El cine español y el progresismo: una de cal, ¿y otra de arena?

Por reglib
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Este pasado fin de semana Granada acogió por primera vez los Premios Goya. Durante la 39ª edición de la gala pudimos escuchar a los hermanos Morente cantar el elogiado «Anda jaleo» lorquiano desde La Alhambra, un lugar idílico para una canción de hondo arraigo popular en una de las cunas del flamenco. Los galardones del cine español estuvieron revestidos, como siempre, de un halo de progresismo político, que al rascar ligeramente su envoltura queda en un show descafeinado y elitista. 

Unos premios en los que se habló de educación pública, del genocidio al pueblo palestino, de la lucha por la vivienda digna; y que después tuvo como patrocinador televisivo a «Airbnb», una de las principales culpables de la turistificación, de entre otros tantos, el histórico barrio del Albayzín, situado frente a La Alhambra. Y es que sobre esa alfombra roja hay poco de rojo, más allá de erigirse como un altavoz de causas sociales del quiero y no puedo. Este año las principales favoritas, y que acabaron compartiendo galardón a Mejor Película por primera vez en la historia de estos premios, fueron «El 47» y «La Infiltrada». Películas con un cariz bien diferente y que reflejan la intención del cine español: café descafeinado para todo el mundo.  

La película de «El 47» es una producción catalana del director Marcel Barrena, un drama histórico protagonizado por el actor Eduard Fernández y la actriz Clara Segura. La temática escogida acercó a más de uno a sus raíces, ya que como aseveró Clara Segura al recibir el Goya a Mejor Actriz de Reparto: “Todos fuimos extranjeros en algún momento. La tierra no nos pertenece y solo nos acompaña un rato mientras vivimos”. Más allá de la fantástica elección del tema, la migración extremeña y andaluza a Torre Baró, la película demuestra que es evidente que no existen actos de disidencia pacífica, todo enfrentamiento a una autoridad estructural implica una buena dosis de conflicto, enfrentarse física y psicológicamente a quienes nos vulnerabilizan y explotan. Pero sobre todo, no existen actos de disidencia individuales, las luchas sociales no tienen «elegidos» mesiánicos, pueden tener caras visibles, personas que dan callo públicamente, pero detrás de cada una de ellos está la fuerza social de lo común. 

La historia que cuenta «El 47» refleja ambas cuestiones narrándonos unos sucesos donde el protagonista fue el movimiento vecinal del barrio de Torre Baró en la ciudad de Barcelona en 1978. Pero esa historia no comienza ese año y no es solo la historia de Manolo Vital, conductor de autobuses extremeño emigrado a Catalunya veinte años atrás. Es la historia de un barrio popular de Barcelona construido a pulso por sus habitantes, pero no romanticemos tampoco, fue edificado sobre las brechas de la miseria y de la represión franquista. Cuando los suburbios urbanos sumaban manos cada noche para construir la casa por el tejado sobre empinadas pendientes de tierra. 

La película se inserta en el cine social español que quiere contrarrestar la ola reaccionaria que vivimos actualmente, aunque como film de la industria del cine, realiza una maniobra de borrado pertinente de cuestiones que deben visibilizarse. Y es que la figura de Manolo Vital, no actuaba por cuenta propia; era militante del PSUC y de CC.OO. en los años 70. Independientemente de la opinión que podamos tener como anarquistas, lo que es verdad es que las luchas sociales las abordan militantes organizados. De hecho, el relato obvia que el día antes de secuestrar el autobús, se reunió con otros militantes para estudiar la acción. No fue un gesto individual, sino parte de una lucha colectiva. La película, además, hace un guiño al neorreformismo de forma completamente innecesaria y fuera de toda realidad, y es que sitúa a un joven Pasqual Maragall en aquel autobús en 1978, introduciendo un elemento más al gusto del relato, alejado de una realidad más fidedigna de lo que es una lucha social. 

Esa lucha vecinal para llevar el autobús hasta su barrio, para conectar a sus vecinas con la realidad de Barcelona, también tiene su contraparte desde la perspectiva revolucionaria. Y es que muchas de esas personas, en los años 70, veían ya más cerca el horizonte de la vida que prometía el neoliberalismo en ciernes que una revolución social como se soñaba a lo grande unas décadas más atrás. De por medio, una dictadura implacable y genocida había robado ese horizonte exterminando cualquier atisbo de organización que emancipase a la clase explotada. 

Las historias de supervivencia y de construcción del común son emotivas, no podemos negarlo, la increíble interpretación de Zoe Bonafonte, la hija de Vital en la película, cantando «Gallo rojo, gallo negro» de Chicho Sánchez Ferlosio hizo brotar regueros de lágrimas por las salas de cine. Escenas así consiguen provocar una emotividad absoluta a aquellos que portamos ideas de justicia social y de organización política. Nos conectan con un pasado de luchas de clase contra la dictadura y contra su hija predilecta, la democracia burguesa. Es imposible no emocionarse en varios momentos del metraje con la resistencia de las vecinas de Torre Baró.

Compartiendo premio a Mejor Película tenemos «La Infiltrada», un film dirigido por Arantxa Echevarría y Amélia Mora, esta segunda ya experta en pseudodramas policíacos que luchan contra el terrorismo, como la serie «La Unidad». El relato recoge la historia real de Aránzazu Berradre, un apodo utilizado por la policía nacional Elena Tejada, infiltrada en ETA durante ocho años. Fue reclutada por el comisario Fernando Sainz Merino, alias El Inhumano, cuando recién se licenciaba como policía en la Academia de Ávila, y enviada como agente infiltrada con apenas 20 años de edad, acabó conviviendo en un piso con militantes vascos de ETA durante dos años. Durante su infiltración mantuvo una vida paralela integrándose, a raíz del contacto inicial en el Movimiento de Objeción de Conciencia de Logroño, y posteriormente en las bases sociales de la izquierda abertzale. Seguramente este relato nos resulte muy familiar tras haber visto el reportaje documental «Infiltrats», emitido en TV3 y realizado por La Directa. En una hora de duración nos narra los casos de infiltración policial en los movimientos sociales en esta última década. Casos de tortura legal auspiciada por el estado y legitimada por buena parte de la sociedad.

«La Infiltrada», con su producción, publicidad y galardón compartido, está normalizando entre la sociedad que las infiltraciones policiales son válidas y legítimas. Retrata a cualquier enemigo del régimen político como un monstruo sin rostro humano al que se le puede torturar, violentar y eliminar bajo cualquier premisa, incluso en una democracia burguesa con supuestas normas de derecho legal. Las directoras se meten en el oscuro túnel del discurso de la extrema derecha para airearlo a los cuatro vientos, se legitiman las cloacas del estado español, y se entierra cualquier disidencia con el discurso oficial. Incluso una de sus productoras, en la gala de los Premios Goya reivindicaba la memoria histórica para las víctimas de ETA, olvidando a su vez la memoria de cientos de personas asesinadas por el estado español desde la transición. Poco más se pueda esperar que en un par de décadas produzcan una película dedicada a los policías infiltrados en nuestros tiempos en los movimientos políticos; la normalización de esta violencia estatal merece una respuesta, porque la infiltración también es tortura. 

El cine español demuestra una vez más tibieza con tintes progresistas. El cine español, un quiero y no puedo.

Angel Malatesta, militante de Liza y Andrés Cabrera, militante de Impulso

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