A modo de introducción.
Excede los propósitos y las capacidades de este texto considerar todas las variantes necesarias para la comprensión meticulosa del Islam. No obstante y no tanto a modo de introducción como de justificación sirvan las siguientes matizaciones para trazar un contexto. Debe entenderse el islamismo como una religión fundamentalmente colectiva: el poder de hermanamiento que se desarrollo bajo el llamado de Alá –y tal vez por causa suya– tiene múltiples manifestaciones que sería imposible tratar aquí. Desde el primitivo despertar a la fé verdadera por medio de las palabras de Mahoma hasta la actualidad, pasando por la histórica sociedad de los Hermanos Musulmanes, se han construido bajo el auspicio del Islam escuelas, hospitales y talleres de todo tipo, regidos desde la base y de forma estricta por las directrices divinas pero, sobre todo, movidos por una necesidad y una complicidad humanas. Seguimos viendo esta actitud cohesiva en los últimos levantamientos del pueblo árabe contra los regímenes totalitarios laicos del norte del continente africano. Cabe hablar, pues, de una confesión profundamente volcada en sus fieles con un propósito regenerador de la identidad propia de la Umma, la comunidad global de los creyentes en Alá. Es también prioritaria la legitimación de la defensa de esta idiosincrasia del pueblo árabe, que pasa irremediablemente por la reivindicación del islamismo – que, aparejado a los mandatos netamente espirituales, lleva consigo una rica tradición sociocultural digna de ser conservada frente a las injerencias occidentales, durante y después del período colonial–, sentido como algo propio y personal de cada creyente. Esta defensa del islamismo entendido como elemento imprescindible para la configuración autónoma y propia de la comunidad se realiza mediante la Yihad: lo que se ha dado en llamar Guerra Santa. Santa y también justa: la creencia acerca de la identidad absoluta entre islamismo y terrorismo que desde el 11S infecta las conciencia occidental no es sino un burdo reduccionismo ignorante que se niega a conceder plena libertad – religiosa y política– a ese Otro que es musulmán. Es bien cierto que facciones fundamentalistas y violentas han irrumpido en el panorama internacional de forma tajante; y que lo han hecho con el Islam por bandera. Sin embargo suponen tan sólo una pequeña fracción de ese pueblo islamista y son, la mayoría de las veces, abiertamente rechazas por este.
Al Qaeda es, probablemente, uno de los fenómenos más apasionantes y de mayor interés de la historia de nuestros días debido a su virulencia, a la fuerte jerarquización de sus estructuras y a la figura de bin Laden, carismático personaje en torno al cual ha girado el grupo armado y que ha aglutinado una parte muy importante de la preocupación ciudadana a lo ancho del globo. Sin embargo no basta el mero conocimiento táctico de las células aisladas y los diferentes operativos para comprender el denso entramado ideológico que, entre otros muchos de índole constructiva y pacífica, ha dado como resultado los atentados en Nueva York, Madrid o Londres.
Ante todo, la Yihad no debe considerarse mero sectarismo sino un proceso reactivo de tipo sociopolítico frente a la férrea imposición de costumbres y normas extrañas –sin olvidar por ello la sincera relación afectiva que mantienen los combatientes con la norma de dios–; y a los musulmanes un pueblo orgulloso de sí. E indómito.
De cómo la URSS inseminó a Afganistán con la semilla del yihadismo radical (pt. 1).
Pensemos en los años finales de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al inicio de la década de los setenta, la crisis energética de los combustibles fósiles sienta un punto de ruptura con respecto a la aparente bonanza del periodo precedente. Una URSS cuyo principal potencial económico se basa en la industria se ve afectada por la parálisis de la producción fabril –con todo lo que esta ralentización implica para la economía y para la calidad de vida de sus ciudadanos– y, además, con serios problemas para mantener la competencia productiva frente al occidente capitalizado, donde la eficacia aumenta y los beneficios se reducen generando así una imagen de progreso que tiene una fácil lectura evolutiva frente al supuesto atraso del Este. Esta situación de tensión e indefensión es el motor que desestructurará el férreo bloque que conformaba el extremo oriental de Europa y cuya disolución se produce finalmente en 1989. Es una década antes de este suceso, ya con un Partido que se ve obligado sin remisión a la modernización de su infraestructura económica y a la apertura de sus precios al mercado internacional librecambista para sobrevivir –es decir: un sistema muy debilitado en sus bases ideológicas y financieras, al borde del colapso y con muy pocas perspectivas de longevidad–, cuando se produce la invasión soviética de Afganistán; y esta misma contribuye, al saldarse en derrota, a su definitiva caída. Es durante esta ocupación donde se gestan las bases de lo que, en su formación posterior, se convertirá en Al Qaeda
El jefe de estado de Afganistán, Mohammed Daud –que ya había sido primer ministro del último monarca, su primo Zahir Shah, al que él mismo arrebató la corona en 1973 para convertir el país en la primera República afgana–, fue asesinado en abril de 1978 por un grupo prosoviético –la revolución de Abril o Daur, según el calendario gregoriano o persa, respectivamente–. Los golpistas, asociados al Partido Democrático Popular de Afganistán, de corte marxista, se hacen con el poder y promocionan a su propio líder, Nur Mohammed Taraki, secretario general del Khalk (la facción más radical del PDPA, dividido internamente entre esta y un ala moderada, Parcham, que a su vez había prestado apoyo al golpe de Daud contra la monarquía).
El nuevo programa gubernamental de la recién estrenada República Democrática se definía por su marcado progresismo. Las intenciones de Taraki pasaban por la alfabetización masiva de una población analfabeta en su práctica totalidad, el cambio del régimen de propiedad agraria en el entorno rural para evitar la acumulación masiva de inmuebles y la redefinición del casamiento, con la imposición de una edad mínima para entregar a las hijas en matrimonio. Este pretendido cambio, llevado a cabo con brusquedad y sin atender a las necesidades religiosas de los ciudadanos, profundamente arraigados en las tradiciones islámicas; la violencia con que se acometieron las reformas; la purga homicida de la disidencia, que obligó al exilio a buena parte de los intelectuales y religiosos; y la escasa sensibilidad para con las formas de vida autóctonas en beneficio de las cuales se decía actuar provocaron no sólo deserciones entre la soldadesca, interpelada a arremeter contra sus compatriotas con extrema saña, sino un creciente malestar social que se canalizó hacia una primera llamada yihadista por el nacionalismo árabe.
La sedición sociorreligiosa alcanza su punto álgido en 1979, cuando Taraki es retirado de la jefatura y posteriormente asesinado por su primer ministro, Hafizullah Amin, debido a las disidencias en el seno del propio PDPA. A la vista del panorama, no demasiado conformes con el radicalismo del Khalk y alarmados por la posible evolución de las protestas afganas al modo de las que simultáneamente llevó a cabo la mayoría islamista en el vecino Irán, que ya venían sucediéndose durante los dos años anteriores al derrocamiento final del Sha en 1979, desde Moscú, con Brézhnev a la cabeza, se decide la intervención militar en Afganistán amparada en el marco del Tratado de Amistad entre este país y la URSS. A finales de diciembre de ese mismo año, sin llegar apenas a los tres meses de mandato, Amin es neutralizado por las fuerzas del Ejército Rojo durante la primera fase de la invasión; su muerte alza al candidato parchamista moderado, Babrak Karmal, más del gusto del Kremlin.
La despliegue militar soviético fue el detonante necesario para que el previo malestar ciudadano se tornara en una fuerte unión entre aquellos que deseaban expulsar al usurpador. No se debe olvidar que en un mundo inmerso por completo en el escenario de hostilidades de la Guerra Fría, cuya configuración era bipolar, sin dar lugar a matices, la política exterior era también extremista: las alianzas no tenían términos medios de negociación y se forjaban de acuerdo al apoyo a una de las potencias y la oposición a la otra; y se verá cómo y por qué esto constituirá un factor de peso en la formación de los grupos yihadistas más virulentos. Un coincidente pero no negociado interés común entre los opositores al nuevo régimen generó una alianza que será fundamental para comprender la evolución de las pulsiones políticas de la zona en los años posteriores. A los partidarios del depuesto gobierno religioso afgano –los muyahiddin–, Arabia Saudí y Pakistán se suman los Estados Unidos, movidos por sus intereses económicos –la cuenca petrolera del Golfo, que aglomera un gran porcentaje del total de las reservas mundiales de combustible– y estratéticos – el temor a la conversión ideológica del país, que podría ser el vector de expansión del comunismo en todo el Medio Oriente– y los voluntarios que llegaron de cada rincón del mundo árabe. El apoyo que fundamentó esta coalición tan heterogénea fue el económico: EEUU financió indirectamente pero de hecho –mediante el aprovisionamiento de recursos a Pakistán, que ejerció de centro redistribuidor– la guerrilla de los que ya se llamaban a sí mismos “árabes afganos”: unos diez o quince mil jóvenes de distintas procedencias que prestaron sus fuerzas de forma oficial, acorde a los tratados áraboestadounidenses desarrollados durante el conflicto, esgrimiendo un argumento de solidaridad y hermanados por la Umma.
J.