Colapso ¿para qué?

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Dentro del ámbito libertario parece haberse asentado la idea del “colapso civilizatorio” como algo prácticamente inevitable e incluso deseable. Entendemos el colapso no como un evento repentino que cambie por completo la sociedad, sino como una degradación paulatina de los pilares materiales y culturales en los que se asienta el actual modelo socioeconómico. Entre las causas de este proceso destacan: la crisis ecológica y de biodiversidad, la crisis de recursos y energética, la incapacidad del capitalismo para encontrar nuevos mercados y las respuestas violentas que los gobiernos de todo el “bloque occidental” están dando a esta coyuntura; llevando a una rápida degradación de la escasa democracia que manteníamos en los sistemas de representación parlamentaria.

Yo, que estoy bastante de acuerdo con el análisis a grandes rasgos, no creo que sea algo que debamos dar por sentado. Entiendo que no podemos garantizar a ciencia cierta ni que el desarrollo histórico vaya a discurrir en esos términos ni que esta degradación de los sistemas hegemónicos vaya a ser necesariamente una ventana de oportunidad. Estoy profundamente convencido de que para evitar una deriva represiva y minarquista por parte de los grandes capitales, en este contexto dependerá del trabajo diario que las distintas colectividades e individuos desarrollemos con el tiempo que se nos ha dado en este planeta y contexto específico.

Así pues, considero que lo importante de este marco no es enfrascarse en discusiones sobre hasta qué punto es certero teniendo en cuenta que una gran parte de la sociedad lo ha asumido o parece intuirlo, aún sin ponerle un nombre concreto; sino para qué lo queremos. Surgen distintos posicionamientos al respecto que creo necesario enumerar someramente para hacerles una crítica igual de ligera para finalmente llegar a mostrar cómo entiendo yo que funciona esta situación.

Hay quienes consideran esto una buena noticia en sí misma, pues creen que implica la desaparición o el debilitamiento del modelo capitalista y, muy probablemente, del estado. Ojalá tengan razón, pero temo que pequen de inocentes. Por lo que he aprendido de la Historia es que en periodos de escasez las instituciones aumentan su violencia contra todas las oprimidas y, especialmente, contra los intentos de lograr autonomía popular. No solo contra quienes construyen con una perspectiva universalista y de clase; sino contra cualquier intento de organización que se escape al control hegemónico o institucional. Sirva como ejemplo la represión que tradicionalmente ha sufrido el Pueblo Gitano en el territorio ocupado por el estado español, y que recogía el poeta Federico García Lorca en su Romance de la Guardia Civil, o las múltiples historias que nos llegan del periodo inmediatamente posterior a la guerra derivada del golpe de estado frustrado en 1936 (donde las fuerzas represivas del estado confiscaron alimentos por todo el territorio). Creo que también es un posicionamiento francamente desmovilizador, que confía en que superar el estado actual de las cosas es un hecho inevitable y deposita los esfuerzos que debemos realizar como clase en la idea de un colapso civilizatorio del que necesariamente saldrá una sociedad más justa y solidaria.

En otra línea discursiva, están quienes ven en el colapso civilizatorio una oportunidad para el desarrollo de los llamados “autonomismos”. En este marco, el colapso civilizatorio implica un debilitamiento del poder institucional que permitiría la liberación desigual de distintos territorios. Si bien es una teoría con la que estoy de acuerdo en parte, creo que nos sitúa en un marco de por sí limitante al rechazar de entrada la posibilidad de una revolución global e internacionalista. Obviamente, que mi posicionamiento no se alinee completamente con esta perspectiva no quiere decir que vaya a combatirla. Convertir el territorio actualmente ocupado por el estado español en una suerte de Kurdistán donde hay regiones con modelos societarios mucho más democráticos y un sistema económico basado en cubrir las necesidades de la población, me parece mucho más deseable y esperanzador que la deriva actual. Encuentro cierta lógica en que la escasez de recursos energéticos, por ejemplo, pueda dificultar el desplazamiento de fuerzas represivas de un territorio a otro; dando pie a que determinadas regiones logren desprenderse por completo o casi en su totalidad de las relaciones opresoras con respecto a las metrópolis y los intereses económico-políticos de quienes las rigen.

No obstante, existen hoy en día ciertos elementos que me hacen augurar que, en un futuro no muy lejano de escasez, las instituciones reforzarán el control que hacen de los recursos; dando vía libre al desplazamiento de sus fuerzas represoras para acallar cualquier conato revolucionario. Además, estos posicionamientos creo que no tienen en cuenta las experiencias previas de procesos revolucionarios de corte libertario como la Revolución Española, La Commune de París o la Revolución Majnovista y la difícil convivencia de estos espacios liberados con las fronteras bajo control estatal. Pensar que, en un contexto de debilitamiento institucional y escasez de recursos, la existencia de una gran extensión de territorio autónomo con capacidad de autogestión no va a ser asediada de forma continua por los territorios colindantes; me parece que expresa más un deseo que una visión objetiva de la realidad. Además, creo que es un planteamiento que peca de egoísta al considerar que nuestra misión es enfocarnos en nuestro territorio y confiar en que el resto “solucione lo suyo”. Si bien, creo que estos enfoques pueden ser útiles e incluso necesarios, no debemos perder de vista el carácter universalista del anarquismo y seguir empujando por una revolución global.

Este último punto me sirve además para introducir lo que considero que debería suponer el marco colapsista dentro de los espacios libertarios. El escenario al que nos estamos enfrentando es brutal. No solo en términos ecológicos, también en lo que a las emociones se refiere. El hecho de que todos los días se batan récords de temperatura en los océanos no es solo desastroso para la biodiversidad o la estabilidad de los ecosistemas, también tiene un impacto profundamente deprimente en quienes seguimos estando al día de lo que acontece a nuestro alrededor.

El escenario de crisis en el que no paramos de adentrarnos y profundizar no es ninguna oportunidad. A mi parecer, el colapso debe reconocerse como lo que realmente es: una jodienda. Sin romantizarlo ni disfrazarlo de lo que no es. Es un contexto que nos viene dado por la virulencia con la que fueron reprimidos los conatos emancipadores durante el siglo pasado y es el escenario donde debemos jugar nuestras cartas. En términos de narrativa, es una coyuntura que nos permite evidenciar claramente las incongruencias de los sistemas hegemónicos y, por tanto, abrir un espacio para el diálogo sobre qué alternativas existen, cuáles queremos y cómo llegamos a ellas.

Lo que nos trae la Crisis Climática consigo es un escenario de profunda pauperización de las condiciones materiales de vida para la inmensa mayoría de la población. Creo que a nadie le interesa que los desplazamientos tarden más en realizarse, ni que las comunicaciones dejen de ser inmediatas o que el uso de la tecnología en cuestiones como la salud queden relegadas a unas pocas manos. Debemos reconocer y entender que el contexto ecológico de nuestras generaciones no es, por sí mismo, el caldo de cultivo para un proceso revolucionario. De igual forma que nos permite construir narrativas en torno a la vida que deseamos, también da alas a los totalitarismos con narrativas en torno a la urgencia de agendar los problemas derivados del contexto o a la necesidad de proteger los recursos existentes.

Este escenario debe entenderse por lo tanto como un vector más de movilización; nuestras generaciones son las últimas que podrán hacer algo para mitigar el impacto del modelo productivista capitalista en términos ecológicos. Como sociedad, somos más responsables que ninguna otra que haya existido hasta la fecha de generar un cambio radical de las dinámicas sistémicas. Especialmente si tenemos en cuenta los escenarios de escasez de recursos con los que estamos coqueteando cada vez más; pues la caída de un escenario globalizado también dificulta la posibilidad de llevar a cabo una revolución global.

En tanto que anarquistas, no podemos dar por perdida la posibilidad de que todos los seres que habitan este planeta se emancipen de los explotadores que les someten.

Así pues, respondiendo a la pregunta que da título a esta breve reflexión, mi deseo con respecto a las narrativas colapsistas es que se conviertan en un motor de organización popular. Enfrentarnos a estos escenarios tan terribles sólo es posible si tomamos conciencia de clase y trabajamos en común para hacer frente a quienes nos condenan a una vida de miseria sin dejar a nadie atrás. Esto implica a mi parecer asumir la responsabilidad de trabajar desde nuestras organizaciones para que cada día una revolución global esté más cerca, queriendo decir esto muchas cosas.

Quiere decir tanto construir autonomía en el territorio como asociarnos a escalas mayores para tejer redes que abarquen lo máximo posible. Quiere decir conseguir autonomía de clase para fortalecer el poder popular y no andar dependiendo de que a Juan Roig o a Tomás Fuertes les dé por seguir abasteciendo supermercados o no. Quiere decir pelearnos con los algoritmos de las redes sociales para que nuestros mensajes lleguen más lejos al tiempo que fomentamos las alternativas éticas a estas terribles plataformas. Quiere decir desafiar a los poderes institucionales y desobedecer las normas que nos imponen en aras de crear una sociedad mejor. En definitiva, quiere decir hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que el colapso se convierta en el caldo de cultivo de un proceso revolucionario que por sí mismo no lo es. Nos estamos jugando no ya una mejoría en las condiciones materiales de la población, sino las condiciones de habitabilidad mínimas del planeta que nos acoge para la mera existencia de nuestra especie. El colapso debe convertirse en un impulso para que todas demos lo mejor de nosotras y estemos a la altura del reto y la responsabilidad que supone.

Me gustaría concluir haciendo hincapié en que, si bien no sabemos qué va a pasar ni cómo se desarrollarán los acontecimientos con exactitud, de lo que no tenemos duda es que nos dirigimos a unos escenarios donde las condiciones de vida serán necesariamente más duras que las de nuestros ancestros inmediatos. En ese contexto, nuestro deber como revolucionarias es hacer todo lo humanamente posible por reconducir la deriva totalitaria que los sistemas de representación parlamentaria están tomando, comprender la diversidad de tácticas y estrategias, asociarnos con quienes persiguen los mismos fines que nosotras y disfrutar del proceso por muy duro, cansado o frustrante que pueda ser. No dejemos que lo duro de las perspectivas o el dolor por el enorme sufrimiento que estos escenarios conllevan nos hundan, disfrutemos de lo bello que tenemos y luchemos para que todo el mundo lo pueda disfrutar durante mucho tiempo. En definitiva: seamos anarquistas.

Bilbo Bassaterra, militante de Futuro Vegetal

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