vetarnos, acusarnos, etc., pero no se nos da tan bien convivir en disenso en cuanto este es un poco fuerte. A menudo tenemos miedo al conflicto cuando no es con las del otro lado de la barricada, sino con nuestra propia gente, y, si hay un conflicto de visiones más fuerte, pasamos del remanso de paz a la bronca, el insulto, la falacia y, según el caso, la difamación. En ese sentido sí parece saludable ese toque de atención y uno pensaba –ingenuo– que la cosa quedaría ahí.
Sin embargo, este domingo pasado nos encontramos con una carta de apoyo a la carta estadounidense desde el estado español. La firman desde Fernando Savater a Elvira Roca Barea, pasando por Juan Luis Cebrián, Jorge Bustos o Mario Vargas Llosa; sólo faltan José Luis Moreno y la cabra de la Legión. También la firman, por incomprensibles motivos, Patricia López (Público) y Guillem Martínez (Ctxt).
A esta buena gente también le preocupa que se empobrezca el debate público y se estreche la libertad de expresión, así que sobre los MCs empujados al exilio (Valtònyc) o sentenciados a prisión (La insurgencia y Pablo Hasel, que quizá tenga que entrar próximamente a cumplir tiempo de condena) dicen… nada. Sobre las usuarias de Twitter perseguidas por chistes y comentarios sobre ETA y/o los GRAPO, nada. Sobre la cancelación del cineasta Nacho Vigalondo por sus chistes en 2011 en Twitter o la de Guillermo Zapata como concejal en 2015 por haberse solidarizado con él (permitida, si no alentada, por el resto de Ahora Madrid, empezando por la alcaldesa), ni una palabra. ¿Algo sobre cómo un juez ex-policía franquista la emprendió contra dos titiriteros (y Ahora Madrid les dejó a los pies de esos caballos, también a ellos)? Nah. Sobre la caza de brujas que lleva a cabo la Asociación de Abogados Fariseos Cristianos contra la Cofradía del coño insumiso, Willy Toledo, Netflix (por la película La primera tentación de Cristo) y el artista Abel Azcona, o la del propio ministerio fiscal contra el bertsolari Xabier Silveira también por blasfemar (de momento, todas las sentencias han sido de absolución), tampoco hay palabra. ¿Quizá algo sobre la exposición de Santiago Sierra Presos políticos en la España contemporánea, retirada por ARCO? Pues tampoco.
Entonces ¿qué preocupa a estas intelectuales, que miran a Washington DC mientras se sientan sobre los siniestros calabozos de la Audiencia Nacional? A diario oímos comentarios sobre las feministas o las personas inmigrantes, particularmente sobre los varones y/o musulmanes, comentarios que son objetivamente falsos, intencionadamente difamatorios o ambas cosas sin que haya problema legal, ¿eso no les preocupa? ¿Qué debate va a quedar si las propias categorías de verdad y mentira son negadas? Y a la vez ¿en qué estado de derecho creen que vivimos si persisten los delitos de odio y se insiste en usarlos no para proteger a minorías desfavorecidas, sino a la población católica o a los policías (¿¡!?), qué ley, si se mantienen los delitos de enaltecimiento, contra los sentimientos religiosos y de humillación a las víctimas del terrorismo? ¿Cómo pueden apoyar en cuestión de libertad de expresión a yanquis, si allí al menos tienen reconocido el derecho a quemar su bandera por sentencia del Tribunal Constitucional, mientras que aquí constituye un delito de ultraje a la bandera?
Al final, está claro que tenemos que seguir debatiendo e intentando evitar los conflictos de opinión con delitos de opinión. También que estos últimos son invisibles, al igual que la degradación de la idea misma de verdad, para quienes viven más o menos cómodamente en el tinglado actual porque tienen una columna de opinión o una cátedra.