Entrevista a O.S.L. Cultura, historia y luchas brasileñas. Segunda parte.

Entrevista con la Organización Socialista Libertaria (OSL) de Brasil por Embat, Organització Llibertària de Catalunya

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“ESTAMOS CONTRIBUYENDO A CONSTRUIR UNA ALTERNATIVA SOCIALISTA Y LIBERTARIA PARA BRASIL”

PARTE 2: CULTURA, HISTORIA Y LUCHAS BRASILEÑAS

Entre las protestas de 2013 y el primer año de la vuelta del PT al gobierno, tras el golpe y Bolsonaro, mientras el CAC crecía hasta el colapso, ¿cómo valora estos últimos 10 años? ¿Qué cambio se ha producido en la política y la sociedad brasileña?

Los últimos 10 años han supuesto un gran cambio en términos de coyuntura política y social en Brasil. En términos generales, ha habido, por un lado, algunos intentos de avanzar hacia una izquierda más radicalizada, a la izquierda del Partido de los Trabajadores (PT), y también la pérdida de apoyo y la creciente moderación del PT y del petismo (fuerza política y social vinculada al PT). Por otro lado, ha habido una radicalización considerable de la derecha, formando una nueva extrema derecha: el Bolsonarismo (fuerza política y social vinculada a Jair Bolsonaro).

Este proceso comenzó con el agotamiento de los años de gobierno del PT (2003-2013), caracterizados por la conciliación de clases, cuando se hizo económica y socialmente imposible continuar lo que se llamó el “juego de todos ganan” (mantener los beneficios de los de arriba y proporcionar algunas mejoras a los de abajo). Este agotamiento tiene sus raíces en la economía internacional, cuando los efectos de la crisis de 2008 se extendieron por todo el mundo y el auge de las materias primas en Brasil comenzó a debilitarse. Y también en la forma en que el gobierno del PT trató estos efectos: políticas económicas, articulaciones políticas, prensa, etc.

Lo cierto es que el periodo comprendido entre 2013 y 2016 estuvo marcado por un gran descontento popular y, al mismo tiempo, por importantes movilizaciones populares. Hubo un número récord de huelgas, una mayor organización de la juventud, así como protestas callejeras, ocupaciones, etc. En muchos casos, esto significó un ascenso más radicalizado de las luchas, que se situó a la izquierda del PT y del petismo, y consiguió mantener cierta independencia de ellos.

La más importante de estas movilizaciones tuvo lugar en junio de 2013, cuando el Movimento Passe Livre (MPL) de São Paulo, de orientación ideológica autonomista/libertaria, organizó protestas contra el aumento de las tarifas de autobús, metro y tren. El movimiento se vio alimentado por un contexto creciente de luchas en torno al transporte, que se estaban promoviendo en otros lugares (especialmente en las ciudades de Porto Alegre, Goiânia, Natal y Río de Janeiro). Se generalizó y nacionalizó, adquirió un gran atractivo popular y, en diferentes circunstancias, adquirió un cierto radicalismo.

En diferentes regiones, estas manifestaciones empezaron a ser muy disputadas por fuerzas políticas a menudo opuestas. Ciertamente, había presencia de diversas fuerzas de izquierda, tanto moderadas como radicalizadas. Pero también había una presencia de la derecha, que salía a la calle (algo poco frecuente hasta entonces) y que se radicalizaba progresivamente. Crecía un cierto espíritu de antipolítica, que también se disputaban las fuerzas en juego a izquierda y derecha.

Esta lucha terminó victoriosamente y abrió la puerta a una nueva situación en el país. Por un lado, los años 2014 y 2016 fueron testigos de importantes procesos de lucha, como las manifestaciones contra la Copa del Mundo (2014), las ocupaciones de escuelas secundarias y universidades (2015-2016), así como innumerables huelgas y movilizaciones. Pero, por otro lado, este fue un período fundamental de estímulos para la derecha: el proceso golpista contra la presidenta Dilma Rousseff avanzó y se materializó; la Operación Autolavado, a través de un proceso de lawfare, estimuló este sentimiento antipolítico en una dirección anti-PT y antiizquierda; una política nacional más abierta y agresivamente neoliberal fue promovida por el gobierno de Michel Temer.

En el contexto de esta confrontación, la derecha se ha desplazado mayoritariamente hacia la extrema derecha, en un proceso de radicalización fascista que culminó con la elección de Bolsonaro en 2018. Por su lado, la izquierda ha visto debilitados sus proyectos más radicalizados y, hegemónicamente, ha respondido desplazándose hacia el centro, (re)agrupándose en torno al petismo y proponiendo vías de diálogo con el centro y el centro-derecha.

Durante los años del gobierno Bolsonaro (2019-2022), pasamos por la pandemia de COVID-19 con un gobierno negacionista, que se negó a comprar vacunas y acabó siendo responsable de una parte considerable de las 700.000 muertes que tuvimos en Brasil. Además, en términos económicos, este gobierno ha avanzado mucho en proyectos liberalizadores, que han provocado un aumento de la pobreza y un empeoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores. En términos políticos, ha fomentado el fortalecimiento de la presencia de los militares en la política y ha avanzado en proyectos autoritarios, coqueteando con golpes de Estado y medidas de excepción. En términos ideológicos y morales, con amplia ayuda de las iglesias evangélicas (principalmente neopentecostales), ha contribuido a normalizar los absurdos neofascistas en la sociedad brasileña.

La ajustadísima victoria de Lula en 2022, fruto de un frente amplio que unió desde la izquierda hasta la derecha moderada, no cambió mucho este panorama. Actualmente, el gobierno de Lula intenta sin éxito volver a las fórmulas conciliadoras de principios de la década de 2000. Se ve constantemente acorralado por la extrema derecha y la derecha tradicional (“centrão”), que es muy fuerte en la legislatura nacional. En términos sociales, la gran disputa es actualmente entre el bolsonarismo (extrema derecha) y el petismo (centro-izquierda, cada vez más en el centro). No hay perspectivas de cambios significativos en términos económicos, políticos o culturales.

¿Qué habéis aprendido de todo esto?

En los últimos 10 años, hablando más específicamente del anarquismo brasileño, ha habido momentos de flujo y reflujo. Hemos tenido alguna influencia en estos procesos de lucha (dependiendo de la región, mayor o menor), pero no hemos conseguido ser decisivos a nivel nacional. Mucho menos tener un impacto más significativo en la situación brasileña. Podemos señalar algunas lecciones que aprendimos durante este período.

En primer lugar, quedó claro que el descontento y la movilización popular no se desplazan necesariamente hacia la izquierda, y menos aún en un sentido revolucionario y libertario. En otras palabras, como también nos enseña la historia, en los procesos de radicalización de la lucha están en disputa todas las fuerzas, incluida la extrema derecha. Una vez más, está claro que no hay posibilidad de apostar por la espontaneidad. Las masas no saldrán a la calle y construirán automáticamente proyectos de izquierda, revolucionarios o libertarios, aunque sean incentivadas a hacerlo por colectivos con estas posiciones.

En segundo lugar, la izquierda radical y revolucionaria (entendiendo aquí el anarquismo como parte de ella) necesita tener condiciones reales no sólo para estimular las movilizaciones y revueltas populares, sino para darles una dirección precisa. Estas luchas necesitan ser construidas diariamente, y la producción de una cultura política libertaria parece ser fundamental para ello. En lo que se refiere al anarquismo, lo que ha ocurrido en Brasil también refuerza nuestra opinión de que para que esta construcción y dirección en sentido libertario, y para que los movimientos y movilizaciones que surgen constantemente puedan apuntar hacia un proyecto socialista y libertario de transformación, no hay forma de renunciar a la organización política.

Para nosotros, esto significa un partido/organización anarquista unitario y coherente, con capacidad de influir efectivamente en la realidad y de disputar concretamente la dirección de las luchas, movilizaciones y coyunturas de este tipo. Una organización política anarquista que sea capaz de perdurar en el tiempo, registrar y discutir sus logros, e incorporarlos a una práctica política coherente e influyente. Creemos que es esta organización la que puede dar las respuestas necesarias, no sólo a este tipo de situaciones, sino también para avanzar hacia transformaciones estructurales de la sociedad. Es el partido/organización anarquista -en la medida en que tenga una presencia influyente en los sectores más dinámicos de las clases oprimidas, así como un programa y una línea estratégico-táctica adecuados- el que tiene las condiciones para estimular y contribuir a la construcción de un proyecto de poder popular autogestionario.

En tercer lugar, han quedado claros los riesgos de que la izquierda brasileña siga restringida a los límites del PTismo. Durante décadas, el PT ha tenido una amplia hegemonía en la izquierda de nuestro país, tanto política como socialmente. Cuando observamos la trayectoria histórica del partido, vemos un movimiento progresivo hacia la burocratización, lejos de las bases y hacia el centro. El PT surgió en 1980 con una posición de izquierdas, vinculada sobre todo a la socialdemocracia clásica, aunque contaba con sectores más radicalizados y una base popular de masas considerable (sindicatos, movimientos sociales, etc.). Lo que ocurrió a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, y que se acentuó en la década de 2000, fue una escisión de los sectores más izquierdistas y un creciente movimiento hacia el centro. Este proceso implicó no sólo el alejamiento de las bases, sino un esfuerzo activo por socavar las viejas y nuevas iniciativas de articulación y movilización de estas bases en favor de un proyecto de poder burocrático y centralizado.

En cuarto lugar, la necesidad de trabajar en la construcción de una nueva izquierda radical, a la izquierda del petismo, y, como parte de ella, disputar su dirección en un sentido libertario. El año 2013 mostró una insatisfacción generalizada de la población con la situación en Brasil. Nótese que fue la extrema derecha la que dio una respuesta “antisistema”, “contra todo lo que hay” (frase muchas veces pronunciada por Bolsonaro), movilizando la noción fascista de “revolución por encargo”. En nuestra opinión, había (y sigue habiendo) espacio para que una izquierda radical conteste este descontento generalizado. Y no nos parece razonable combatir a la extrema derecha neofascista con moderación y conciliación de clases.

En quinto lugar, en este proceso hemos visto avances en el debate sobre raza, etnia, género y sexualidad, y lo consideramos muy positivo. Sin embargo, también hemos observado que, junto con este proceso, se ha producido un enorme crecimiento de la influencia posmoderna e identitaria en Brasil, tanto en la derecha como en la izquierda, algo que nos parece profundamente problemático.

En la izquierda (e incluso en el anarquismo), este identitarismo posmoderno -muy influido por el liberalismo en EEUU y Europa- ha promovido el individualismo, la fragmentación y la dispersión de las luchas (cada persona/sector lucha sólo por “su” causa); ha socavado los debates colectivos y ha desconectado las importantes agendas mencionadas (género, sexualidad, raza, etnia, etc.) de una base de clase y de una perspectiva de lucha clasista y revolucionaria. Esto ha llevado a la confusión sobre quiénes son aliados, aliados potenciales, adversarios y enemigos; a tratar a los que son diferentes como enemigos; y a tratar la diferencia de forma autoritaria.

Seamos claros sobre nuestra posición en este quinto punto. Nacionalidad, género-sexualidad, raza-etnia son cuestiones muy importantes. Lo que criticamos es la influencia posmoderna y liberal en su tratamiento, que creemos necesario combatir reforzando una perspectiva socialista, libertaria, clasista, internacionalista y revolucionaria. Es más, la realidad no puede entenderse de forma completamente subjetiva (como la noción de que no existe una realidad material y objetiva, sino sólo diferentes puntos de vista, experiencias y narrativas). Y las identidades no pueden desvincularse de la realidad material (estructural, coyuntural, etc.) en la que se producen.

En Europa llama la atención el auge de las iglesias evangelistas en Brasil, que silencian a las clases populares y las arrastran hacia posiciones profundamente reaccionarias. ¿Cómo afronta una organización revolucionaria esta situación?

Investigaciones recientes han demostrado que cada día se abren 17 iglesias evangélicas en Brasil. Ya hay más iglesias en el país que hospitales y escuelas juntos. Estas iglesias han ido ocupando espacios en zonas donde el Estado sólo llega con la represión, y también espacios que, hace décadas, contaban con la presencia de la izquierda y los movimientos populares. Hoy, cualquier fuerza política que trabaje en las periferias de las grandes ciudades tiene que lidiar con iglesias evangélicas, como en el caso de nuestro activismo comunitario.

Las expresiones de izquierdas de los evangélicos como la teología de la misión integral -que cumple un papel similar al de la teología de la liberación entre los católicos-, se han debilitado mucho. Las posturas moralmente conservadoras y económicamente liberales son cada vez más frecuentes entre este público.

En cuestiones morales y éticas, los evangélicos tienden a ser conservadores o incluso reaccionarios, por ejemplo, oponiéndose frontalmente al derecho al aborto. En cuestiones económicas, dado el llamado neopentecostalismo evangélico, vinculado a la llamada “teología de la prosperidad” (el sector de mayor crecimiento entre los evangélicos), existe un fuerte adoctrinamiento neoliberal. Esto se debe a que hay valores que han sido propagados por estas iglesias que refuerzan esta cosmovisión, como, por ejemplo, el estímulo a enriquecerse en la vida y la defensa del emprendimiento individual como camino de salvación.

Sin embargo, estas posiciones no son completamente hegemónicas. Todavía hay sectores que apoyan políticas de ayuda social y agendas económicas más vinculadas a la socialdemocracia; por ejemplo, votaron a Lula en las últimas elecciones. Sin embargo, con el fortalecimiento de la extrema derecha en Brasil, las iglesias evangélicas se han ido desplazando progresivamente hacia la derecha y han constituido, aunque sin gran homogeneidad, un destacado pilar de apoyo a Bolsonaro. El gobierno del PT creyó que sería posible atraer a este sector ofreciéndole beneficios y apoyo político, pero ha quedado cada vez más claro que no es una salida posible. Tarde o temprano, la mayor parte de este sector tendrá que ser tratado con dureza.

Obviamente, entre los obispos y pastores de las grandes iglesias evangélicas hay innumerables “mercaderes de la fe” que aprovechan este crecimiento para explotar a los fieles, enriquecerse personalmente y expandir su poder económico y político. Lo que también llama la atención de este crecimiento de los evangélicos es el papel que vienen cumpliendo las iglesias, sobre todo en las zonas urbanas periféricas: dar respuesta a ciertas necesidades que el capitalismo contemporáneo ha producido y que giran en torno al trabajo, la hospitalidad, la sociabilidad, la superación de las dificultades cotidianas, etc. Por ejemplo, cuando estos evangélicos explican por qué van a la iglesia, hablan de cuestiones como: conseguir trabajo, acceder a personas que les escuchen, hacer amigos, disponer de espacios de ocio (educación, deporte, etc.) para la familia, construir la esperanza en un mañana mejor, fortalecer las redes de apoyo mutuo (escucha, préstamo de dinero, drogadicción, etc.), establecer normas de vida (bebida, trabajo, delincuencia, etc.).

Un socialdemócrata podría decir que esas son funciones que debería desempeñar el Estado, y en la medida en que el Estado sólo accede a esas regiones para reprimir, las iglesias evangélicas han ocupado ese espacio. Pero mirando la historia y la sociedad brasileñas, hay otra respuesta posible. Ha habido diferentes momentos en nuestra historia en que los movimientos populares han respondido a estas necesidades, como en el caso del sindicalismo revolucionario a principios del siglo XX o de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), vinculadas a la teología de la liberación, en las décadas de 1970 y 1980. En este último caso, es interesante observar que la mencionada burocratización del PT hizo que los espacios abandonados en las periferias fueran ocupados por iglesias evangélicas y otras instituciones.

Observa cómo estas mismas necesidades pueden tener respuestas contradictorias. Hoy en día, un trabajador que acude a una iglesia evangélica para aliviar su sufrimiento cotidiano y alimentar una esperanza de mejora se verá animado a pensar que pronto podrá hacerse rico como el creyente que tiene al lado. A principios de siglo, un trabajador que buscara iniciativas sindicales revolucionarias para ello se vería animado a construir esta subjetividad en torno a la posibilidad de una revolución social y del socialismo. Esto se aplica a todas las cuestiones.

Decimos esto porque nos parece fundamental entender por qué crecen estas iglesias y encontrar alternativas capaces de responder a estas necesidades, pero con un contenido profundamente diferente. En otras palabras, necesitamos tener la capacidad de construir una cultura política de clase, a través de movimientos populares, que reconstruya el tejido social en estas periferias a través de la solidaridad, y que le dé a este proceso un contenido clasista y transformador. Este debe ser un aspecto central de un proyecto de poder popular. Dicha cuestión no se resolverá simplemente criticando a las iglesias evangélicas, porque es esencial responder a las necesidades del capitalismo contemporáneo. Este es uno de los grandes desafíos de nuestro proyecto comunitario para las periferias urbanas.

¿Puede darnos una visión histórica y contemporánea del sindicalismo en Brasil? ¿Está el movimiento controlado por corrientes post-estalinistas y trotskistas?

Para entender el movimiento sindical brasileño, es importante revisar los orígenes del sindicalismo en Brasil, que comenzaron a principios del siglo XX. En aquella época, los anarquistas desempeñaron un papel destacado a través del sindicalismo revolucionario, que garantizaba la independencia de clase y la autonomía organizativa de los trabajadores.

A lo largo de la década de 1930, bajo Getúlio Vargas, hubo un proceso de vinculación de los sindicatos al Estado. En resumen, lo que ocurrió fue lo siguiente. Por un lado, tras fuertes presiones, el gobierno cedió a ciertas reivindicaciones históricas de la clase obrera brasileña en materia de derechos laborales (entre otras: salario mínimo, jornada de ocho horas, vacaciones pagadas, descanso semanal). Pero declaró públicamente que se trataba de una iniciativa del propio gobierno. Por otro lado, implantó una estructura sindical (unicidad sindical, impuesto sindical obligatorio e investidura), que convirtió a los sindicatos en organizaciones estatales que podían ser controladas por el Estado. En otras palabras, el gobierno de Vargas limitó enormemente las posibilidades sindicales.

Otros factores -como la línea internacional estalinista del Partido Comunista, que promovía un sindicalismo reformista basado en la conciliación de clases- contribuyeron a establecer un consenso en el país de que el sindicato, en términos organizativos, era una estructura ligada al Estado y sólo servía para tratar agendas económicas, a través de la negociación dirigida a la conciliación entre capital y trabajo. Esta estructura sindical, heredada de la década de 1930, sigue guiando en gran medida la forma en que los sindicatos se organizan aún hoy en Brasil.

Actualmente, a grandes rasgos, existen dos grandes sectores del movimiento obrero en el país. Uno que defiende que el sindicato está ligado al Estado y que su función es conciliar (a menudo incluso defender) las reivindicaciones de empresarios y trabajadores. Y otro, que defiende la independencia de clase y que el sindicato es un instrumento de los trabajadores para exponer y fomentar el conflicto de clases. Evidentemente, dentro de estos dos grandes sectores, hay diferentes posiciones, que van desde las centrales sindicales que defienden las políticas neoliberales hasta las que defienden la revolución socialista.

Para entender las principales corrientes del movimiento sindical actual, es esencial comprender la cuestión de la unicidad sindical, establecida en los años treinta. La unicidad sindical establece que cada categoría tiene (y puede tener) un solo sindicato, autorizado por el Estado para representar a los trabajadores de esa categoría. No es como en España, donde cualquier trabajador puede elegir el sindicato o la central sindical que le represente. En Brasil, los trabajadores están obligados a afiliarse al único sindicato autorizado para representar a su categoría. Esto lleva a una disputa, sindicato por sindicato y en cada categoría, y sólo después las direcciones elegidas aprueban a qué central sindical se afiliará el sindicato.

Por poner un ejemplo práctico, un profesor de una escuela pública no puede elegir afiliarse a la central CSP-Conlutas (que defiende la independencia de clase), como un profesor español puede elegir afiliarse a la CGT o a Solidaridad Obrera. En Brasil -si es de São Paulo, por ejemplo- sólo puede afiliarse a APEOESP, que es el sindicato de profesores del estado de São Paulo. A partir de ahí, ese profesor puede disputar el día a día del sindicato para que asuman determinados cargos y se afilien a una central sindical. En el caso de la APEOESP, el mayor sindicato de América Latina, está afiliado a la Central Única dos Trabalhadores (CUT), dirigida en su mayoría por una corriente interna del PT.

Esto deja a los sindicalistas brasileños sólo dos opciones. Una es participar en los sindicatos únicos e invertir en disputas internas. La otra es invertir en la creación de una estructura sindical paralela. Ha habido y hay algunas iniciativas en esta segunda dirección, pero están resultando profundamente limitadas en cuanto al número de trabajadores implicados y, sobre todo, a su capacidad de reivindicación en el lugar de trabajo. En nuestro análisis, la opción de crear un sindicato paralelo, al menos en este momento histórico, nos alejaría de la base real de los trabajadores y sólo aglutinaría a unas decenas de trabajadores con criterios demasiado ideológicos, en la medida en que los sindicatos no tendrían capacidad para enfrentarse a la realidad concreta de los trabajadores de a pie.

Por ejemplo, en este contexto de flujo y reflujo del movimiento sindical, es poco probable que un trabajador clandestino se afilie a un sindicato paralelo que es incapaz de negociar salarios, condiciones de trabajo, etc. y que no le da respaldo político y jurídico contra el despido. Esto es aún peor cuando hablamos de trabajadores precarios, cuya menor estabilidad hace que, aunque quieran, tengan enormes dificultades para afiliarse a un sindicato paralelo. Por ejemplo, un trabajador de limpieza subcontratado, después de una larga jornada laboral, a menudo marcada por la represión patronal, si se ausenta del trabajo por una actividad de este sindicato paralelo, podría perder su cesta básica de alimentos o un día de trabajo, ser trasladado a lugares más insalubres o incluso ser despedido.

Hoy, el campo que defiende la independencia de clase (trotskistas, algunos sectores anarquistas, marxistas autonomistas, etc.) es muy minoritario. Las mayores centrales sindicales brasileñas son la CUT -de línea socialdemócrata/social-liberal y dirigida mayoritariamente por el PT- y la Força Sindical -controlada por sectores de la derecha y la burocracia sindical patronal. Centrales intermedias son la Unión General de Trabajadores (UGT) -que defiende políticas neoliberales- y la Central de Trabajadores de Brasil (CTB) -controlada principalmente por el Partido Comunista de Brasil (PcdoB), una escisión del Partido Comunista Brasileño (PCB) y que sigue la línea del PC albanés-. También hay otras organizaciones más pequeñas. Entre ellas, la única central sindical que defiende la independencia de clase, y que está dirigida mayoritariamente por trotskistas, es la Central Sindical e Popular Conlutas (CSP-Conlutas). Otra organización en esta línea, que no es una central y tiene muchos menos sindicatos/miembros, es la “Red” Intersindical (Instrumento de Luta…).

En general, los post-estalinistas tienen poca participación en el movimiento sindical brasileño. Debido a su flexibilidad ética y estratégica, tienden a estar cerca de las categorías de forma más pragmática, a menudo uniéndose a la CUT, pero sin casi ninguna fuerza social capaz de influir en las políticas de la central, y mucho menos en el conjunto del movimiento sindical brasileño.

¿Qué opina del anarcosindicalismo y/o del sindicalismo revolucionario? ¿Podría estar abriéndose paso una corriente autónoma en el sindicalismo?

En este complejo marco sindical, nuestra apuesta, tratando de adaptar elementos del sindicalismo revolucionario, ha sido construir las luchas en estos sindicatos existentes y luchar dentro de ellos. En todos los sindicatos en los que hemos estado, hemos tratado de convencer a los trabajadores de que el modelo de sindicalismo basado en la independencia y el conflicto de clases es el que conduce a victorias concretas, y el que permite acumular la fuerza social para romper después con el sindicalismo estatal e impulsar transformaciones de mayor calado.

Entendemos que es necesario crear una estructura real, con una base fuerte que pueda responder a la situación, apoyar a los trabajadores afiliados contra la patronal y disputar la hegemonía con las centrales y tendencias que defienden la burocracia sindical. Por supuesto, esto no depende sólo de nuestra voluntad, no sucede de la noche a la mañana, y sólo es posible con una planificación estratégica a medio y largo plazo, que pueda establecer paso a paso las tareas necesarias.

Cuando examinamos la historia del anarquismo, del anarcosindicalismo y del sindicalismo revolucionario, encontramos muchas referencias a lo que estamos haciendo. Sabemos que, según los países y las regiones, la distinción entre anarcosindicalismo y sindicalismo revolucionario cambia mucho y es objeto de controversia.

Para nosotros, en términos de estrategia de masas, cuando damos preferencia al sindicalismo revolucionario sobre el anarcosindicalismo es porque, por ejemplo, entendemos que el modelo sindicalista revolucionario de la Confederación Obrera Brasileña (COB), fundada en 1908 -basado en la propuesta de un sindicalismo que englobaba a todos los trabajadores dispuestos a luchar, sin una vinculación explícita y programática a una ideología o doctrina-, es más interesante que el modelo anarcosindicalista de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), a partir de 1905 -basado en la propuesta de un sindicalismo vinculado ideológica y programáticamente al anarquismo-. Para nosotros, el anarquismo debe estar dentro del movimiento sindical y no al revés.

El sindicalismo revolucionario que defendemos queda claro con la línea de masas que explicábamos antes. No queremos sindicatos o movimientos anarquistas, sino sindicatos de trabajadores que puedan tener una referencia influyente en el anarquismo, a partir de determinadas prácticas que sean capaces de apuntar hacia la transformación social en la línea que apoyamos. Sin embargo, sabemos que hay un largo camino por recorrer antes de que esta estrategia tenga las condiciones concretas para ser implementada a gran escala en Brasil. Pero en la medida en que creemos que los medios deben ser coherentes con los fines, y conducir a ellos, ya estamos buscando construir esta perspectiva estratégica en los sindicatos donde tenemos presencia.

¿Puede hablarnos un poco de la situación del campo en Brasil?

En primer lugar, es importante mencionar la importancia que la cuestión de la concentración de la tierra tiene en la formación social de Brasil, tanto en el campo como en la ciudad. Actualmente, Brasil tiene 453 millones de hectáreas bajo uso privado, lo que corresponde al 53% del territorio nacional. Desde el período colonial, las clases dominantes del país han intentado crear las condiciones para mantener la propiedad privada en esta concentración de tierras.

En 1850, cuando el movimiento abolicionista cobraba fuerza y antes de la Ley de Abolición de la Esclavitud, se estableció la Ley de Tierras para regular la propiedad privada en el país. Entre otras cosas, esto impidió que la población negra poseyera tierras para vivir y trabajar, y contribuyó a la exclusión social de esta población. En otras palabras, parte de las desigualdades sociales, las relaciones de dominación y el racismo estructural en Brasil están relacionados con el proceso histórico de concentración de la tierra en el país.

Por eso, históricamente ha habido diversos procesos de revuelta y movilización en el campo brasileño, al igual que hoy existen diferentes movimientos rurales, desde los más organizados a nivel nacional hasta grupos locales más pequeños. A lo largo de la historia del país, la población rural ha sido sistemáticamente expulsada a las grandes ciudades debido a la concentración de la tierra, el acaparamiento de tierras, la violencia y la falta de políticas que garanticen que los pequeños agricultores y los trabajadores rurales puedan seguir viviendo allí. Esto ha llevado a una concentración cada vez mayor de la población en las grandes ciudades.

En gran medida, este contexto histórico también explica por qué Brasil sigue siendo un país agrario exportador de granos, carne, minerales y otros productos primarios. Brasil tiene el 45% de su área productiva concentrada en propiedades de más de mil hectáreas, apenas el 0,9% de todas las propiedades rurales. Y gran parte de la producción brasileña de commodities agrícolas está vinculada a conglomerados con estructura verticalizada, que controlan todo el proceso, desde la siembra hasta la comercialización. Son empresas que explotan el mercado de tierras tanto para la producción de commodities como para la especulación financiera. A pesar de ello, más del 70% de los alimentos consumidos por la población brasileña son producidos por la agricultura familiar y los pequeños agricultores, pero ocupan la menor cantidad de tierra cultivable del país.

Este modelo se ha profundizado y avanzado bajo gobiernos neoliberales y de extrema derecha como Temer y Bolsonaro, pero también ha continuado bajo Lula y Dilma. El lobby del agronegocio en Brasil está institucionalizado y es fuerte; opera en el Congreso a través del Frente Parlamentario Agropecuario (FPA, formalizado con este nombre en 2008). Más recientemente, los ruralistas se han organizado en el movimiento Invasão Zero (Invasión Cero), una especie de iniciativa paramilitar que cuenta con el apoyo de sectores de seguridad pública, reprimiendo ocupaciones de tierras y retomando territorios de comunidades indígenas, principalmente en los estados de Pará y Bahía. Los conflictos y asesinatos en el campo y la selva continúan bajo el gobierno de Lula, especialmente en las zonas de avance de la frontera agrícola, en el norte y nordeste del país.

En 2021, el gobierno de Bolsonaro creó el programa Titula Brasil, con el objetivo de privatizar los asentamientos y acabar con las políticas de Reforma Agraria. Y también para promover el desmantelamiento del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA), estimular el aumento de la violencia en el campo y la destrucción del medio ambiente. Aunque abarca todo el país, Titula Brasil fue diseñado específicamente con el objetivo de acelerar el proceso de regularización de propiedades en la Amazonia Legal, el principal foco de la política expansiva de tierras defendida por Bolsonaro.

Además de estimular el avance de la frontera agrícola, especialmente en el norte y nordeste, esta política también sirvió a los intereses del sector de la ganadería industrial, parte de la base de Bolsonaro y el sector más atrasado del agronegocio. También está el sector del agronegocio de grandes haciendas mecanizadas y tecnificadas, de monocultivos de granos vendidos como commodities agrícolas para ser convertidos en alimento para ganado en países como China.

Por otro lado, el Plan Safra 2023 del gobierno de Lula (un programa de incentivos para el sector agrícola) destinaba sólo el 20% del presupuesto total a la agricultura familiar, mientras que la mayor parte de los fondos federales siguen financiando el agronegocio y a los terratenientes, que siguen gozando de exenciones fiscales. La liberación de agroquímicos, muchos de ellos prohibidos en Europa, también continúa bajo el gobierno de Lula. El número total de registros de pesticidas en 2023 fue de 555, inferior al total registrado en 2022 (652) y 2021 (562), pero todavía al mismo nivel que en los gobiernos de Temer y Bolsonaro.

¿Cuál es la situación del movimiento de los campesinos sin tierra en este momento?

En primer lugar, es importante caracterizar a dos de los mayores movimientos rurales de Brasil, el Movimiento de los Sin Tierra (MST) y el Movimiento de Pequeños Agricultores (MPA). Debido a su tamaño, acaban dominando esta cuestión en el país, por lo que hoy no podemos entender el movimiento campesino sin hablar de ellos.

El MST se fundó en 1984 y el MPA en 1996. Ambos conforman el llamado “proyecto democrático popular”, según la terminología de los años ochenta y noventa. Este proyecto dirige ahora principalmente otras grandes organizaciones, como la Central Única dos Trabalhadores (CUT), en el sector sindical, y la União Nacional dos Estudantes (UNE), en el sector estudiantil. Y el PT es su gran representante político e institucional. Es decir, es un campo que forma parte directamente del PTismo o tiene mucha influencia sobre él.

Es importante recordar que el MST y el MPA también son miembros de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y de Vía Campesina, junto con el Movimiento de Afectados por Represas (MAB), el Movimiento de Mujeres Campesinas (MMC), el Movimiento de Pescadores y Pescadoras (MPP), la Pastoral Juvenil Rural (PJR), Coordinadora Nacional de Comunidades Quilombolas (CONAQ), Movimiento por la Soberanía Popular Minera (MAM), Federación de Estudiantes de Agronomía de Brasil (FEAB), Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), Asociación de Estudiantes de Ingeniería Forestal (ABEEF) y Consejo Indigenista Misionero (CIMI).

El principal programa del MST es la Reforma Agraria Popular, basada en la brutal concentración de la tierra en Brasil. En este sentido, ha elaborado un programa que aborda tanto cuestiones agrarias (democratización del acceso a la tierra para quienes viven y trabajan en ella) como cuestiones agrícolas (condiciones, técnicas y formas de producir en una matriz agroecológica). Actualmente, esto involucra diversos temas y agendas como género, educación rural, salud, cuestiones LGBT, capacitación, producción, comercialización, vivienda y cultura, entre otros.

El MPA surgió en los años 90 porque se dio cuenta de que el sindicalismo rural era insuficiente para satisfacer las demandas de supervivencia de los pequeños agricultores de entonces. Defiende y apoya la reforma agraria, pero organiza a las familias campesinas y a los pequeños agricultores que ya tienen sus propias tierras. Y lo hacen entendiendo que son necesarias políticas que garanticen la permanencia de estas familias en el campo y que la gente no tenga que abandonar sus tierras para intentar sobrevivir en las grandes ciudades. Es decir, políticas de vivienda, apoyo a la producción, créditos, comercialización, cultura, ocio, salud, infraestructura y educación rural, entre otras. El Plan Campesino es el programa que sistematiza las principales propuestas del movimiento para estas cuestiones.

Hablando de la lucha actual en este sector, al inicio del actual gobierno de Lula hubo ocupaciones en más de 10 ciudades, lideradas por otro movimiento, el Frente Nacional de Lucha por el Campo y la Ciudad (FLN) en el sureste y sur del país. El FLN fue fundado en 2014 y una de sus principales figuras es un antiguo militante del MST, Zé Rainha. Durante este periodo, el MST también ocupó temporalmente Incra, en el sur de Bahía. A pesar de este inicio de año, recordemos que los movimientos vinculados a Vía Campesina y al campo democrático popular optaron por una línea de retroceso desde el primer gobierno del PT (2003 en adelante), y no apuntan a ningún cambio significativo, especialmente en el nuevo gobierno de Lula.

Por ejemplo, durante el primer gobierno del PT (2003-2006), el MST adoptó la línea de no seguir adelante con las ocupaciones de tierras, sino de cualificar los asentamientos que ya existían. Apoyó la liberación de políticas de crédito y desarrollo para la producción que ayudaran a estructurar cooperativas de transformación y comercialización en los estados, como cooperativas de crédito, lácteas, de arroz y de derivados de la leche. Si bien, por un lado, la organización de herramientas económicas es importante como forma de agregar valor a la producción y generar ingresos para las familias asentadas, capacitar en metodologías cooperativas y de trabajo colectivo, desarrollar conocimientos y tecnología, y organizar el territorio, por otro lado, puede generar mucha dependencia de las políticas públicas, los créditos y los programas gubernamentales. Esto contribuye a una línea de pensamiento que busca negociar primero y evitar presionar al gobierno y que, con el tiempo, construye una cultura política de adaptación al sistema en detrimento de una política combativa.

Lo cierto es que poco cambió la reforma agraria y la política de agricultura familiar en los primeros gobiernos de Lula y Dilma (2003-2016). Y empeoró aún más bajo los gobiernos de Temer y Bolsonaro. A pesar de ello, los movimientos del campo democrático popular se han limitado a manifestaciones ocasionales y ocupaciones efímeras de carácter más político. Esto se debe, o bien a que han perdido la capacidad de movilizar a sus bases, o bien a que han preferido dejar que el gobierno de Bolsonaro se desgaste, apostando por un cambio de situación vía elecciones en lugar de a través de la presión social de las luchas y las calles.

Mientras tanto, el MST y el MPA han avanzado en diferentes formas de diálogo y propaganda con la sociedad. Esto incluye agendas de género y LGBT, campañas de donación de alimentos para comunidades y favelas (especialmente durante la pandemia). Y más allá: formación de agentes populares de salud, ferias estatales y nacionales de reforma agraria, producción de arroz orgánico. Ejemplos de ello son espacios como Armazéns do Campo (MST) y Raízes do Brasil (MPA) en las grandes capitales, donde se vende la producción agroindustrializada de las cooperativas y se realizan actividades políticas y culturales. Fueron avances, aunque gran parte de este diálogo se mantuvo principalmente con las clases medias urbanas. Algo que acabó dando al movimiento un rostro más apetecible y saneado, y borrando la vieja imagen de los campesinos con sus guadañas en grandes marchas y ocupaciones.

En las elecciones presidenciales de 2022, el MST y otros movimientos, como los indígenas, también respaldaron a sus propios candidatos a representantes estatales. Otros, como los trabajadores del petróleo, apoyaron a candidatos de sectores vecinos. Esto se hizo en un intento de hacer avanzar ciertas políticas y agendas a nivel institucional, pero terminó contribuyendo aún más al distanciamiento de estos movimientos de las políticas de acción directa. Al mismo tiempo que demanda una parte importante de las energías de los movimientos, también está relacionado con el hecho de que, incluso con un gobierno del PT y del mismo campo político, la agenda de la reforma agraria sigue sin avanzar. Así como no hubo avances significativos en las políticas de reforma agraria y agricultura familiar en los primeros gobiernos de Lula y Dilma. Actualmente hay cerca de 90.000 familias que siguen acampadas en Brasil, esperando avances en la reforma agraria.

Nuestra perspectiva es que, dado el estancamiento en la respuesta del gobierno a las cuestiones rurales, se reanudarán las ocupaciones de tierras y las movilizaciones de masas a diferentes niveles. Porque, así como el gobierno de Lula cede cada vez más al llamado “centrão” (la derecha tradicional del Congreso), la extrema derecha de Bolsonaro también sigue movilizándose. Mientras tanto, una serie de derechos sociales están amenazados o necesitan avanzar urgentemente. Y esto sólo puede lograrse con la presión popular.

Los procesos de movilización para presionar al gobierno por agendas sociales, así como los procesos de ocupación de organismos públicos y de ocupación de tierras y viviendas, también son tácticas importantes por su carácter formativo y porque ayudan a renovar la militancia. El repliegue es perjudicial para los movimientos sociales porque conduce a una desmovilización cada vez mayor de sus bases y a una menor capacidad de producir fuerza social. En consecuencia, tienen menos influencia en la sociedad y menos referencia en el campo de la izquierda, como el MST y otros movimientos hicieron de forma significativa hasta finales de los años noventa.

Embat Organització Llibertària de Catalunya.

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