El término «panarquía» es un concepto que hunde sus raíces etimológicas en el griego («pan»; todo y «arquía»; autoridad, principio o gobierno) y que, empero, fue originalmente propuesto por el economista Paul Émile de Puydt como símil de competición pacífica entre gobiernos de distinta índole en su artículo «Panarchie», publicado en julio de 1860 en la Revista Trimestral de Bruselas [1]. A pesar de que se ha usado, y supongo se usa, también como «gobierno de todas», me centraré en la primera significación dada, que en cierta manera es la que tanto libertarianas*, no confundir con libertarias**, como las sedicentes anarquistas capitalistas han tomado e incorporado a su corpus teórico. (¡Pero no nos alarmemos, esto sólo es un dato accesorio!).
Abordando más profundamente su definición, tal como escribirá Émile de Puydt, la panarquía no sería sino «[…] la libre competencia en materia de gobierno»; es decir, la libertad que tendría una misma para elegir la forma de gobierno bajo el que querría languidecer, sea un día, sea toda la vida, en un régimen contractual —un pacto— entre la propia individua y el marco gobernativo; este contrato sería siempre revocable al instante, no pudiendo impedir u obligar en ningún caso a la persona a permanecer bajo su estela más tiempo del que su corazón, razón, o ambas, le indicasen. Así, el economista político nos dice que «[…] uno se encontrará a su gusto, pasando de la república a la monarquía, del parlamentarismo a la autocracia, de la oligarquía a la democracia e incluso a la anarquía del Sr. Proudhon». Sin embargo, no debemos pensar en este cambio de sistema sociopolítico como algo estático, como una mera migración a través de un territorio, sino como algo absolutamente voluble y disoluble; allá donde se encuentren un centenar de individuas con inquietudes similares se erige un sistema hecho a ellas mismas mediante un contrato revocable; ora se forma en aquel pedregal una república, ora una monarquía en aquel otro cenagal; por allí surge una anarquía y más adelante un sistema liberal, o un fascismo, según convengan; por supuesto, todos los gobiernos y Estados se diluyen con la misma facilidad con la que brotaron, o perduran a través de los años, si no siglos. La competencia entre los distintos gobiernos será la encargada de mantener los más prósperos en alza, así como de arrojar los más abyectos al abismo del olvido. Es, en fin, un mercado en toda su amplitud: un mercado que se autorregula, que no pone límite a la voluntad y a los apetitos vitales de las personas y que asienta todo su peso teórico bajo el conocido epígrafe liberal: «laissez faire, laissez passer» (literalmente: dejar hacer, dejar pasar). En efecto, el principio de no-agresión se torna piedra angular, inamovible, de este sistema; sin éste, todo el marco cae por su propio peso. Es así como el economista belga pretende solventar el problema que supone que gobiernos inherentemente imperialistas, expansivos, y nada respetuosos para con el resto de individuas o colectivos, tales como el fascismo, el comunismo estatista, la monarquía absolutista o la democracia liberal intenten anexionar, ocupar, explotar, etcétera., otros territorios libremente fundamentados.
En cualquier caso, sopesaré los principales inconvenientes, ya expuestos y contestados por el propio Puydt en el ensayo original, al cual podéis acceder más abajo, quizá en otro artículo. Ahora sólo pretendo bosquejar algunas trazas de esta idea, no tanto por rescatarla como panacea, sino como ejercicio que entiendo puede ser interesante para el replanteamiento del propio anarquismo.
Los intereses del belga al forjar este sistema son dos. Primero, extender la idea de libre mercado, a la que profesa mucha confianza, a los poderes políticos. Y segundo, eliminar cualquier atisbo revolucionario en el futuro. Pero por sobre todo es el segundo punto el que expone con más gusto: «Lo que es admirable en este descubrimiento [refiriéndose a la panarquía], es que suprime para siempre las revoluciones, motines, desórdenes callejeros y hasta las más mínimas emociones, la fibra política. ¿No está contento de su gobierno? Tome otro». La revolución y la rebelión son a ojos del economista algo execrable («detesto las revoluciones», afirma). El cambio no pasaría por una revuelta sangrienta, sino por un simple traspaso de competencias de un órgano social, gubernativo, a otro. «Pero si toda presión cesa; si todo ciudadano mayor es libre de elegir y no por una vez, como consecuencia de alguna revolución sangrienta, sino siempre y en todas partes, en el dédalo de los aspectos gubernamentales, los que corresponden a su espíritu y a su carácter o a sus necesidades personales; libre de elegir, entendámonos bien, pero no de imponer su elección a los demás: y todo desorden cesa, toda lucha estéril se vuelve imposible», dice más adelante. La estructura que se superpone y que cimenta todo esta doctrina es, reitero con la misma insistencia que de Puydt, la libre competencia entre gobiernos, la búsqueda original, individual, del orden que más case con las agitaciones intelectuales y emocionales de una misma; está sujeto, en fin, al libre examen de todas las personas, considerándose este modelo ley natural y sinónimo de progreso, de avance humano.
Max Nettlau, el Heródoto del anarquismo, fue uno de los que se sintieron atraídos por esta nueva cosmovisión del mundo. Si bien, como él mismo dice [2], no se identificaba con todas las premisas expuestas en las cuartillas originales de Émile de Puydt, quiero pensar que por sus connotaciones liberales, sí creía necesario al menos exponer la panarquía como idea ciertamente interesante. Y eso es lo que, humildemente y en mis limitaciones, he pretendido con este escrito. Si algún juicio personal se ha escurrido entre la tinta, lo lamento, pues no era ni mucho menos mi intención.
Ahora queda, ¡cómo no!, a juicio de cada una, en función a sus vicisitudes personales, el aceptar o no este modelo, el tomarlo como digno marco para el ideario ácrata, el renovarlo como molde de análisis, como sinónimo de libertad política absoluta; o bien al contrario: razonar que es imposible, que es una utopía contraproducente, reaccionaria, que podría llevar a sabe dios qué horrores y que, por todo ello, no merece ninguna atención, por lo que es mejor borrar todo lo leído y expuesto.
[1] Artículo de Paul Émile de Puydt.
[2] Artículo de Max Nettlau alrededor del mismo término.
*Para que no haya lugar a confusiones: me gustaría aclarar que en este artículo aquellas palabras que se refieran tanto a hombres como a mujeres (en este caso, libertarianos) serán escritas exclusivamente en la forma femenina. El motivo por el cual he decido llevar a cabo tal procedimiento es sencillo: visibilizar cómo el lenguaje es capaz de diluir o reforzar según qué actitudes y pensamientos. Espero, pues, que este uso impacte al lector y le anime a tener en cuenta el lenguaje inclusivo, o al menos que sea consciente de la importancia de éste. Si supone, por algún casual, un ejercicio demasiado arduo o un inconveniente de peso para una buena exégesis del ensayo, por favor, ruego se lo hagan mirar.
**Básicamente, los libertarianos, englobados en el más abstracto libertarismo, son liberales radicales que se están promulgando muy bien en según qué círculos de EEUU. Por contra, los libertarios son anarquistas socialistas.