Congratulémonos; sí, hagámoslo con ahínco. La izquierda parlamentaria, toda vez ha abandonado la radicalidad, si es que alguna vez se supo dueña de ella, ha llegado a una nueva conclusión, a una nueva panacea contra el capitalismo: subir los impuestos a los más pudientes; pero no contentándose con esta medida, que ya por sí sola consigue que la mayoría de capitalistas del mundo, y en particular de España, recuperen su humanidad y se lancen a entregar todo su patrimonio a los desposeídos, han dado con otro remedio, a saber: que el Estado exija a las grandes fortunas, una vez éstas han usurpado y succionado toda la fuerza del trabajador, o como gusta decirlo ahora: una vez han creado riqueza, que estén fiscalizadas en su totalidad en su país de origen, es decir, que no evadan impuestos en uno de los diferentes paraísos fiscales que salpican la imperfecta esfera. ¡Menuda suerte! Seguro que los más miserables, contentos con las reformas, se arrojarán a los brazos de estos grupos en las siguientes elecciones. No obstante, el voto de todos vale lo mismo. Y es que en el parlamentarismo, lo más ridículo es siempre lo más democrático.
Hay que retomar, dicen, el espíritu de imposición fiscal en función a la renta. Sin duda, es esto lo más progresista, así pues lo más benigno para toda la sociedad. A más capital, más impuestos. Y ¿por qué no decirlo también? A mayor capital, mayor limosna. O peor que una limosna, pues ésta, dentro de lo repugnante de su aroma, al menos mantiene la voluntariedad del acto; el impuesto por el que declaman es una limosna obligada, requerida, por lo que pierde cierta, por llamarlo de alguna forma, virtud. Ambas deleznables, ambas sostenedoras de la inequidad y de la injusticia a través de los siglos siguen en plena vigencia. No creo que haya existido emperador, dictador, cacique, autócrata, déspota, amo, señor feudal o rey el cual no conociera la máxima que reza que cuando el pueblo está a punto de estallar en revuelta e insumisión hay que darle algo más de pan, holgarle un poco más las cadenas o, para el caso, repartir un poco mejor el pastel. Si funcionaba en la Roma fúlgida y en el Medievo oscuro, ¿por qué no iba a hacerlo ahora? ¿Ha cambiado en algo el alma del hombre? ¿No sigue igual de domada? ¿No piden ahora algunos sectores de la alta burguesía francesa y estadounidense, conscientes de esto que digo, que les suban los impuestos para así poder contribuir mejor al mantenimiento de los servicios sociales que necesita el pueblo? Es preferible que a uno le suban los impuestos un tanto por ciento mientras pueda mantener el control de los elementos de producción, pensarán en razón a sus intereses.
Ahora bien, que los que se supone representantes de los trabajadores, tanto partidos como sindicatos verticales y subvencionados, aboguen por tales medidas me resulta algo esperpéntico y escalofriante. No se olvide jamás: la riqueza que se crea en colectivo debe recalar en el propio colectivo. Sólo la riqueza que emerge individualmente puede y debe quedar en manos del productor original. Pero como no estamos ante este caso, pedir la colectivización autogestionaria, sin burocracia sindical o estatal, no puede quedarse en un grito del pasado, en un estandarte obsoleto; no, ahora más que nunca parece ser la autogestión de los propios trabajadores de sus herramientas de trabajo la única manera de llegar a abolir la miseria de forma definitiva. Fuera de esto, todo queda en medias tintas que bajo la llamada al progreso y a la conciliación buscan mantener la penuria, la escasez y la miseria; o a lo sumo: gestionarla con más humanidad.